Una mujer camina con dificultad entre las piedras. Arrastra un carro con unas pocas pertenencias, lo único que le quedó. En la cara lleva todo el cansancio y el dolor posible. Detrás de ella, sus hijos. La más chica debe tener 6 y el más grande 12. Están abrigados, un pañuelo cubre sus bocas y sus miradas están vacías. Alrededor, cada edificio, que se ve está destruido. Solo quedan estructuras corroídas por las bombas. En toda la ciudad no debe haber resistido el vidrio de ninguna ventana. Por esos huecos se asoman brazos de fuego. No se distingue la calle de lo que fue la vereda. Los escombros se amontonan con desorden en cada metro cuadrado. Las columnas de humo, erguidas y fantasmales, funcionan como telón de fondo. Berlín, mayo de 1945. El que pensó que lo peor ya había pasado se equivocó.
Se cree y se repite que luego del suicidio de Adolf Hitler el 30 de abril, la capitulación alemana del 8 de mayo, el triunfo definitivo de los Aliados (y por ende la derrota total del nazismo) y el descubrimiento de los campos de concentración, una nueva era comenzaba en Europa. El nazismo había sido vencido. La Hora Cero de Alemania (y del nuevo mundo). En alemán, no sorprende, hay una expresión para denominar ese momento: Stunde Null. Un quiebre radical con el pasado. Y un nuevo comienzo. Suele creerse que a partir de ese momento todo cambió para mejor. Pero para que eso sucediera tuvo que pasar mucho tiempo, demasiadas muertes y atravesar desgarros inimaginables.
El Ejército Rojo avanzó sobre Alemania por el Este hasta llegar a Berlín. Lo hizo antes que los norteamericanos. Era una carrera que Iosif Stalin deseaba ganar. Mientras la aviación norteamericana provocaba una lluvia torrencial de bombas sobre la ciudad, los cañones soviéticos derribaban las últimas defensas y cientos de miles de sus hombres tomaban Berlín.
Esa Hora Cero se convirtió en un tiempo tenebroso para los alemanes. No se trataba de la humillación de la derrota. Ni siquiera de la destrucción de sus viviendas e industrias. Fue todo mucho peor.
La escasez de comida en los últimos días de la guerra se transformó en un problema severo. Cuando algún producto llegaba a un negocio, la voz corría a gran velocidad y se formaban largas colas. A veces la necesidad era tan grande que las filas se mantenían invariables en medio de los bombardeos. Los que la integraban no se movían de su sitio, no corrían como hubieran hecho en otro momento a un refugio antiaéreo, para no perder su lugar. Los alimentos estaban racionados y cada vez había menos.
La comunicación también se había vuelto irregular. Los diarios casi no salían. Tampoco había papel. Cada tanto aparecía uno con apenas dos hojas. Y pese a la censura las noticias eran muy malas. La radio pasaba informes que tampoco favorecían al optimismo. El final parecía inevitable y los rumores que corrían entre los berlineses aseguraban que los soviéticos iban a dejar morir de hambre a los alemanes. Pero con la derrota concretada, si bien la comida desapareció un par de días, el Ejército Rojo dio de comer a los alemanes.
El general Berzarin ordenó instalar cocinas de campaña en las calles destruidas para alimentar a la población civil. Los grandes depósitos con comida, que antes se comerciaban en el mercado negro, fueron saqueados por los soldados soviéticos que utilizaron esos bienes para saciar su hambre y para conseguir saciar otros apetitos. Más allá de que empezó a funcionar el trueque como paliativo, muchos alemanes también robaban. Se instaló un nuevo término: Fringsen que siginificaba algo así como “robar para subsisitir”. Se originó en unos dichos de un cardenal de Colonia, Joseph Frings, que dio su bendición a los que robaban para alimentar a sus familias. Existen también rumores de que ante el desesperante cuadro hubo quienes incurrieron en el canibalismo.
Alemania estaba devastada. El 80 por ciento de su infraestructura fue destruida. En Berlín la cantidad de escombros se contaba por millones de toneladas. Algunos calculan la cifra en 75 millones de toneladas. Un tercio de las viviendas estaban completamente deshechas. Toda la ciudad era un gigantesco y decadente incendio. Vasili Grossman dijo que “desde afuera de la ciudad se veía un incendio espeluznante, el peor que he visto en mi vida (y he visto muchos)”. No había suministro de agua, luz y gas. Era un paisaje postapocalíptico (en el sentido literal del término).
Las autoridades soviéticas ordenaron trasladar a Moscú las instalaciones científicas y tecnológicas que se encontraran. Pero la operación resultó un fracaso. El traslado era demasiado extenso, los equipos científicos de demasiada precisión y las condiciones de embalaje no fueron las mejores. De esa manera esos laboratorios montados en tierras soviéticas no sirvieron para nada. Lo mismo sucedió con algunas industrias. Y aquello que no podían ni siquiera intentar trasladar era destruido.
