“Stop fucking around and shoot me already!” (¡Déjense de joder y tiren de una vez¡).
Tal vez, de no mediar esa orden, el vagabundo, ladrón y asesino no sería lo que fue y nadie lo recordaría.
La escena sucedió en un lugar extraño y a ad hoc.
Un caseta, como un mínimo teatro… Oscura y a prueba de ruidos, sólo con ocho butacas ocupadas, y una fuerte luz en el escenario: el condenado a muerte Gary Gilmore.
Los ocho espectadores eran un pelotón de fusilamiento: ocho rifles y siete balas, una de ellas de fogueo para que no todos se sintieran culpables.
Ruleta tramposa: siete contra una.
Gary nació en Texas en 1940, y con mal naipe. Padre borracho y golpeador, y por añadidura, estafador.
En Oregón, a los quince años, conoció la universidad del crimen. Un reformatorio. A los treinta y cinco había pasado más de la mitad de su vida entre rejas. Vida acaso irrecuperable.
Pero de pronto, libertad condicional.
Se mudó a Utah. Dos meses de quietud…, hasta que sus demonios se desataron en un río de se sangre, a pesar de Nicole, diecinueve años, de Provo, Utah, que prometió ayudarlo –inútil cruzada– a enmendar su vida.
El 19 de julio de 1976, de noche, robó una estación de servicio. La víctima, Max Jensen, no se resistió –era un hombre manso–, pero Gary Gilmore lo mató de dos tiros en la cabeza.
Al otro día asaltó al gerente del un motel, Ben Bushnel, que le dio todo el dinero de la caja, pero murió baleado.
Dos homicidios. Pena de muerte cantada.
Pero las chicanas jugaron su ajedrez. Lo condenaron solo por el asesinato del gasolinero “por falta de evidencia en el otro caso”, a pesar de amplia confesión.
Para calentar más el conflicto, se enfrentaron tirios y troyanos: los fanáticos de la pena de muerte y sus enemigos.
El juicio y sus argucias llevaron demasiado tiempo, contra la voluntad del condenado:
–Sólo quiero morir ¡Basta!
Se abrió las venas dos veces. Echó a sus abogados defensores.
Por fin, el 17 de enero de 1977, después de elegir balas en lugar de la soga del patíbulo, se fue de este mundo.
Post scriptum: pero nadie podía imaginar la asombrosa vuelta tuerca literaria que seguiría. En noviembre de 1966, Truman Capote había publicado su obra maestra: A Sangre Fría, la historia de cuatro crímenes –toda una en una familia en una granja de Kansas-. Suceso mundial… Pero, como un eco tardío, en 1999, Norman Mailer presentó La Canción del Verdugo (título insuperable), y ganó el Premio Pulitzer. Capote y su lengua de serpiente dijo: “Yo tardé siete años en investigar y escribir A Sangre Fría, y Norman lo escribió con recortes de diarios”. No es exacto en ningún caso. Varios de esos siete años se diluyeron en viajes exóticos y reuniones sociales con la high society, y se sabe que Norman pasó largas semanas con los personajes directos o cercanos a Gary Gilmore. El único asesino que pidió a gritos que lo mataran.
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