Cuarentena docente: entre las mamaderas, las compras y las clases virtuales

La pandemia resalta las dificultades por la que pasa la mayoría de los docentes que tienen diversos trabajos para sobrevivir y que deben, además de enseñar, contener a los chicos online

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Cristian tiene un poco más de cuarenta años, dos hijos: uno de 4 y otro de 1 año. Es profesor de Lengua y Literatura, enseña materias vinculadas con la lectura y la escritura en la educación superior en CABA y en una facultad del Conurbano. También tiene dos cursos del secundario. Su mujer es bioquímica y trabaja en un laboratorio de Chacarita. Ella está yendo a trabajar durante la pandemia porque es personal de salud, así que a Cristian le toca cuidar a sus dos hijitos entre las 8 y las 16. Cuidar, ya saben, es dar la mamadera, hacer la comida, salir de compras y preparar las clases virtuales.

Tiene once cursos, eso implica que deba corregir mucho. Los padres viven en Avellaneda y están solos, pasaron los 70. Cristian no tiene hermanos, así que le paga a una vecina para que les compre la comida a los padres para que ellos no salgan. Hasta la cuarentena total los iba a ver, pero ahora no puede. Y aunque pudiera, no iría, porque quién se queda con los hijos mientras la esposa trabaja. Cuando él trabaja, justamente, va la madre a cuidarles a los hijos, pero ahora la madre no puede. Y la suegra tampoco: tiene un principio de Alzheimer.

Su computadora es de 2011, se la dio el suegro. La de Conectar igualdad se la robaron. La verdad es que no tiene dinero para comprar una nueva. Está terminando de pagar el crédito que sacó para comprar las placas antihumedad y hacer una carpeta en el patio porque el perro levantó toda la tierra y arruinó el jardincito que tenían. Además, paga el alquiler del tres ambientes y el colegio del barrio del más chico, al que va desde los 3. Es un privado porque conseguir una vacante en Inicial para pibitos tan chicos es imposible en CABA.

Cristian quiso bajarse Zoom, pero la máquina es muy lenta. Entonces empezó a usarlo por el celular. Hizo una clase on line con los chicos de un segundo año. Hablaron de tipos textuales. Estaban estudiando la narración. Les había dejado un par de cuentos para leer. Repasaron eso durante la clase virtual. Pero, en realidad, los chicos tenían ganas de saludarse, de contarse en qué andan, que se extrañan. Todo el tiempo diciendo “Cuando vuelvan las clases, profe”, “Cuando vuelvan..:”.

En realidad, los chicos estuvieron muy comprensivos porque los nenes de Cristian iban y venían por toda la casa. El más grande quiso hacer caca, tuvo que cortar dos veces, se metía a preguntar quiénes eran los alumnos, cómo se llamaban… Más que nada, fue un hacer que daban clase. La verdad, la verdad…, que no dieron ninguna clase, porque no todos hablaban ni alcanzaba el tiempo para que lo hicieran. Son 34 chicos. Igual pudo dejarles una tarea de escritura.

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A la tarde bajó las entregas de la actividad que había enviado on line la semana pasada para el curso de ingreso a uno de los terciarios. Cuarenta y seis trabajos. Alumnos entusiasmados que recién comienzan. Cristian los conoce y comprende, por eso se exceden en todas las consignas agregando cosas que no son necesarias, ni pertinentes y que sacan de Internet, así que tiene que corregir chequeando si hay plagio, eso lo hace perder mucho tiempo, además del de corregir.

Cuando termine de corregir, como la cuarentena no habrá finalizado, tiene que armar una clase de devolución de esos trabajos. Es para el próximo viernes. No cree que pueda corregir bien cada uno de los 46 trabajos. Se le van a cruzar con las redacciones que les dejó a los del secundario. La esposa le dice para qué los manda a hacer redacciones, que son insoportables de corregir, porque los pibes escriben cualquier boludez, no saben armar las oraciones, no ponen una sola coma. Pero a Cristian le grabaron a fuego esto de “producir, producir, producir”, como si los chicos fuera obreros de la época fordista.

La asesora pedagógica de la escuela, que escribe peor que los chicos, es muy insistente con las habilidades del siglo XXI, y dice que las habilidades comunicativas de lectura y escritura son fundamentales para el desempeño en la vida social, así que hay que escribir y escribir y escribir. Cristian, pobre, a gatas puede corregir una redacción por trimestre. Pero, además, cuando corrige se da cuenta de que debería enseñar algunas cosas más básicas antes de escribir largos textos: por ejemplo, usar las comas o estudiar algo de análisis sintáctico para que los chicos puedan organizar bien una oración. Pero la asesora no quiere saber nada con eso, porque para ella y el proyecto educativo lo importante es que los chicos escriban, que ya aprenderán solos la gramática. Cristian sabe que eso no es así, lo comprobó con su propia experiencia docente, pero mejor no le discute nada, a ver si pierde el trabajo. Justo en la cuarentena.

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Durante todo el día de hoy estuvo organizando las comisiones de la facultad que arrancaron en febrero. Sí, este año él tuvo que arrancar el 1° de febrero con 32 grados de calor. Por suerte le tocó un aula con aire, pero a muchos otros compañeros, no. Les tocaron aulas sin aire y sin ventilador. A veces juntaban a chicos de más de una comisión en una sola aula con aire y daban clases de a dos. El calor era insoportable.

Por este comienzo tan anticipado, a Cristian no le coincidieron las vacaciones con las de su esposa, porque, en su caso, su mujer sale en febrero. En enero está el tema del dengue y se tuvo que quedar, así que Cristian no tuvo vacaciones. Ahora se viene el cierre de las comisiones universitarias y los estudiantes van a entregar un trabajo de cinco páginas. Serán unos 100 trabajos, aproximadamente.

La madre le dice a Cristian, cuando lo ve tan cansado, para qué trabaja tanto. Se juntan a almorzar los domingos y después del almuerzo se pone a cabecear en el sillón mientras toman el café o comen el flan que la madre hace. Pobre vieja, ¿qué le va a contestar? ¿Qué si no trabaja tanto no puede pagar el alquiler ni ir al supermercado? Se ríe, y le dice que trabaja tanto porque le gusta.

Cuando hoy lo llamé no pudo darme mucha bola. Yo quería preguntarle algo sobre una reunión que habíamos pactado para armar un material. Me hablaba y de fondo se oía el ruidito del whatsapp web, insoportable, uno detrás del otro. El hijo mayor que, me parece, estaba pateando una pelota y una sirena que parecía de bomberos. Yo pensé: qué quilombo. Iba a decirlo, pero me ganó de mano. Me contó algo desesperado que está estresadísimo con la mitad de su trabajo. Que ahora la directora de colegio secundario va a pedirle que ya empiecen a dar contenidos, no solo actividades. Parece que una madre llamó al colegio para preguntar si su hijo no va a tener matemática, que necesita ver funciones, que eso le van a tomar en el ingreso a la universidad en la que quiere presentarse a una beca y que la profesora de Matemática está estudiando una nueva aplicación para ver cómo la instrumentan.

Por supuesto que, mientras que la profesora instrumenta la aplicación, también sigue dando clases por Zoom y corrigiendo polinomios on line. La escuela no quiere que los padres se enojen porque no están teniendo clases, así que Cristian va a tener que sumar el trabajo de armar el Power Point, buscar videos, bajarse programas para grabación. Tiene razón, yo lo entiendo. Dice que no puede explicar contenidos sin apoyos gráficos. Lo que sí va a pasar es que va a atrasarse, seguramente, en las correcciones.

“Y bueno…, me dice resignado, quedarán ahí reposando y las agarraré cuando pueda. Por ahora no. Y menos cuando empiece a dar clase en los terciarios”. Por suerte tiene sus caños de escape. Porque yo tengo varios amigos docentes que pelean tanto entre “ser buenos profesionales”, “cumplidores”, “educar con calidad”, “corregir”, “cuidar a los hijos”, “ir al supermercado y a la feria de ciencias”, “ocuparse de los padres”…, que antes de los 50 hacen un patatús complicado, que generalmente termina en el hospital o en licencia psiquiátrica.

Escuelas en cuarentena (Foto: Cuartoscuro)
Escuelas en cuarentena (Foto: Cuartoscuro)

Decía que Cristian tenía sus caños de escape y me contó que tuvo un sueño hermoso. “Soñé que me subía a un auto y estaba en una pista de color celeste agua. Iba muy rápido, tanto, que en una curva volcaba y daba una vueltas en el aire. Llevaba de acompañante a la directora del colegio en el que trabajo. Cuando terminaba de rodar el auto, quedaba en posición inicial, es decir, como si nada hubiera pasado. Yo salía del auto y empezaba a subir una pendiente llena de pinos, y después de la pendiente, una calle de tierra por la que me iba corriendo corriendo corriendo a buscar un lago o un río”.

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