Los soldados del Ejército Rojo recibieron un permiso especial. Podían enviar un bulto de hasta 5 kilos a su hogar. Los soldados mandaban, literalmente, cualquier cosa. Jarrones, manteles, lámparas, lapiceras, joyas, zapatos, vestidos, tapados. Todo era producto de un saqueo sistemático y descontrolado.
Anthony Beevor en su libro Berlín. La caída cuenta que un soldado quiso despachar a su casa una sierra, sin ningún embalaje y con la dirección de la casa del padre escrita en la hoja. Otras llevaban cajas con un peso que superaba en tres o cuatro veces el límite permitido. Exigían que igual las hicieran llegar a la Unión Soviética en virtud del esfuerzo realizado en la campaña. Uno de los bienes más preciados eran los relojes. Los rusos demostraban devoción por ellos. Los berlineses eran interceptados por las calles y el artefacto arrancado de su muñeca. Varios soldados llevaban en cada brazo tres o cuatro relojes.
Aglia Nesteruk, una sargento de transmisiones, le contó a la Premio Nobel Svetlana Alexievich: "Algunos enviaban zapatos. Los alemanes los hacían muy resistentes, relojes muy buenos, tapados de piel. Yo fui incapaz. No pude agarrar nada. Cuando volví le conté a mi madre, ella me abrazó: ‘Yo tampoco hubiera podido agarrar nada. Ellos mataron a tu padre’”.
La ciudad se convirtió en un “coto de caza” de mujeres de todas las edades. Los soldados soviéticos se dedicaron a violarlas bajo cualquier circunstancia. Adolescentes, adultas, ancianas, fuertes o enfermas fueron sometidas por soldados que celebraban con algarabía cada uno de estos violentos abusos. De nenas de 12 años a señoras de 70. Según el historiador William Hitchcock la mayoría fue abusada en repetidas ocasiones. Algunas sufrieron 60 violaciones. Se calcula que 10 mil mujeres murieron a causa de estos hechos ya sea directamente por las agresiones recibidas, por complicaciones con los abortos o por suicidio.
“Recuerdo a una alemana violada. Yacía desnuda y en la entrepierna le habían metido una granada. Ahora siento vergüenza pero en ese momento no la sentí. Una vez unas mujeres alemanas llegaron a nuestro batallón para ver al comandante, lloraban. Cuando el médico las revisó vio que tenían heridas ahí. Estaban completamente desgarradas. Las bombachas estaban completamente teñidas por la sangre”, dice A. Ratkina en el testimonio recogido por Alexeivich en La guerra no tiene rostro de mujer. La mujer luego le pidió a Svetlana que no publicara eso, que borrara el cassette, al tiempo que decía: “Es verdad. Todo es verdad”.
La comandancia del Ejército Rojo se mostró complaciente con estas aberraciones. No había órdenes pero tampoco castigos ni voluntad de interrumpir la cadena de atrocidades. Algunos sostienen que hubo un periodo de gracia en el que se permitía cualquier cosa. La represión y sanción de las violaciones tardó meses en llegar. Alguna vez alguien se animó a reclamarle a Stalin, quien respondió: “Eran muchachos que hicieron miles de kilómetros luchando, arriesgando su vida, tenían derecho a pasarla bien con una mujer y quedarse con algunas nimiedades para mandar a sus familias”.
Una periodista llevó un diario de esos días de 1945. Con el tiempo ese cuaderno fue encontrado y publicado, con el título de Una mujer en Berlín. La autora permaneció en el anonimato. El texto es un testimonio cruel, seco y revelador. Cuenta como un atardecer la vinieron a buscar para que con sus conocimientos rudimentarios de ruso hiciera desistir a unos soldados soviéticos de violar a la dueña de un local de venta de bebidas alcohólicas. La mujer tenía varios kilos de más. Los soviéticos las preferían de esa manera, consideraban que más carne implicaba más vida. El primer blanco de los violadores eran las mujeres más rellenas. Pero en Berlín eran pocas las personas que mantenían su peso. La mayoría había bajado muchos kilos en los últimos meses. Pero como el negocio de la señora funcionaba (todos compraban alcohol para olvidar los malos momentos) se convirtió en uno de los primeros objetivos de las violaciones. Cuando nuestra periodista fue a mediar encontró a la mujer en el suelo rodeada de soviéticos en medio de un refugio. Había muchos otros civiles alemanes que miraban impávidos. La conversación con la recién llegada distrajo a los soldados que salieron del refugio para parlamentar e hicieron que ella los siguiera. Ya en el pasillo comenzaron a tironear de la intérprete. Rasgaron su vestido, destrozaron la ropa interior. La puerta del refugio se cerró de inmediato. La habían dejado sola. Cuando los tres soldados soviéticos se cansaron y se marcharon, ella regresó pero para que le abrieran tuvo que asegurarles que los soldados se habían ido. Cuando ingresó, los increpó porque la habían abandonado. Nadie pudo mirarla a los ojos.
