La historia del protagonista de esta nota puede resumirse en un número: más de 800.000 millones de dólares. Calculados, según la inflación de los Estados Unidos, a hoy, mayo de 2020.
Pero podría ser cero. No existir…, si no hubiera perdido el tren de Cleveland a Nueva York, el 18 de diciembre de 1867, por pocos minutos: los que tardó el cochero que lo llevaba a la estación en limpiar una de las herraduras de su caballo.
Porque ese tren descarriló, y muy pocos pasajeros salvaron su vida… El episodio le dictó una de sus máximas: “Una catástrofe es también una nueva oportunidad”. Firmado: John D. Rockefeller. La "D" corresponde a “Davison”.
Y el nombre completo corresponde al hombre más rico del mundo. El Rey del Petróleo.
¿Cómo llegó a serlo? En principio, llegando al mundo en Richford, Nueva York, el 8 de julio de 1839, hijo del matrimonio de William Avery y Eliza Rockefeller. Familia de clase media, con sangre de inmigrantes alemanes de religión judía, y franceses que hicieron pie en los Estados Unidos en 1733.
De William todo puede decirse, menos que fue un esposo y padre modelo. Infiel y aventurero, desaparecía por largo tiempo, y aparecía sin aviso, con un cargamento de regalos para Eliza y para sus seis hijos.
Su oficio: impostor. Cabalgaba rumbo a las reservas indígenas y les vendía chucherías al doble o triple de precio, y su bolsillo creció mucho más cuando vendía pueblo por pueblo un brebaje misterioso que, según él, era infalible para curar el cáncer… Una vocación comercial que John D. heredó precozmente: en la escuela primaria –ya enamorado de los números– juntaba piedras, las pintaba, las vendía entre sus compañeros, y guardaba el dinero en un frasco azul: “Fue mi primera caja fuerte”, recordó muchos años después, cuando nadaba en millones…
Piedra a piedra, pincelada a pincelada, ahorró 50 dólares –en esos años, una suma respetable–, y los usó para prestárselos, al 7 por ciento de interés, a un amigo de su padre acogotado por las deudas. Episodio que le dictó otra de sus famosas máximas: “No trabaje por el dinero, deje que el dinero trabaje por usted”.
En esa época, niño aún, inauguró una libreta que llamó “Registro A”, donde anotó cada uno de sus pequeños pasos financieros: un nombre que conservó hasta su retiro, en 1911… pero con muchos tomos: nada menos que el arrasador huracán de su imperio petrolero. Standard Oil. El mayor del planeta.
A los 16 años, ya contador y siempre obsesionado por los números, empezó a trabajar en una empresa de comercio de granos, de sol a sol (“Nunca me importaron los horarios”), llegó a ganar 600 dólares por año –era 1857–, y cuando le negaron un aumento de 200, que sin duda merecía, renunció y se lanzó a la aventura del negocio propio.
Su capital en ese momento: 800 dólares. Pero le faltaban 1.000 para crear su primera empresa de corretaje de granos. Se los prestó su padre... a un 10 por ciento de interés anual hasta que alcanzara la mayoría de edad. El vendedor de baratijas a los indios y de absurdas pócimas contra el cáncer… era un Rockefeller en estado puro.
Fundó con un socio la firma Clark & Rockefeller, ganó 4.000 dólares el primer año, 16.000 el segundo…, pero eterno disconforme, y luego de una inversión en la importación de café, olió algo también oscuro, denso y llamado a cambiar el mundo: Su Majestad el petróleo.
Su primer cuartel general: Cleveland. Ciudad que hacia 1861 era una de las más modernas y ricas del país, y sede de enormes industrias. “No tardé en entender –contó muchas veces, ya Gran Emperador del Oro Negro– que ese combustible sería la mayor fuente de energía del mundo”.
El año 1862 fue su primera llave: con sus ahorros levantó su primera refinería. En poco tiempo compró otras. Y no paró hasta tener casi todas las de la ciudad: El Dorado con el que vanamente soñaban los descubridores y conquistadores de tierras desde el siglo XV.
Pero, ¿qué clase de hombre era? Inteligente. Ojo de águila y olfato de perro cazador para los negocios. Insaciable: toda ganancia –hasta las siderales– le parecía poco. Religioso hasta la médula. Republicano en política. Ahorrativo hasta lo increíble: la misma ropa siempre, almuerzo en los restaurantes más baratos, y –según testigos–, “las propinas más miserables jamás conocidas”.
