Víctor Kemplerer, escritor y filólogo alemán, fue una de las tantas víctimas del nazismo. Perseguido, perdió su trabajo y su vivienda. Sólo estar casado con una mujer no judía le permitió salvar su vida. Pero lo que lo singulariza, fue su notable poder de observación. En el imprescindible La Lengua del Tercer Reich y en sus Diarios muestra esos años con un nivel de verdad y de perspicacia difícil de alcanzar. Las citas que se pueden extraer de sus textos son casi infinitas. Pero hay una que llama la atención de una manera asombrosa. Ese párrafo escrito en sus diarios no sólo demuestra la lucidez de Kemplerer; también acusa, señala con descaro, a aquellos que años después con el desastre desatado, con las persecuciones desembozadas prefirieron sostener que no sabían lo que estaba sucediendo.
En una entrada de sus diarios, de noviembre de 1933, muy pocos meses después de que se inaugurara Dachau, el primer campo de concentración y muchísimo antes de que los campos de concentración y exterminio integraran un extendido complejo cuyo fin inmediato era el asesinato de masas, Victor Kemplerer escribió: “En el futuro, creo, cuando se use el término campo de concentración, pensaremos en la Alemania de Hitler, sólo en la Alemania de Hitler”.
El 22 de marzo de 1933 se puso en marcha Dachau, el primer campo de concentración nazi. Hitler había llegado al poder a principio de ese año. Apenas un centenar de prisioneros. Presos políticos. Comunistas de Munich. Conservan sus ropas, su pelo, no son tatuados. Las instalaciones son deficientes pero el trato aún está dentro de los límites de la humanidad. Los presos escribían cartas, fumaban cigarrillos que les compartían algunos de los guardias y se alimentaban con comidas que cubrían sus necesidades. Quienes los vigilaban eran policías que agradecían haber sido trasladados a un puesto tan tranquilo. Pocas semanas después todo cambió. Las SS tomaron a su cargo el campo y las condiciones de conducta adquirieron una rigidez inusitada.
El 12 de abril de 1933, Erwin Kahn y otros tres dirigentes comunistas fueron asesinados por la espalda. Los disparos los alcanzaron cuando se opusieron al maltrato de uno de los guardias. Ellos fueron las primeras víctimas de Dachau y del sistema concentracionario. En 1945, cuando los lager sean desmantelados definitivamente y el nazismo derrotado, las víctimas serían 11 millones.
Siete años después se pondría en funcionamiento otro de los tantos campos de concentración que el Tercer Reich desparramó por todo el territorio que iba ocupando. En un lugar alejado de poblados, una especie de descampado gigante con unas pocas y vetustas instalaciones. Auschwitz. Puso a su cargo a Rudolf Höss, un arribista, un ambicioso que no conocía límites. En poco tiempo las instalaciones se multiplicarían. Los detenidos empezarían a llegar sin cesar. Y las muertes a producirse de una manera brutal y cotidiana.
Apenas recibió la noticia, el orgullo lo invadió. Era, sin dudas, un ascenso. Pero también un desafío. Montar un campo de concentración no era tarea para cualquiera. Si a Rudolf Höss, flamante comandante a cargo de Auschwitz, le hubieran dado a elegir, habría elegido un terreno pelado, vacío de toda edificación, empezar de cero. Aquí debía acondicionar barracas abandonadas, graneros deteriorados y caballerizas con las estructuras en estado de putrefacción.
Pocos días después de recibir el nombramiento llegó a su nuevo destino laboral. Era el 4 de mayo de 1940. Con él llegaron otros oficiales de bajo rango. Pidió más colaboradores pero se los negaron. La guerra exigía todos los recursos posibles. Debía arreglárselas con lo que tenía a mano. Höss estaba disconforme con su segundo y con el intendente del campo. Pero esa falta de acuerdo entre ellos, las diferencias, no eran algo casual. Estaban calculadas en el diseñado imaginado desde la cúpula de Reich. De esa manera, unos se controlaban a otros, la desconfianza y ese equilibrio de diferencias, le aseguraban a sus superiores enterarse de las cosas importantes; todos estaban dispuestos a traicionar al otro. Y el recelo mutuo y persistente evitaba que se relajaban. El plan criminal necesitaba que todos estuviesen alertas.
