La tormenta fue cálida y feroz: tormenta de verano. Es 16 de enero de 1959, todavía es de madrugada y el mar escupe a un hombre. El hombre gatea por la arena, se desploma, se arrastra hacia una cueva debajo de un acantilado, cae rendido, boca abajo. Tiene la camisa puesta y los zapatos todavía acordonados: pantalones no tiene, se los arrancó en el mar. El hombre pierde la conciencia, la recupera, y en ese ir y venir entre la vida y la muerte, un perro le olfatea la cara.
El perro tiene dueño y es el cura Carlos Gardella, conocido por oficiar las misas que se emiten por canal 7. Es tarde pero la noticia ya corre de boca en boca por toda Mar del Plata: un avión de Austral con 52 personas a bordo se incrustó en el mar cuando trataba de aterrizar en el aeropuerto de Camet.
El cura ilumina con un reflector las tripas de los acantilados. El perro ladra desesperado, lo guía. Lo que alumbra allá abajo, sobre la arena mojada, es una mano. La mano es de Roberto Servente, ingeniero, 39 años.
Un viernes cualquiera
Era viernes 16 de enero, de los eneros de los veranos largos, cuando las vacaciones podían durar meses. Servente trabajaba en la constructora familiar en Capital y viajaba todos los fines de semana a Mar del Plata. Tenía una casa en La Loma, donde lo esperaban su esposa y sus tres hijos: uno de 9, una de 8 y el menor, de 4.
Roberto murió en 2014, a los 93 años. Solía contarle su historia a sus nietos, que lo escuchaban embelesados, sentados en círculo alrededor de sus piernas: el Gran Pez en el living de casa. Nadie sabe bien qué creerán de aquel relato los nietos cuando crezcan pero es distinto con los hijos de Roberto, que eran chiquitos cuando el avión cayó pero que estuvieron ahí.
Ahí, en Mar del Plata, aquella noche en que dijeron en la radio que había un solo un sobreviviente. Ahí después, cuando su papá se convirtió en una estrella a la que le pedían autógrafos. Es Eduardo, el menor de los hijos de Servente, quien hoy cuenta la historia de su padre a Infobae.
“Él viajaba todos los fines de semana para estar con nosotros, siempre en auto. Pero en esos días salió una publicidad de Austral que promocionaba un nuevo viaje triangular entre Capital, Mar del Plata y Bahía Blanca. El vuelo era un viernes a la noche y en Mar del Plata había una de esas tormentas de verano que son terribles”.
Roberto Servente subió a un avión Curtiss C-46 junto a otras 51 personas, una nave de las que se usaban en la Segunda Guerra Mundial pero que había sido reacondicionada como avión de línea. Cuando llegaron a Mar del Plata, el piloto trató de aterrizar en Camet, calculó mal la pista en medio de la tormenta y volvió a levantar vuelo.
“Ahí dio una vuelta sobre el mar para hacer otro intento. Pero en esa vuelta, perdió altura, rozó las olas, el ala derecha se partió y el avión se incrustó en el mar. El golpe fue tan fuerte como si hubieran chocado contra una pared de concreto. La mayoría de los pasajeros y tripulantes murieron desnucados”.
A unos 1.200 metros de la orilla mar adentro, Roberto se ovilló y sobrevivió al impacto. Tenía dos costillas rotas, un tajo enorme en la cara, una fractura en el peroné y otra en la clavícula pero la adrenalina hizo que no sintiera dolor.
“De repente vio cómo el agua empezaba a entrar en la cabina del avión. Se sacó el cinturón y se dejó revolcar por el agua. Mi viejo contaba que el agua lo tiró para todos lados hasta que apareció afuera. Él iba sentado en los asientos de atrás y la cola del avión se había partido, así que suponía que había salido por ahí”.
En el relato que Servente le contaba a sus nietos muchos años después no hablaba de las 51 muertes pero sí de la odisea: “Afuera, el mar siguió llevándolo para un lado y para el otro, se ahogaba y, cuando logró salir a la superficie, lo único que vio fue la cola del avión hundiéndose, en ese entonces Austral tenía el logo de un pingüino”.
Era casi la medianoche de una noche oscura, cerrada, cuando Roberto Servente nadó para alejarse. Todavía con el saco, la camisa, la camiseta de morley adherida al cuerpo, el pantalón y los zapatos dio las primeras brazadas, convencido de que cuando el mar terminara de deglutir al avión iba a chuparlo a él.
