Un camión atraviesa pesadamente la oscuridad. Se bambolea entre los adoquines. Son las 3 de la mañana del 29 de abril de 1945. El camión se detiene al llegar a la Plaza de Loreto de Milán. No hay nadie en las calles. Unos hombres desde la caja trasera lanzan pesados bultos que rebotan contra el piso de tierra levantando polvo. El ruido sordo de cada golpe hace eco en la noche templada. Unos minutos después, el camión arranca. Sólo se escucha el trabajo del motor que se marcha y alguna risotada del que maneja.
Cuando amanezca, la noticia correrá con una velocidad inusitada pero comprensible y la plaza se irá llenando.
18 muertos. 18 cuerpos inertes tirados en medio de la plaza. Pero uno eclipsa a los demás. Benito Mussolini, aún muerto, se distingue de los otros. La gente al reconocer el cadáver comienza a tirarle verduras. Pronto no alcanza con eso. Las piedras lo golpean. Alguien rompe la distancia y comienza a patearlo. Otros le pegan con martillos. Los gritos impiden que se escuché el crujido sordo de los huesos rotos. Enseguida decenas de piernas impactan sobre el cadáver. Un mujer se abre paso entre la multitud, se para sobre él y arremangando su pollera orina los restos de Il Duce. Otra provoca uno de los pocos momentos de silencio de la mañana. Saca un arma y le pega cinco tiros al cuerpo, como si quisiera volver a matarlo, como si quisiera asegurarse que está muerto: “Un tiro por cada hijo que me mataste” grita entre lágrimas.
De manera incierta, la multitud organiza su furia. Algunos parlamentan, gritos, órdenes. Varios jóvenes toman el cuerpo de Mussolini, el de la única mujer que yace muerta y el de otros tres y los llevan hacia una de las esquinas de la plaza. Traen una escalera y de los pies cuelgan los cinco cadáveres de unas vigas metálicas que cruzan el techo de una estación de servicio.
Benito Mussolini, su amante Claretta Petacci y otros tres fascistas son expuestos ante una multitud vociferante que no para de crecer. Están colgados de los pies, meciéndose lentamente por el viento y el impacto de las últimas piedras.
Parecen reses en un matadero.
Benito Mussolini, Il Duce, el hombre más poderoso de Italia desde 1922 había sido ejecutado la tarde anterior, la del 28 de abril de 1945. Su intento de escape se había frustrado. Cayó en manos de partisanos, de los miembros de la Resistencia, que luego de algunas averiguaciones decidieron matarlo. Pero su caída había empezado mucho antes.
Mussolini gobernaba Italia desde hacía más de 20 años. El fascismo, los Camisas Negras, los discursos enfáticos, la violencia, la propaganda, el personalismo. En 1940 ingresó en la Segunda Guerra Mundial aliándose a Adolf Hitler. Tomó el norte africano convirtiendo a Etiopía en colonia italiana. Pero a partir del avance de los Aliados quedó demostrado que el ejército fascista no tenía el nivel de profesionalismo necesario para la contienda. Mussolini había sobreestimado sus fuerzas. Primero en África, luego en Sicilia para entrar al continente por el sur de la Península. Las derrotas se sucedían y los Aliados ganaban terreno.
El Rey Vittorio Emannuele quitó del gobierno a Mussolini en julio de 1943. Lo confinaron en un lujoso hotel alpino de dónde fue rescatado por soldados del ejército nazi. Luego de parlamentar con Hitler, Mussolini retornó a Italia y se erigió como máxima autoridad de la República Social Italiana o la República de Saló, un estado títere que obedecía a los designios nazis e intentaba resistir sin demasiadas fuerzas propias más que miles de fanáticos. Desde allí, desde su centro de operaciones en Milán, intento resistir pero la suerte estaba echada. Los Aliados avanzaban desde el Sur. Por el Norte, los alemanes también se replegaban. En el interior de Italia, las fuerzas de la Resistencia, los Partisanos, también ganaban espacio y adhesiones.
El 25 de abril de 1945 el poder de Mussolini, que algún momento pareció eterno, se acabó definitivamente.