Se casó con Laura Celestia Spelman, una profesora de Nueva York, para toda su vida, y tuvieron cinco hijos: Elizabeth, Alice, Alta, Edith y John D., que dejó este mundo en 1960. Una prole cuyos nietos y bisnietos, hasta hoy, mantuvieron encendida la antorcha del poder y del dinero, a diferencia de otras poderosas familias que apenas dejaron huella.
Como dándole la razón a su dicho “todas las catástrofes son una oportunidad”, la feroz Guerra Civil Norteamericana fue la última llave que le abrió la más impenetrable de las puertas: lograr, en ese río sangriento y revuelto, convertir la mera extracción de petróleo en un pulpo de varios tentáculos: refinarlo, transportarlo –a pesar de la furia Cornelius Vanderbilt, dueño de los ferrocarriles que hacían ese trabajo– y controlar su marcha hasta el último punto del mapa del negocio.
Su golpe de nocaut fue, en 1870, la creación de la Standard Oil: una empresa-monstruo que en poco tiempo refinó una cuarta parte… ¡de toda la producción petrolera del país! Antes, con un impresionante gancho de derecha: compró 22 de las 25 refinerías de Cleveland (la prensa llamó a esa operación “la conquista de una ciudad”), obligó a sus competidores a vender o asociarse con él, y hacia 1878 (apenas 8 años después de su nacimiento), la Standart Oil controlaba ¡el 90 por ciento de todas las refinerías del país! De costa a costa. De Norte a Sur. Y más tarde, a través de una segunda y colosal empresa (Standard Oil Trust), extenderse hasta casi medio mundo.
Pero el dueño absoluto del titánico imperio tropezó con las leyes: empezaba a tener peso la reglamentación de la libre competencia entre empresas, y el todopoderoso zar fue acusado de monopolio. Detonó entonces una frase que irritó a los jueces:
-La competencia es un pecado. Por eso la elimino…
Pero dos tribunales, la Suprema Corte de Ohio y el máximo tribunal de la Nación, fallaron contra él: para la Justicia, su imperio era un monopolio (por lo tanto, ilegal), y ordenó su disolución. John D. apeló sin éxito, ganó tiempo, y en 1899 dividió al gigante invencible… en 37 corporaciones, conservó el 30 por ciento de las acciones de todas ellas, y su familia, el resto. Corolario: la nave de su fortuna eludió todos los icebergs legales sin un rasguño. Tenía apenas 50 años, y era el hombre más rico de la Tierra.
Regándola con sus máximas:
-El que trabaja todo el día, no tiene tiempo para ganar dinero.
-¿Mi mayor placer? Ver cada noche las ganancias que desde la mañana me produjeron mis inversiones.
-Puedes rendir cuentas por cada millón ganado…, menos por el primero.
-La mayor virtud es la capacidad de tratar con la gente. Yo pago más por esa capacidad que cualquier otro hombre bajo el sol.
Estaba listo para seguir avanzando, pero su salud se resquebrajó severamente. Su estómago era un caos, perdió el pelo, su cuerpo se achicó y se encorvó. Parecía un hombre veinte años mayor. Apenas podía mantenerse en pie.
En 1911 renunció a la presidencia de su inmenso imperio y se mudó a su casa en Ormond Beach, Florida. Allí murió el 23 de mayo de 1937. Tenía 98 años. Fue sepultado en el Lake View Cementery, Cleveland.
La ciudad desde la cual llegó a la cumbre… después de ganar, niño todavía, 50 dólares vendiendo piedras pintadas en la escuela.
Post scriptum:
A pesar de que el lugar común suele mencionarlo como “el hombre más admirado… y más odiado de los Estados Unidos”: un impiadoso, implacable, despiadado barón de la industria, etcétera… John Davison Rockefeller donó casi toda su fortuna a obras de beneficencia, y dejó un asombroso legado cultural: la Universidad de Chicago (cuna de 87 premios Nobel), la Universidad Rockefeller de Nueva York, el Lincoln Center, fundaciones para el progreso de la educación, la medicina y la investigación científica, y un prodigio arquitectónico como el Rockefeller Center –que no llegó a ver: murió antes de la inauguración–. Un complejo de 19 edificios comerciales, que cubre 22 acres entre las calles 48 y 51: acaso el escudo de Nueva York, la ciudad mágica por excelencia de los tiempos modernos. Si a los hombres se los conoce por sus obras (precepto bíblico), ese hombre también fue el mismo al que tantos denostaron. Y todavía hoy, aunque muy tenues, lo alcanzan esos ecos… Poco importa: que cada uno ponga en la balanza las pesas que quiera. Pero, se incline hacia el Mal o hacia el Bien, nada borrará lo maravillosamente bien hecho.
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