Anochece. El colectivo, algo desvencijado, se bambolea por las calles irregulares. A la altura de San Fernando quedan pocos pasajeros. Apenas pasaron unos minutos de las 8 de la noche. Ricardo Klement se levanta de su asiento, toca el timbre y mientras baja, saluda al chofer con un cabeceo leve a través del espejo de la puerta trasera. Saca la linterna del bolsillo del pantalón y con paso vencido enfila hacia su casa. Tiene 54 años pero parece de muchos más. Piensa en el trabajo en la fábrica, en que la vida no siempre es lo que uno espera. Hace quince años que escapa, pero él -raras volteretas de la mente- no se considera un fugitivo. Arrastra los pies. El polvo de la calle de tierra se mete por el costado de sus mocasines. A unos ochenta metros de distancia, por la misma calle Garibaldi, está su casa. La tenue luz de la linterna le marca el camino. Pasa por el costado de un auto. Adentro hay gente pero él no les presta atención. Sigue adelante ensimismado en sus pensamientos. Sólo atina a levantar la cabeza para ver si por la ventana de la precaria vivienda ve jugar a su hijo menor reflejado por el farol de noche. De pronto, un cimbronazo. Un golpe brutal lo derriba. Algo, todavía no sabe qué, lo arrolló por la espalda. Su cara pega un latigazo contra la tierra. En la caída piensa que se le va a arruinar la ropa, que el sweater beige no va a servir más, que justo ese día se puso su mejor camisa. Alguien lo retiene con fuerza y la aprieta contra el piso. La fuerza no es necesaria: él no se resiste. Alguien le tapa la cabeza con un trapo. Son varias personas, pero no sabe cuántos. Lo levantan y lo tiran en el piso del asiento trasero de un auto. Escucha los cachetazos sordos de las puertas cerrándose y el ruido del motor que arranca. Una mano se posa en su cuello. Le busca las pulsaciones. Quiere comprobar que la presa esté viva. Pero la tarea era innecesaria. Ricardo Klement tiembla espasmódicamente mientras el auto escapa por la ruta. Esa es la mejor prueba de vida.
El viaje dura un tiempo indeterminado. Maniatado y con la cara tapada, los minutos transcurren con imprecisión. El silencio durante el viaje fue total. Sólo se escuchaba el castañeo de sus dientes aunque no hiciera demasiado frío. Entran a una casa. Percibe, por los movimientos, que hay al menos una decena de personas. Alguien lo empieza a revisar. Le saca la camisa. El trámite se hace sin violencia. Él colabora. De pronto en la axila, un tatuaje. El médico lo mantiene con el brazo en alto para que los demás vieran el hallazgo. Ése es el preciso instante en que él se convence, en que sabe que está perdido. Escucha una voz, la primera desde que ingresó en la casa: “¿Cuál es su nombre?”. “Ricardo Klement” contesta remedando una dignidad que perdió hace rato.
Otra voz menos amable reitera la pregunta. La respuesta otra vez no es acertada. “¿Cuál era su número de afiliado al partido nazi?”. Contesta con celeridad. “¿Y el número de miembro de las SS?”. Casi sin pensar, con parsimoniosa seguridad, también responde. El silencio abruma. Con el torso desnudo y los ojos tapados asume que el escape llegó a su fin. La fuga había terminado después de quince años. No sabe cuál será su destino. No sabe lo que esos hombres que lo rodeaban harán con él. Sólo lo invade una certeza. Ya nadie, nunca más, lo llamará Señor Klement.
Resignado, no espera la siguiente pregunta. Y dice en su idioma de origen: “Ich bin Adolf Eichmann”. Yo soy Adolf Eichmann.
Era el 11 de mayo de 1960. Un comando israelí liderado por Isaac Harel, jefe del Servicio Secreto de su país, secuestró en San Fernando, provincia de Buenos Aires, a Adolf Eichmann, el criminal de guerra nazi. El arquitecto del Holocausto, el burócrata que organizó el traslado de prisioneros y la logística para la masacre. Doce días después aparecería en Israel y conmocionaría al mundo. Por primera vez en esa tierra se juzgaría a un responsable de la Shoah.
Otto Adolf Eichmann había nacido en Solingen, Alemania, el 19 de marzo de 1906. Ingresó, en Austria, en 1932 al partido nazi. En 1938, pasó a ocuparse de los asuntos judíos. Era su especialidad.
De allí en adelante, se encargó de cumplir los deseos del Führer: dejar Judenrein los territorios del Tercer Reich, es decir libres de judíos.
Lo hizo como el más aplicado de los alumnos. Organizó los traslados de los judíos en tren desde los diferentes territorios. En plena guerra, con los trenes ocupados en traslado de tropas y en el abastecimiento de armamento y provisiones, con largos tramos de vías destruidos por los bombardeos, los trenes de Eichmann salían siempre puntuales y con su capacidad colmada. Si es bien conocido (y generalmente mal citado) el concepto de Banalidad del Mal creado por Hannah Arendt, mientras asistía al juicio, para describir a Eichmann, tal vez sea Primo Levi quien con más contundencia lo defina y describa la singularidad de su trabajo e influencia: “Las grandes fieras de la historia, los Hitler, Los Himmler, los Goebbels, habrían pasado como siniestros meteoros por el cielo de Europa si no hubieran existido mil fieles ejecutores ciegos -los Eichmann, los Höss, los Baer- de las órdenes recibidas. Estos fueron los hombres más peligrosos del siglo XX”
Aunque siguió desempeñando su tarea hasta el final, Eichmann supo en los últimos meses de 1944 que todo estaba perdido. Pero no sabía hacer otra cosa que obedecer, que llevar adelante un plan ejecutado por otros. En conversaciones con oficiales nazis dijo que estaba considerando suicidarse. En una de las escasas visitas a su familia les dejó pastillas de cianuro para que se suicidaran en caso de que fueran atrapados por los soviéticos. Aunque también expresó que su intención era refugiarse en las montañas junto a un grupo de seguidores para resistir si se presentaba la ocasión. A su mujer y a sus hijos los escondió en Austria. El 5 de mayo de 1945, cuatro días después de conocido el suicidio de Hitler, y a dos de la rendición alemana, Eichmann todavía seguía en tareas. Prolongaba la ilusión. Aunque, previsor, mandó destruir toda la documentación de su oficina. Cada uno de los minuciosos registros de movimientos de prisioneros, de partidas y llegadas de trenes, y cada orden escrita fue a parar a una hoguera. Ese 5 de mayo luego de realizar un trámite final en el campo de Terezin, se quitó su uniforme, lo tiró en el baúl de su auto oficial e intentó abandonar su pasado. Con una ajada chaqueta de aviador, la compañía de su asistente Rudolph Jänisch y una nueva identidad, salió caminando del campo de concentración. A partir de ese momento se llamaría Adolf Barth. Caminó durante tres días. Quería llegar a Austria. Creía que ahí podía permanecer oculto. Se sentía mal. Había perdido todo poder, estaba preocupado por su familia, el cansancio y el hambre lo abrumaban. La derrota en la guerra, por más previsible que se había vuelto, dolía. Pero lo que más lo preocupaba era otra cosa. “Sentía que partir de ese momento debía vivir una vida difícil, sin jefes, sin recibir órdenes de nadie, sin leyes que obedecer. En suma, una vida que jamás había conocido” dijo varios años después.
Esa fuga duró sólo tres días. Al costado de un camino, exhausto, fue encontrado por una patrulla de soldados norteamericanos. Algunos dicen que la comandaba el General Patton. Fue llevado al campo de prisioneros de Daggendorf. Allí se amontonaban miles de soldados alemanes. Los Aliados intentaban identificarlos. Pero la tarea era muy compleja. Naturalmente nadie confesaba ser un jerarca nazi o un criminal de guerra y cada vez que les pedían papeles aducían haberles perdido en el fragor de la guerra. Eichmann dijo llamarse Barth y, naturalmente, ningún Barth estaba en la lista de criminales que buscaban. Pero había dos peligros que acecharan. Que alguien los reconociera y los delatara o que en una revisación le descubrieran el tatuaje de las SS. Aprovechando el caos que reinaba, Eichmann se escapó del campo de prisioneros. Estuvo dos días en libertad hasta que otra patrulla norteamericana lo apresó y lo llevó al campo de prisioneros de Weiden Oberpfals. Ahí brindó una nueva identidad, dijo ser Otto Eckmann. Pasó, una vez más, desapercibido. En enero de 1946 logró escapar junto a un grupo de detenidos. Y adoptó un nuevo nombre Otto Henninger. Vestía con ropas raídas, su aspecto era famélico pero, en esos días, no sorprendía alguien así: casi todos se parecían.