Hace seis décadas no había en la costa de Mar del Plata las luces que hay hoy y, tratando de flotar, Servente distinguió una, pero en el mar. “Pensó que podía ser de un barco pesquero pero por suerte desechó la idea de nadar hacia ahí, porque después descubrió que era el faro de una escollera y no hubiese llegado nunca. Era ingeniero y, en vez de entrar en pánico, razonó como ingeniero: si habían estado a punto de aterrizar, no podía estar muy lejos de la costa y pensó que lo mejor era dejarse llevar por las olas”.
Mientras Servente luchaba para flotar y sacarse el pantalón a la vez, su mujer volvía en auto a casa, sola: “En el aeropuerto de Mar del Plata le dijeron a mi mamá que el avión no había podido aterrizar por las condiciones meteorológicas y había tenido que volver a Aeroparque".
La noticia
Dormían en la casa de Mar del Plata cuando el teléfono sonó: antes de irse del aeropuerto, mientras esperaban noticias del vuelo que no llegaba, la esposa de Servente había conversado con otra mujer que esperaba a su hija, una de las azafatas del mismo vuelo.
“Suena el teléfono y mi mamá se despierta, era esa mujer. Le dice: ‘¿Señora de Servente? Soy la señora que estuvo hablando con usted en el aeropuerto. Le tengo que informar que el avión se cayó en el mar, no hay sobrevivientes’”.
Ya era de madrugada y la noticia empezaba a regarse por Mar del Plata. “Mi mamá llamó a mi dos tíos y salieron a buscar. Fueron a las radios, a la policía, a los hospitales. Uno de mis tíos llegó a ir a la morgue. El cura Carlos Gardella, que era capellán de la policía, se subió a su jeep Willys con un chico que lo acompañaba y su perro y salió con un reflector”.
La autopista no existía y condujo hacia el norte, en el barro, bajo la tormenta. “Empezó a iluminar en los bordes de los acantilados. Y en un momento el perro empezó a ladrar desesperadamente, a buscar cómo bajar. El perro corrió y se puso a ladrar desde la playa”. Fue ahí que el cura iluminó y vio la mano.
Por la hora en la que cayó el avión y el estado en el que lo encontraron, calcularon que Servente había estado unas cuatro horas en el mar hasta que una ola lo había empujado hacia la arena.
“Se había arrastrado hasta donde ya no había agua, unas pequeñas cuevas debajo de los acantilados. Había quedado ahí, boca abajo, tenía hipotermia, estaba prácticamente muerto”. El cura lo envolvió con unas frazadas, dio aviso y lo llevaron de urgencia al hospital.
—¿Cómo se enteró tu familia que tu papá estaba vivo?
—No, no les dijeron que él estaba vivo. Mi mamá y mis tíos escucharon en la radio que había un sobreviviente entre la 52 personas: uno. Y se fueron al hospital, podría haber sido cualquiera.
Pero era él.
La nueva vida del sobreviviente
Eduardo, el menor de los hijos de Servente, tenía 4 años aquella noche. Ahora tiene 65, tres hijos, tres nietos y dos imágenes concretas de aquel verano. Su papá en el hospital, el día después, “lleno de mangueritas” y el día en que volvieron a ir a Playa Grande.
“Era como si hubiera llegado una estrella de cine. Lo rodeaban, lo querían tocar, querían escucharlo, verlo. Algo semejante vi en Playa Grande cuando aparecía Guillermo Vilas y lo empezaban a rodear un montón de chicos que sólo querían tocarlo”. También recuerda cómo cambió la vida de su papá después, porque no había llegado ni a la mitad de su biografía cuando salió vivo de ese avión.
Según consta en el libro “Patricia. De la lucha armada a la Seguridad", del el periodista Ricardo Ragendorfer, en ese accidente murieron el abuelo, el tío, una tía política y un primo de Patricia Bullrich.
Roberto siguió siendo un hombre retraído pero “el accidente le cambió la forma de ver la vida. Por ejemplo, lo encaminó a la aceptación de las circunstancias que a cada uno lo tocan”.
Se refiere, por ejemplo, a la aceptación de la muerte del mayor de sus hijos, que tenía 9 años cuando pasó lo del avión y 40 cuando empezó la guerra contra el cáncer.
Además de la construcción de la autopista Buenos Aires-La Plata, en la segunda mitad de su vida Servente fue funcionario de Frondizi y Secretario de Transportes durante el gobierno de Guido, dirigió la Cámara Argentina de la Construcción y la Federación interamericana de la Industria de la Construcción y lo más increíble: llegó a ser presidente de Austral, “la compañía que lo tiró al mar”.
Ese era Roberto Servente, el hombre que hoy Eduardo recuerda en el letargo de la cuarentena, el padre detrás del título que puso el diario La razón el día después: “El único sobreviviente: ingeniero, buen nadador, lo despide el avión, en el agua quítase saco y pantalón, vence a las olas y llega exhausto”.
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