La autora, al avanzar las páginas de ese libro extraordinario que refleja los hechos y la atmósfera de esos días en Berlín, cuenta que negoció con ella misma para intentar sobrevivir y aceptaba las visitas de un comandante del Ejército Rojo. De esa manera dejaba de ser la presa de decenas de soldados. Entre un episodio y otro solo había pasado una semana.
A veces, sin embargo, no se trataba de un ataque artero en una calle o en la intrusión a un domicilio privado. A algunas mujeres les golpeaban la puerta con comida en la mano. Algún oficial traía un pedazo de carne o algunas verduras para que la alemana que vivía en ese lugar le cocinara. Ellas debían simular que todo estaba bien, que se trataba de una situación natural. Luego de la amable cena, el militar abusaba sexualmente de la dueña de casa.
Vassili Grossman, corresponsal de guerra y autor de Vida y Destino, cuenta que un francés se le acercó y lo alertó: “Lo que sus soldados están haciendo con las mujeres es una vergüenza imperdonable”.
Los soviéticos acumulaban odio contra los nazis. Cualquier “devolución” les parecía apropiada, nada era desmedido para ellos. Los habitaba la convicción de que los alemanes se merecían lo peor. La anuencia y falta de castigo por parte de las autoridades de la fuerza vencedora colaboró para que las violaciones se repitieran. La impunidad era la norma. A todo ella debe tenerse en cuenta la deshumanización que provoca la guerra, que hace que aún lo más aberrante parezca soportable o proporcionado.
Svetlana Alexeivich recoge otro testimonio: “Éramos jóvenes, fuertes y hacía cuatro años que no estábamos con una mujer. Entonces salimos a cazar alemanes. Diez hombres abusaban de una chica. No había demasiadas mujeres. Se escapaban y escondían. Entonces si encontrábamos a una chica de 12 o 13 la agarrábamos. Si gritaba mucho le poníamos un trapo en la boca. Nos parecía divertido en ese momento. Recién ahora me doy cuenta de lo que hacíamos. Pero ese era yo”.
Otro punto fue la bebida. Los jerarcas nazis habían decidido no destruir las reservas de alcohol del país en su repliegue hacia Berlín. La hipótesis que manejaron era que los soviéticos, con su propensión cultural al alcohol sumada a la larga abstinencia, arrasarían con esas bebidas almacenadas y su capacidad de combate disminuiría de manera notable. Creían que esa era su chance de vencerlos. Pero el cálculo, una vez más, resulto erróneo. Ese alcohol tomado desbocadamente convirtió la situación en más inmanejable todavía.
Estos sucesos no fueron demasiados difundidos. Primó el silencio y el ocultamiento durante décadas. Lo motivos fueron diversos. Por un lado el régimen soviético desmintió y desestimó las acusaciones. Como solía hacer, el Kremlin aducía que todo se trataba de una campaña de desprestigio coordinada desde Occidente, que el Hombre Nuevo Comunista era incapaz de tales actos. Por su parte las mujeres alemanas callaban por vergüenza; ocultaban el ultraje para evitar ser mal miradas, para no tener que cargar con semejante peso. Pero en Alemania había otra causa de silencio: los hombres de esas mujeres las hacían callar; eran ellos los que no querían que esas historias terribles tuvieran difusión. En algún momento, al haber sido tan frecuentes las violaciones, las mujeres empezaron a compartir sus experiencias entre sí. Eran muchas las que habían sufrido lo mismo. De esa manera, las experiencias individuales, se transformaba en una experiencia colectiva. Las excepciones eran las que habían logrado evitar ser violadas.
Las cifras que los historiadores manejan son escalofriantes. Se cree que hubo en ese periodo alrededor de dos millones de violaciones en toda Alemania. Algunas mujeres eran abusadas por 20 hombres que se turnaban. Aumentó también el número de abortos de manera drástica. Se calcula que el 90 por ciento de los embarazos producto de esos eventos fueron interrumpidos en clínicas de Alemania. Hubo un incremento dramático en los casos de suicidios femeninos y de las muertes provocados por estos. A los chicos que nacieron nueve meses más tarde se los conoció como Los bebés rusos.
Alemania, en esos meses después de la rendición, fue el escenario del fenómeno más significativo y terrible de violaciones masivas en la historia moderna.
SEGUÍ LEYENDO: