Jean Claude Romand no quería testigos. No quería ver reflejado, en la mirada de los otros, su estrepitoso fracaso. Ese que arrastraba a la sombra de sus audaces y continuas mentiras. Por eso Jean Claude, que se decía médico y se hacía pasar por un funcionario importante y trabajador de la Organización Mundial de la Salud, decidió el sábado 9 de enero de 1993 iniciar un periplo homicida. En pocas horas organizó una espeluznante matanza que incluyó a todos sus familiares directos.
Vayamos a la historia del embustero ególatra que, para preservar quién sabe qué imagen construida en su enferma psiquis, se convirtió en asesino. En el peor de todos.
El caso Romand llevó al célebre Emmanuel Carrère a escribir, El adversario, luego de un largo intercambio epistolar con el asesino. El resultado fue un texto impactante que salió a la calle en julio del año 2000 y se convirtió en éxito literario. La historia también inspiró tres películas: El adversario, que fue estrenada en 2002, en Suiza, y llegó a participar del Festival de Cannes; El empleo del tiempo, una versión libre que salió 2001; y por último La vida de nadie, una producción española que estuvo nominada para los Premios Goya.
Primera etapa: mujer e hijos
El viernes 8 de enero de 1993 Jean Claude llegó de trabajar en su oficina en la Organización Mundial de la Salud (OMS) de Ginebra con su BMW y estacionó en la puerta de su casa. De allí fueron con su esposa Florence a buscar a los chicos al colegio Saint-Vincent-de-Paul.
Se sentía atrapado: tenía deudas por el auto, con los bancos, sus amigos le pedían que les devolviera su dinero… Calculaba que no tenía más de diez días antes de que explotara la bomba. No esperaría tanto.
Esa madrugada en la que comenzó el horror Romand tenía 38 años (estaba a un mes de cumplir los 39). Y para todos, vecinos, amigos y familiares, era una excelente y exitosa persona. Pero ese sábado 9 de enero de 1993 terminó con todo aquello que había edificado sobre los terrenos resbaladizos de su imaginación enferma.
Primero mató con un rodillo de amasar a Florence, de 37 años. A puro golpe. Eran las 8 de la mañana. Lo lavó cuidadosamente y siguió con su siniestro plan.
Un poco más tarde les dio de desayunar cereales a sus hijos, mientras veían en la tevé el video de Los tres cerditos. Caroline, de 7 años, quiso ir a buscarle una bata a su papá, le pareció que tenía frío. Él, en cambio, le tocó la frente y le dijo que estaba “caliente”, que tenía fiebre y que debía acostarse en su cama. Buscó la carabina calibre 22 que le había regalado su padre Aimé el día que cumplió 16 años, fue el dormitorio y le disparó por la espalda y sin titubear a su pequeña hija. Fueron cinco tiros con silenciador. Una bala le atravesó el corazón de lado a lado. La tapó con una manta y la almohada.
Utilizó el mismo procedimiento con su hijo menor, Antoine de 5 años, a quien le dio de tomar un supuesto medicamento y lo envió a su cama. Una vez acostado tomó su carabina y le tiró directo a la cabeza. Lo tapó con el edredón. En la casa familiar de los Romand, en Prévessin Moëns, un paradisíaco lugar cerca de la frontera francosuiza, reinó el silencio.
Luego de limpiar la escena, decidió salir a pasear. Fue al kiosco de diarios y compró L’Equipe y Le Dauphine Libéré. Un rato después fue hasta el buzón para recoger su correo. Cuando entró de nuevo a su casa aprovechó para limpiar la carabina y la guardó en su funda. Se dispuso a salir hacia el hogar de sus padres, en Clairvaux-les-Lacs, en Jura, a unos 75 kilómetros de allí. Antes se cambió de ropa. Se puso una chaqueta vieja y unos jeans para evitar que el perro de sus padres lo ensuciara cuando le saltara encima moviendo su cola. Siempre lo hacía. En el coche puso su portatrajes donde llevaba la ropa que usaría esa noche para una cena con su amante, Chantal Delalande, en París. Encendió el motor y se puso en camino.
Segunda etapa: padres y mascota
Llegó a Jura a eso de las 12.30 del mediodía. Estaba estacionando el auto cuando su padre Aimé salió a la puerta para recibirlo. Anne Marie, su madre, había preparado el almuerzo. Comieron los tres juntos.
Después, fríamente, se puso manos a la obra. Era la segunda parte de su plan. Le pidió a su padre que subiera al primer piso. Quería mirar con él la ventilación de ese placard que tenía tan mal olor. Se cree que subió con su carabina y que ellos no sospecharon nada. Aimé se arrodilló en el piso para mirar el conducto de ventilación. Dos certeras balas, disparadas con silenciador, atravesaron su espina dorsal. No se habría dado cuenta de nada. Murió inmediatamente y sin aspavientos. Jean Claude lo tapó con una colcha.