Mussolini, al principio, intentó parlamentar con los líderes partisanos quienes aceptaron el diálogo. Las negociaciones tendrían lugar en la mansión del Arzobispo de Milán, Ildefonso Schuster. Por lo que cuenta el religioso en sus memorias, Mussolini había llegado al encuentro con esperanzas de salir indemne. Cuando a la espera de sus interlocutores, Schuster (antiguo fervoroso fascista) le dijo que lo felicitaba por su sacrificio y por entregarse para pacificar la situación, que su estadía en prisión ayudaría a calmar los ánimos, Mussolini se mostró sorprendido e incómodo. Aspiraba a eludir su responsabilidad. Además, todavía conservaba la (vana) ilusión de una última contienda en la que se veía acompañado por tres mil de sus seguidores. Y después sí, entregarse. El Arzobispo lo desalentó una vez más: “No creo que lleguen a trescientos”, le dijo.
Luego de algunas horas de negociaciones pasaron a un cuarto intermedio. Mussolini aprovechó para escaparse tras enterarse que algunos comandantes alemanes estaban dispuestos a rendirse.
En un Alfa Romeo que le había regalado a su amante se reunió con un pequeña comitiva integrada por los pocos fieles que le quedaban alrededor, su amante Claretta Petacci, Marcello Petacci (el hermano de Claretta) y varios soldados alemanes. Con ellos inició la fuga.
Mussolini abandonó a su esposa y a sus hijos más chicos, que unos días antes habían viajado a Como para esperarlo. A ella le escribió una carta: “Quisiera que me perdones por todo el daño que involuntariamente te hice. Tu sabes que siempre fuiste la única mujer que realmente amé. Lo juro por Dios”
El plan original era alcanzar la frontera con Suiza y en tierras helvéticas subir a un avión que lo esperaba para llevarlo hasta Baviera. Estuvo cerca de cruzar hacia otra jurisdicción. Pero, a la distancia, se percibe que su escape era imposible en esa Euorpa en la que los nazis ya estaban replegados y las fuerzas aliadas habían dominado el continente. Tarde o temprano sería capturado.
A unos pocos kilómetros de abandonar Italia, la pequeña caravana se cruzó con una patrulla partisana, la 52va de Garibaldi. Los partisanos habían cortado el camino con troncos, piedras y otros elementos para detener a quienes quisieran pasar por ahí. Al ver los camiones alemanes abrieron fuego. Del otro lado hubo respuesta. Este enfrentamiento duró unos minutos. Cuando llegaron refuerzos partisanos, el oficial nazi a cargo pidió parlamentar. Llegó a un acuerdo. Los italianos que integraban la comitiva quedarían detenidos mientras que los alemanes podrían seguir su camino. Los partisanos inspeccionaron la documentación de cada uno. Los Petacci, con documentos falsos que los hacían pasar por un matrimonio que oficiaba de cónsules españoles, levantaron las primeras sospechas. Con una linterna, uno de los militantes revisó el camión. En la oscuridad de la caja, al final de ella, casi contra el asiento del conductor, encontró un bulto sospechoso. Era un hombre enrollado en una pesada frazada. Sólo sobresalía la parte superior de un casco alemán. Al bajar la frazada, se vio que el hombre tirado portaba un sobretodo característico del ejército nazi, con todas sus insignias.
Urbano Lazzaro, el partisano a cargo de la patrulla, inspeccionó de cerca al hombre inmóvil. El oficial alemán a cargo intentó explicar que era uno de sus compañeros que se había emborrachado.
“Camarada” dijo el partisano sin recibir respuesta. Después pateó el casco dejando expuesta la cabeza calva. “Excelencia” volvió a llamar con sorna. El hombre recién se incorporó al tercer llamado: “Caballero Benito Mussolini”.
El personalismo, su omnipresencia le había jugado una mala pasada. Era imposible que algún italiano fallara en reconocer al Il Duce. Esa cara se había reproducido al infinito en paredes, oficinas, diarios y casas particulares. La pelada, los ojos ahuecados, los labios rígidos, la mandíbula como una caja. Había sido la presencia más constante y presente en sus vidas durante los últimos 23 años. Pero más allá de los rasgos fisonómicos evidentes, Lazzaro vio algo que nunca había visto en Mussolini: “Su cara parecía hecha de cera, la mirada era vidriosa, como si fuera la de un ciego. Vi en él una estado de cansancio extremo, estaba exhausto pero no percibí miedo. Era como si hubiera perdido toda voluntad. Como si estuviera espiritualmente muerto”.
Todos fueron detenidos. Todavía temían que una patrulla nazi volviera a intentar como dos años antes liberar al Duce. Mussolini y Clara fueron separados del resto. Pasaron la noche en un granero. Luego los subieron a todos en un camión y emprendieron el viaje.
“Los lagos son un arreglo entre un río y un mar. Y a mí no me gustan los arreglos”, había dicho Mussolini, un año y medio antes cuando se mudó a Gargnano. Como en una especie de profecía su final lo tuvo cerca de un lago, el de Como.
En este punto las versiones divergen, se vuelven imprecisas. Las autoridades partisanas al enterarse de la detención de su principal enemigo, ordenaron que se le realizara un juicio sumario. Sandro Pertini, líder socialista de los partisanos, comunicó a través de una radio: “El jefe de esta asociación de delincuentes, Mussolini, aunque amarillo por el miedo y el rencor, y tratando de cruzar la frontera suiza ha sido arrestado. Debe ser entregado a un tribunal popular para que sea juzgado rápido. Queremos esto aunque pensemos que un pelotón de fusilamiento sea demasiado honor para este hombre. Merecería ser asesinado como un perro sarnoso”. Pertini, muchos años después, sería en 1978 presidente italiano (Se lo recuerda como ese viejito de impecable traje azul que gritó alborozado en el palco de honor los goles en la final del Mundo de 1982).
Luego de pasar la noche en el granero, los de la Resistencia subieron a la pareja a un auto y se dirigieron a una pequeña ciudad pegada al Lago de Como, Giulino di Mezzegra. A las 16 horas del 28 de abril, Mussolini y Clara Petacci fueron bajados del vehículo ante la puerta de una mansión, la Villa Belmonte. Allí, un militante partisano, abrió fuego. Ambos cayeron muertos tras varios disparos. El autor se cree que fue Walter Audisio. Él mismo se adjudicó las ejecuciones.
Luego fue el tiempo de matar a otros 16 -uno más que los 15 del año anterior- y llevar los cadáveres de todos a la Plaza de Loreto (el hermano de Claretta fue acribillado mientras intentaba cruzar el lago a nado) para que cuando la gente se despertara los encontrara.
Ni el lugar para tirar el cadáver de Il Duce ni el numero de sus compañeros fue casual. El 10 de agosto de 1944 las fuerzas fascistas habían ejecutado en medio de la plaza a 15 miembros de la resistencia. Para vengar esos crímenes, la Plaza de Loreto se convirtió en el escenario ideal, dándole una pretendida simetría a la situación. Luego de la guerra, durante unos años, la plaza cambió su nombre por el de “Plaza de los 15 martires”. R. Bosworth, biógrafo de Mussolini, sostiene que si el asesinato de los 15 partisanos fue un acto de modalidad “alemana”, uno de esos crímenes típicos de los nazis, hecho a la vista del público para aleccionar y atemorizar a la población. Lo que sucedió en la Plaza de Loreto un año después fue una acción típicamente “italiana”: el desborde, la visceralidad, la masividad. Algo parecido escribió Curzio Malaparte: “No es posible hacer un retrato de Mussolini, sin describir a la vez a los italianos. Las virtudes y los defectos de él no eran sólo suyos. Son las virtudes y defectos de todos los italianos”.
Luego del linchamiento póstumo, soldados aliados, descolgaron los cuerpos. Antes de la autopsia un fotógrafo del ejército norteamericano sacó una foto en la hicieron que los cadáveres de Mussolini y de Petacci estuvieran tomadas del brazo. Los rostros están desfigurados.
El cadáver de Mussolini tuvo un largo derrotero. Fue enterrado en una tumba sin nombre en un cementerio de Milán. Pero poco después un joven militante fascista, lo descubrió y lo desenterró. Durante cuatro meses el cadáver fue buscado intensamente por las autoridades italianas. Hasta que fue encontrado en un monasterio. Una vez recuperado, fue alojado durante 11 años en otro monasterio. En 1957, las autoridades italianas devolvieron el cuerpo a la viuda de Mussolini. Fue depositado, desde entonces, en la bóveda de su familia.
Los Aliados y el nuevo gobierno italiano habían dado la orden de detener a Mussolini y a las máximas autoridades fascistas y ponerlos a disposición para ser juzgados. Los militantes partisanos tenían otros planes. En 1943 cuando Mussolini fue detenido por primera vez, mucha gente alió a las calles y rompió fotos de él, destrozó sus retratos, deshojo sus libros y prendió fogatas con todos los materiales con la imagen de Il Duce con que los fascistas los habían inundado en las últimas dos décadas.
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