Consiguió trabajo como leñador en el norte de Alemania. Así pasó casi cinco años moviéndose entre pequeños pueblos y campos de la zona haciendo, sobre todo, trabajos agrícolas. Estaba desconectado de todo. Aunque a sus oídos había llegado la noticia de que en los Juicios de Nuremberg su nombre había aparecido en varias oportunidades. Ya no era un desconocido. Los juicios no terminaron sólo con la condena a los principales líderes. Por toda Alemania se juzgó a miles de nazis durante varios años. A muchos se los condenaba a muerte. Y en cada uno de esos procesos, su nombre era mentado. Ya no quedaban dudas del papel que Adolf Eichmann había ejercido.
En 1950 abandonó el escondite y se dirigió hacia Italia, hacia Génova. Alguien lo había contactado. Tenía la posibilidad de escapar. Y, si tenía suerte, hasta de encontrarse con su familia en un tiempo. Un nuevo continente, una nueva vida, y dejar atrás el fantasma de juicios y condenas. Un camino a la impunidad. El Camino de las Ratas.
El largo trayecto atravesando Europa lo hizo en camiones, trenes de carga y a pie. Debía llegar a Italia. En Roma lo resguardaron -lo escondieron- en un convento. Recibió nueva documentación falsa. La identidad que mantendría durante la siguiente década. A partir de ese momento, y hasta su caída, sería Ricardo Klement. Luego el viaje a Génova. El sistema, ya en Italia, estaba aceitado. Miembros de la Iglesia protegían y ocultaban a los nazis, la Cruz Roja les proporcionaba pasaportes de refugiados y el consulado argentino aprobaba que se embarcaran hacia nuestro país. Un triángulo eficaz que solventó la huida de centenares de criminales. Se calcula que después de la guerra y hasta principios de la década del cincuenta ingresaron casi 50 mil alemanes a la Argentina. Varios centenares de ellos eran criminales de guerra.
Apenas el Giovanna C, de la línea Costa, zarpó del puerto de Génova, Eichmann (ahora Klement) sintió que se había salvado, que a miles de kilómetros de distancia, con un océano de por medio, ya no lo podrían encontrar. Que Adolf Eichmann se evaporaría en el aire y ya nadie lo recordaría. De su vida anterior sólo aspiraba a recuperar, cuando se pudiera, a su familia. Estaba ilusionado. ¿Acaso no decían que Argentina era la tierra de las oportunidades? Él ya había pasado malos momentos. Tenía todavía la fuerza para empezar de nuevo.
En el barco había 1500 pasajeros. Él compartía camarote con otro alemán, un siciliano y un español. Todos querían empezar de nuevo.
Al mes, el 15 de julio de 1950, llegó a Buenos Aires. La ciudad lo deslumbró. Y se dio cuenta que la cadena de asistencia no se había cortado en Italia. A los 15 días lo acompañaron a tomarse un tren hacia Tucumán. Allí tendría nuevo trabajo. En Tucumán lo estaban esperando. La red que habían montado Ricardo Fuldner y Rudi Freude extendía sus brazos de protección a nazis diseminados por todo el país. Eichmann empezó a trabajar enseguida como operario en la empresa CAPRI, propiedad de Fuldner.
Un año y medio después toda su familia arribó al país. Klement, en sus años argentinos, trabajó como mecánico, en una fábrica de jugos y hasta tuvo una tintorería. No logró levantar cabeza. Con los años se mudó a la zona Norte de la Provincia de Buenos Aires. Durante un tiempo alquiló una casa en la calle Chacabuco en Olivos. Luego logró comprar un terreno en San Fernando, el de la calle Garibaldi. No había luz eléctrica ni agua potable y estaba alejado, pero era barato. En ese sitio de a poco se puso a construir la casa familiar. La familia tenía un nuevo integrante, un hijo que había nacido en Argentina. Le habían puesto, supuestamente el nombre del padre: Ricardo.
En 1959 consiguió uno de los mejores trabajos en estas tierras. Con la reapertura de la fábrica Mercedes Benz le dieron un puesto para controlar la planta. Casualmente el trabajo le llegaba de una empresa de origen alemán manejada por un empresario fuertemente identificado con el peronismo como Jorge Antonio. Ricardo Klement creyó que habían vuelto los buenos viejos tiempos. Que de ahora en adelante las dificultades serían menores, que la casa estaría terminada en un tiempo, que sus hijos tenían posibilidades de forjarse un futuro en este nuevo país y, fundamentalmente, que el pasado ya no lo alcanzaría.
Pero se equivocó. Él nunca dejaría de ser Adolf Eichmann.
Se dio cuenta de su error esa noche en que su cara golpeó pesadamente contra la tierra de Garibaldi, la remota calle de San Fernando.
Mañana: La historia completa del audaz secuestro de Eichmann
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