Quién sabe con qué excusa, hizo luego subir a su madre a un salón que nunca utilizaban. Esta vez algo salió mal porque ella no le dio la espalda todo el tiempo. De pronto, se dio vuelta y habría visto a su hijo apuntándola. Llegaría a decir “¿Qué está pasando?”, pero los tiros que entraron de frente por su pecho la callaron de inmediato. Su dentadura postiza voló por los aires y aterrizó en el piso. El cínico Jean Claude declaró en el juicio que se la volvió a poner en la boca antes de taparla con la colcha verde.
El labrador blanco de los Romand ladraba enloquecido. Era un testigo demasiado ruidoso del horror. Baleó al la mascota y la tapó como al resto de sus familiares.
Tapar. Tapar. Tapar. Eso era una constante en su vida. Lo que no quería ver. Lo que no quería que se viese.
Esconder, Ocultar. Encubrir. Todo bajo la misma gran manta tejida con embustes.
Otra vez procedió a lavar la carabina. Se puso el traje y le avisó a Chantal que saldría para París. Eran las dos de la tarde.
Tercera etapa: la amante parisina
Jean Claude quería llegar a la misa dónde estaba su amante Chantal, dentista cirujana de profesión, con sus hijas. Llegó tarde, a las 19.30. Optó por no llamar la atención y quedarse al fondo. Luego las acompañó al departamento de Chantal donde ella se maquilló y se preparó para la cena. En el viaje en auto ella se armó de coraje: le reclamó el dinero que le había prestado hacía un tiempo atrás. Él prometió devolvérselo el lunes, cuando hubiera bancos.
La comida esa noche sería en Fontainebleau, en la casa de un supuesto gran amigo de Jean Claude, llamado Bernard Kouchner, que Chantal no conocía. Nunca llegaron. Jean Claude se perdió en el camino. Terminó girando por unos bosques en el medio de la noche. Paró el auto en la oscuridad y le dijo que tenía un regalo para ella en el baúl: que le había comprado un collar.
Se bajaron. Él sacó algo de la parte trasera y ella se puso de espaldas para recibir su presente. Fue ese el momento en que Jean Claude le tiró un gas lacrimógeno (dos bombas lacrimógenas que había adquirido el 5 de enero). Pero Chantal lo sorprendería porque, en vez de entregarse a un destino evidente, empezó a luchar con todas sus fuerzas. A pesar de no poder abrir los ojos, luchó denodadamente por su vida. Gritaba tratando de alejarse. Cayeron al piso. Él le puso algo parecido a una picana eléctrica en el abdomen. Chantal vociferaba que no quería morir, que tenía hijas para cuidar. De golpe abrió sus ojos y encontró la mirada de su victimario. Algo sucedió en ese cruce de miradas que detuvo en seco la locura de Jean Claude.
Se levantaron, subieron al auto y ella comenzó a hablarle suavemente durante todo el viaje de regreso a París. Chantal quería evitar, como fuera, un nuevo ataque. Él argumentó que tenía un tumor en el cerebro, que eso era lo que lo estaba afectando. Ella no creyó la excusa, pero le aconsejó ver a un médico urgente. La dejó en su casa y volvió manejando, unos 460 kilómetros, hasta Prévessin Moëns, donde lo esperaba su bella casa llena de muerte.
Cuarta etapa: el incendio
La mañana del domingo 10 de enero abrió la puerta, que había sido recientemente renovada por Florence, para encontrarse con la quietud absoluta de su hogar. No se inmutó. Estaba agotado así que se tiró a dormir en el sillón del living. Cuando se despertó encendió la televisión y se pasó varias horas con el control en la mano, como un autómata.
A las cuatro de la tarde llamó a Chantal nueve veces. La décima, ella atendió. En esos trece minutos de charla ella le recomendó otra vez pedir ayuda por su estado mental. Pero, quizá porque no sabía aún de los crímenes, se animó a insistir con que le tenía que devolver su dinero. Chantal recién sabría horas después que se había salvado de un múltiple asesinato.
Oscureció. Pasadas las diez de la noche Jean Claude tomó los bidones de combustible que había comprado hacía tres días en el supermercado con su mujer Florence. Regó con el líquido inflamable los ambientes, los muebles, los cuerpos cubiertos. Fue a su habitación, donde en la cama descansaba bajo la colcha el cadáver de Florence, y se puso un pijama.
A eso de las tres de la mañana del lunes 11 de enero de 1993 se decidió a terminar la faena comenzada y lo encendió todo: el desván primero, luego el cuarto de sus hijos, después el pasillo... y se encerró en su cuarto. Tomó las 20 pastillas que tenía preparadas y esperó. Cuando le faltó el aire abrió la ventana y se asomó. Se desmayó justo cuando llegaban los bomberos. Habían sido alertados por los vecinos que veían las llamas consumir la casa. Fue rescatado y sobrevivió luego de pasar una semana en coma, en terapia intensiva.
Los cuerpos fueron hallados embebidos en combustible. Y la escena criminal contó casi todo.
Cuando Jean Claude despertó, la verdad a la que tanto temía ya había aflorado.
En su su auto BMW, los detectives a cargo del caso, habían encontrado una nota suya manuscrita: “Un accidente banal y una injusticia pueden provocar la locura. Perdón Chantal, perdón amigos míos...”.
Precuela I: el pasado maravilloso
Corría el año 1975 cuando Jean Claude Romand y Florence Crolet se conocieron en los pasillos de la facultad. Él estudiaba medicina y ella bioquímica. Jean Claude decidió que era la mujer perfecta para él. Pero la seducción tuvo sus bemoles y le llevó un buen tiempo enamorarla. Recién se pusieron de novios en 1978. Fue por entonces que se tienen los primeros registros de sus mentiras. El abandonaría la facultad en segundo año, pero sostuvo hábilmente la ficción de que seguía estudiando. Nadie tenía porqué desconfiar del amable y dulce Jean Claude. Los fracasos y los bochazos no trascendieron y encontró una simple solución en la mentira.
Mientras tanto, Florence, cambió de carrera: quería ser farmacéutica. Finalmente contrajeron matrimonio el 19 de septiembre de 1980. El lugar escogido para el festejo fue la propia casa de la familia de Florence, cerca de Annecy. Hubo 150 invitados.
En 1981 Florence ser recibió. Al mismo tiempo que él daba el examen para convertirse en médico residente en París. Al menos eso fue lo que Jean Claude dijo y nadie cuestionó.
Aimé Romand (ex guarda forestal) y Anne Marie, sus padres, no cabían en sí del orgullo que experimentaban por su hijo único. Ya le habían comprado un departamento (la propiedad sería luego vendida por él para solventar su vida de mentiras) y estaban felices de ayudarlos.
En 1983 Jean Claude anunció que lo habían contratado en la OMS, en la sede de Ginebra. Felicidad generalizada. Florence y Jean Claude progresaban. Se mudaron de ciudad y tuvieron dos hijos. Tenían una vida social activa, vacaciones y participaban de las reuniones escolares de la escuela. Florence, además de tener su negocio como farmacéutica, daba catecismo.
Precuela II: finanzas audaces
El lado oscuro de Jean Claude era insospechable. Sus métodos para conseguir dinero fueron escalando en audacia. Estafas y más estafas a amigos, familiares, conocidos. Nadie parecía detectar que estaban frente a un mentiroso patológico y a un desfalcador.
Entre los años 1985 y 1993 Romand consiguió hacerse de más de 450.000 euros de gente conocida. Les daban sus ahorros convencidos de las buenas inversiones que, el exitoso médico de la OMS, conseguía en bancos de células o novedosos medicamentos oncológicos. La promesa era que el dinero tendría muy buen rendimiento. Los hermanos de Florence, Emmanuel y Jean Noel, le dieron unos 5000 euros; Pierre, su suegro, 161.000 euros; un tío de la familia, 9000 euros; Chantal, 137.000 euros y sus propios padres todos sus ahorros.
La farsa estaba perfectamente montada. Y duró 18 años. Cuando las cosas se complicaban, él encontraba siempre alguna buena excusa para conmover o parar los reclamos. En una etapa, hasta se inventó un linfoma, cáncer en la sangre. ¿Quién le reclamaría su dinero a un enfermo oncológico?
Por otra parte, Jean Claude, mantenía una férrea rutina de trabajo. A su familia le había prohibido llamar a su despacho del tercer piso del edificio de la OMS. No podía ser molestado. Por ello, para las urgencias, les dio un aparato de radiollamado. Mientras todos creían que estaba allí, en ese célebre y moderno edificio a pocos kilómetros de su casa, Jean Claude en realidad paseaba por bosques y montañas, lagos y caminos, shoppings y bibliotecas. Todos lo jueves, el “doctor” iba a dar cursos a Bourgogne, como pasaba cerca de lo de sus padres, desayunaba con ellos. Cuando “viajaba” les traía regalos “de aeropuerto” a sus hijos.
Actuaba su papel a la perfección cada día de su vida.
Pero algo cambió en la Navidad de 1992, pocos días antes de los asesinatos. Su castillo dorado de naipes comenzó a desmoronarse. Florence estaba muy molesta con él y tuvieron una fuerte discusión. Una vecina, cuyo marido también trabajaba en la OMS, le había contado del maravilloso árbol de Navidad que habían armado en el lobby del edificio de la organización. Había ido con su marido y sus hijos. Florence estalló de rabia y le recriminó a Jean Claude no haber tenido la delicadeza de llevarlos. ¿Por qué no los había invitado? Se quejó y se enojó más que nunca. Jean Claude se vio acorralado. Además, su madre le había pedido parte del dinero que tenía invertido con él. Y para colmo, su amante Chantal, también quería su plata. No había linfoma posible que parara estas demandas. El globo que había inflado durante tantos años estaba por pincharse.
Se dedujo que esta sumatoria de hechos lo habrían conducido a la decisión final: terminar con todos para evitar ser descubierto y tener que enfrentar el bochorno.
Quinta etapa: el suero de la verdad
Sobrevivir fue quizá su peor castigo. Tuvo que confesar sus mentiras: que no era médico especialista en enfermedades cardiovasculares; que había dejado sus estudios de medicina en segundo año de la carrera; que nunca tuvo un linfoma ni un tumor; que no trabajaba en la OMS en Ginebra, ni tenía oficina allí; que no había viajado jamás por trabajo; que nunca había dado conferencia alguna; que no había ganado un sólo sueldo en su vida; que había vivido con el dinero de las estafas a sus conocidos y parientes; que en vez de ir a trabajar había vagado por ahí todos los días durante años; que las vacaciones, colegios, el BMW y la nueva camioneta Range Rover los había pagado con el fruto de sus desfalcos. Esa era la insoportable verdad que exitosamente había ocultado durante 18 años.
Tiempo después de los asesinatos la familia Crolet recordó algo macabro. Pierre Crolet, el suegro de Jean Claude, había muerto el 23 de octubre de 1988, al caer de la escalera mientras estaba con su yerno. Y era precisamente él, Jean Claude, el que manejaba todo su dinero. Cualquier elucubración no sería desacertada.
Séptima etapa: haciendo memoria
Fue detenido, investigado y juzgado. El juicio terminó el 2 de julio de 1996 y Jean Claude Romand fue condenado a prisión perpetua con posibilidad de salir cuando llevara 22 años de encarcelamiento. Fue encarcelado en la prisión de Saint-Maur, en las afueras de Châteauroux.
Durante los seis días de audiencias el acusado no miró jamás a su familia política, no pidió perdón ni dio excusas. Sus respuestas a las preguntas fueron amables, pero más bien se mostró frío e imperturbable. Solo se lo vio conmovido al tercer día cuando estaban hablando de su perro.
Cuando Jean Yves Coquillat, el substituto del procurador, entró a la cocina de la casa de los Romand el 11 de enero durante la investigación, lo sorprendió un cartelito de Antoine pegado en la pared: “Papá, te amo”. El funcionario le admitió al canal de televisión France 2: “Parecía la casa de la felicidad”.
Demasiado perfecto para tan horrendo final.
Se calculó que la familia gastaba por mes unos 9150 euros. Y que esa fachada perfecta se le había vuelto insostenible al acusado.
Los psiquiatras que entrevistaron a Romand en aquel momento le diagnosticaron “desorden narcisístico de la personalidad”, con posibles tendencias psicopáticas.
De su vida afectiva trascendió que, durante su tiempo en la cárcel, habría tenido un romance con una ex maestra de Antoine.
En el año 2015 cumplió el tiempo indispensable que debía estar en prisión. Desde entonces, comenzó a pedir la libertad condicional a la que la familia Crolet se opuso fervientemente. El 8 de febrero de 2019 el Tribunal de aplicación de penas de Châteauroux estimó que liberarlo era prematuro y se lo denegó.
Jean Claude Romand apeló y la Corte de Apelaciones de Bourges esta vez se la concedió. La noche del viernes 28 de junio de 2019, a las 3.30 de la madrugada, Jean Claude Romand (que hoy tiene 66 años), salió de la prisión de Saint-Maur.
Está en libertad condicional y llevará un brazalete electrónico de seguimiento hasta el año 2021. Lo condujeron a su nuevo hogar: la Abadía benedictina de Fontgombault. Allí, en esa construcción que data del siglo XI, comparte su vida con 60 monjes. Tiene prohibido contactarse con los familiares políticos y directos que le quedaron. Tampoco puede hablar con la prensa de su caso.
Sus embustes, su ego desmedido y sus ansias de dinero fácil se escondieron detrás de su verde, lánguida y falsamente comprensiva mirada. Jean Claude Romand no solo asesinó a toda su familia, sino que logró engañar a todos los que lo rodearon durante su vida: amigos, médicos, profesores, amante, vecinos, maestros y psicólogos.
Ya han pasado 27 años desde aquella sangrienta madrugada en la que un padre de familia decidió cambiarse al bando de los asesinos seriales. Sin embargo, el asombro y el horror que provocaron sus atroces crímenes siguen habitando en la memoria estremecida de todos los franceses.
(Más sobre esta historia en Baja Libros, El día que me mataron, de Carolina Babliani)
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