En el momento en que se decidía la localización del nuevo campo de concentración, alguien propuso el de un asentamiento que estaba en las afueras de Cracovia, a unos 40 kilómetros de la ciudad, que había sido usado durante la Primera Guerra Mundial para alojar temporalmente a los trabajadores que iban camino hacia Alemania. Después fue utilizado por el ejército polaco y en 1939, en medio de la invasión alemana, se alojó por un breve periodo a un grupo de prisioneros políticos.
Unos meses después, ya en 1940, alguien se acordó de Auschwitz. Luego de una inspección llevada a cabo por oficiales de la SS, se analizaron una serie de ventajas y desventajas. Los inconvenientes eran varios: las instalaciones requerían mucho trabajo para ser puestas en condiciones, eran demasiado antiguas y estaban abandonadas, en un estado deplorable; las aguas del subsuelo eran de poca calidad; el sitio estaba muy alejado; la ubicación entre dos ríos, el Vístula y el Sola, convertía al terreno en victima constante de inundaciones.
Sin embargo, los expertos de la SS encontraron también varios puntos a favor que, finalmente, determinaron que el campo se instalase allí. La lejanía, mirada desde otro punto de vista, podía transformarse en una virtud; significaba la posibilidad de alejarse del escrutinio ajeno, ese distanciamiento permitiría poder actuar sin levantar demasiadas sospechas. También pesó a favor de la elección final que hubiera algún tipo de estructura levantada; creyeron que eso se traduciría en menos trabajo para montar las instalaciones. Otro elemento importante fue la enorme extensión de tierra con la que contaban por si deseaban ampliarlo. Pero el factor decisivo, el que provocó la radicación del nuevo campo, fue que quedaba cerca de un centro ferroviario; de esa manera los trenes cargados de prisioneros llegarían sin mayores dificultades.
Al momento de la creación de Auschwitz, la población de los campos de concentración nazis ya era superior a 30 mil presos. Por eso salieron a buscar nuevos lugares. Ese número, unos pocos años después, parecería una nimiedad. Sólo en Auschwitz fueron asesinadas más de un millón de personas.
El 20 de mayo de 1940, hace ochenta años, llegaron los primeros prisioneros. Tan solo treinta. Delincuentes comunes, gente de avería que, ante la falta de recursos, la dirección de campos le enviaba a Höss para que se pusieran a sus órdenes. Nada nuevo. Era un modelo que provenía de otros establecimientos. Esos treinta serían los primeros Kapos, los que siendo prisioneros sojuzgarían al resto de los prisioneros, los que descargaron su sadismo y cuota de poder sobre otros de su misma condición. Los Kapos, una institución que sería vital en Auschwitz, debían mantener la disciplina y asegurarse de exprimir a los prisioneros a su cargo. Los oficiales nazis les imponían la obligación de que la gente a su cargo tuviera una determinada capacidad de trabajo, una productividad. Esa era la exigencia. Pero no había normas de conducta para ello. Los Kapos tenían vía libre para sojuzgar, maltratar y hasta matar a los que no fueran productivos (o a los que no les cayeran en gracia). Son varios los testimonios que afirman que muchos de ellos terminaron con la vida de prisioneros a patada limpia. El que no se mostrara duro con sus subordinados sería destituido. Ninguno que se excediera en su crueldad recibía sanción. Primo Levi en Los Hundidos y los Salvados categoriza a los Kapos. Señala que los primeros convocados eran “reos comunes sacados de las cárceles, a quienes la carrera de esbirros ofrecía una excelente alternativa a la detención”.
Los treinta prisioneros pioneros de Auschwitz ejercieron esa cuota de autoridad, inestable y aplicada contra alguien infinitamente debilitado, que les otorgaba el poder nazi en la primera ocasión que tuvieron. El primer contingente de prisioneros, 728 polacos que arribaron el 14 de junio, provocaron el ascenso inmediato de esos treinta delincuentes. De meros prisioneros pasaron a ser Kapos. Y apenas tomaron contacto con sus nuevos subordinados descargaron su furia contra esas personas. Casi todos los recién llegados eran jóvenes acusados de subversión, de llevar adelante acciones anti alemanas. En minutos la ropa que traían se cubrió de su propia sangre. El recibimiento fue un buen anticipo de lo que les esperaba.
A fines de 1940, la población de Auschwitz ya era de 8 mil detenidos. Luego el numero crecería exponencialmente. Las instalaciones crecían a medida que llegaban los trenes repletos.
Auschwitz llegó a tener tres grandes complejos diferenciados y decenas de campos satélites. Auschwitz I fue este sitio original que terminó siendo utilizado como la sede administrativa del complejo. Auschwitz II o Birkenau fue el campo de exterminio. El lugar del que se salía por la chimenea. Allí estaban las cámaras de gas, los crematorios, la más cruel fábrica de muerte creada por el hombre en el siglo XX. El tercer sector era Auschwitz III- Monowitz, un campo de trabajo esclavo con fábricas que se dedican a suministrar elementos para la guerra.
El lugar crecía a medida de la demanda. El orgullo de Höss era conseguir que su campo fuera el más grande, el que mejor satisficiera los deseos del Fuhrer. Al año y medio de su apertura ya era el principal campo de concentración. Había modificado su fin inicial tal como afirma Nikolaus Wachsmann en su monumental Una historia de los campos de concentración nazis: “Hoy, Auschwitz es sinónimo de Holocausto, pero en sus orígenes se construyó para imponer el dominio alemán sobre Polonia”.
Rudolf Höss había trabajado antes en Dachau y en Sachsenhausen. Había realizado el cursus honorum concentracionario hasta llegar a lo más alto del escalafón. De esas experiencias previas trajo varias ideas e instituciones que replicó en Auschwitz. Otro de las cosas que quiso copiar de su antiguo trabajo en Dachau fue el cartel de entraba al campo. Arbeit Macht Frei. El trabajo los hará libres. No había ironía en el mensaje. Tan sólo cinismo. Tampoco era una promesa que ya sabían que iban a incumplir; no había sido puesto con la intención que quienes entraban allí creyeran que si trabajaban duro podrían llegar a ser liberados. Nada de eso. Era una especie de mensaje que hoy llamaríamos new age, un llamado al sacrificio personal, al trabajo incansable como forma de liberación personal. Aunque, posiblemente, no haya que buscarle demasiado sentido. y tan sólo se tratara de la ambición de Höss de copiar el cartel que su antiguo superior había puesto en Dachau.
Höss rebuscó entre el primer cargamento de prisioneros que llegó al campo: 728 polacos que arribaron el 14 de junio provenientes de la cárcel de Tarnow. Ese fue el primer contingente que llegó a esta fábrica de muerte que se estaba poniendo en marcha. A esos les tocaría, en jornadas de trabajo de hasta 20 horas de extensión, montar las instalaciones del campo y refaccionar las que ya existían. En ese primer contingente encontró a Jan Liwacz, un herrero de 42 años. Liwacz había sido detenido en octubre de 1939; en esos meses lo habían paseado por varias cárceles polacas hasta que lo destinaron a Auschwitz dentro del primer contingente. En los primeros días tuvo que hacer barandas, rejas y otras estructuras. Hasta que una tarde, el comandante del campo le encomendó una tarea especial. Debía confeccionar el cartel de entrada. Liwacz forjó una a una las letras y creó el soporte. Pero en el momento final quiso dejar su marca en el trabajo, quiso deslizar un sutil gesto de resistencia. Puso al revés B de Arbeit. Y así perdura hasta hoy.
Auschwitz inauguró una modalidad. Y fue la de instalar el trabajo esclavo y agotador desde el inicio de sus operaciones. El modelo fue copiado por el resto de los lager que se abrían a lo largo del territorio del Tercer Reich. Todos los prisioneros debían trabajar en la construcción del campo. Con sus propias manos y esfuerzo debían erigir los lugares que servirían para su sometimiento y asesinato. Construían los caminos, las rejas, instalaban los alambres de púas, erigían las barracas en la que dormían hacinados. Ya desde el principio la alimentación y el abrigo eran deficientes y la exigencia laboral desmedida. Las muertes se convirtieron en algo cotidiano, en una posibilidad cierta, en un destino inminente.
Luego de esos treinta delincuentes comunes que arribaron en mayo de 1940, más de un millón cien mil personas fueron destinados a Auschwitz. Alrededor de un millón de ellos fue asesinado. Judíos, polacos, gitanos, opositores, comunistas, prisioneros de guerra, homosexuales, discapacitados.
Fueron casi cinco años de locura asesina, de perfeccionar un método criminal inédito.
En los últimos meses de guerra el apetito homicida no estaba saciada. Cientos de miles de húngaros fueron masacrados en esas instalaciones.
Ante la llegada del Ejército Rojo, las autoridades abandonaron el lugar obligando a todos los detenidos que podían tenerse en pie a partir con ellos en un peregrinaje demencial que provocó la muerte de decenas de miles.
El 27 de enero de 1945, el ejército soviético ingresó al campo. Sus soldados no podían dar crédito a lo que veían.
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