En la actualidad se escuchan quejas múltiples de gente que debe aislarse catorce días. Vemos incidentes con aquellos que les reclaman por no cumplir con la reclusión debida. En el ingreso de algunos sitios turísticos, las filas de autos se extienden por kilómetros. Esas dos semanas (que ahora se asoman como más largas) resultan imposibles de cumplir para muchos que no asumen la responsabilidad que les toca. Tal vez su actitud cambiaría si conocieran a Mary Mallon, la mujer que sufrió la cuarentena más larga de la historia. Más de 23 años consecutivos en aislamiento forzado.
Con el correr de los años perdió el apellido. Ya casi nadie lo recuerda aunque su figura sea evocada en los ámbitos científicos y por divulgadores (un reciente hilo en Twitter creado por el usuario Relatando Historia -@relatandohisto1- tuvo una enorme difusión gracias al ameno relato dividido en una decena de tuits). Para la historia ella perduró como MaryTifoidea. Porque esa fue la enfermedad que Mary ayudó a propagar. Pero la manera en que sucedieron los hechos y, en especial, en que se descubrió la capacidad de contagio de Mallon convierten a la historia científica en un relato detectivesco.
Oyster Bay era un lujoso lugar de veraneo. Lo elegían varios de los más adinerados habitantes de Nueva York para pasar la temporada de verano (las vacaciones no duraban solo un mes). Aquellos que no eran propietarios, alquilaban mansiones y llevaban un batallón de empleados de servicio: mucamas, mayordomos, jardineros, cocineras (los géneros de cada profesión no eran intercambiables: faltaba más de un siglo para la deconstrucción).
A fines de agosto de 1907, en ese exclusivo sitio de Long Island, una noticia produjo un cimbronazo que, además de la salud, hizo peligrar el andamiaje económico de varios. Una nena de 7 años, la hija menor de la familia Warren, fue diagnosticada con fiebre tifoidea. Pasó menos de una semana para que hubiera otros cinco enfermos, todos de la misma casa. Dos empleadas domésticas, un jardinero, una hermana de la primera contagiada y la señora Warren, la madre. Los síntomas claros hicieron que todos tuvieran el mismo diagnóstico.
Este brote súbito llamó la atención de varios porque era la primera vez en la historia que había casos de fiebre tifoidea en Oyster Bay. Una situación inédita. Eso se debía porque era una zona de veraneo de personajes con un gran pasar económico y esa enfermedad se consideraba que solo atacaba a los pobres, a las personas que vivían en lugares en que la higiene y la alimentación eran deficientes.
La situación preocupó al señor Warren. Pero no solo por la salud de su familia sino porque era un reconocido banquero, el presidente del Lincoln Bank, y en su círculo (uno de sus vecinos de descanso era el presidente Theodore Roosevelt) padecer ese tipo de patología era un demérito. Un contagio casi acusador: ¿qué habrían hecho los Warren para merecer eso, para merecer el escarnio de una “enfermedad de pobres”?
Sin embargo, quien se mostraba más afectado por esta situación era George Thompson, el dueño de la mansión en que se contagiaron los Warren. Thompson tenía otras cuatro casas en la zona. Sus ingresos provenían exclusivamente del alquiler de ellas. Si no tenía inquilinos hasta se le hacía complicado mantenerlas por los gastos que insumían. La situación debía resolverse, pensaba Thompson. Pero él no se refería a que los enfermos sanaran. Él necesitaba que se supiera el origen, lo que provocó los contagios. De otra manera, su propiedad se depreciaría en tiempo récord y ya nadie le alquilaría la fastuosa casa.
Las autoridades hicieron tímidas averiguaciones y llegaron a la conclusión de que era imposible determinar qué había originado la aparición de la fiebre tifoidea.
Thompson no se quedó quieto. Contrató a George Soper, uno de los primeros sanitaristas norteamericanos. Era un especialista en condiciones de higiene, epidemias y demás.
Este pionero aceptó el reto profesional y se trasladó a Long Island. Creyó que sería dinero ganado honestamente pero con facilidad. La respuesta, estaba convencido, la encontraría en los productos de consumo diario de la casa, en el agua potable, en los baños. Pero luego de investigar alacenas, alcantarillas, todos los baños de la casa y pozos ciegos no aparecía nada extraño. Soper persistió. Interrogó a los enfermos. Les preguntó qué habían comido los días previos, dónde habían estado, si habían alterado alguna costumbre. Que hubiera contagios de la familia y del personal de servicio lo desconcertaba. No compartían demasiadas cosas entre sí: eran dos mundos aislados. En algún momento hasta se planteó que no se tratara de fiebre tifoidea. Pero los precarios análisis y los síntomas eran inequívocos: fiebre alta, diarrea, dolores abdominales, cansancio, hinchazón del abdomen, transpiración permanente, sarpullido, erupciones. La enfermedad es producida por la bacteria Salmonella Typhi.
George Soper era un científico. No tenía el aspecto detectivesco que sugiere su actuar posterior. Era flaco, con anteojos, con rostro impasible casi aburrido, expresión neutra y un mostacho enmarcando el labio superior. Se obsesionó con el caso. Debía haber alguna explicación y él la iba a encontrar. Aunque no fuera fácil hacerlo.
En medio de sus investigaciones en el lugar, alguien le trajo lo que parecía la solución al problema. En la playa una mujer grande se ganaba la vida vendiendo pescados y mariscos. Allí debía estar el problema. Esos productos debían haber ocasionado el inédito brote. Pero, una vez más, el resultado fue negativo: sus clientes eran cientos y solo los Warren habían enfermado.
Una vez que eliminó a la pobre pescadora, a la leche contaminada, a la posibilidad de que el agua tuviera material fecal o que hubiera habido algún visitante enfermo en la mansión o en el pueblo, Soper se centró en el periodo entre los 10 y los 15 días previos a la primera manifestación de la fiebre tifoidea porque ese es el tiempo de incubación.
Una vez más repasó cada uno de los elementos y circunstancias. Tenía que dar con el elemento discordante en ese periodo. Hasta que descubrió un dato que se le había pasado por alto en la primera oportunidad. Una cocinera que trabajaba en la casa en ese tiempo, que había ingresado un par de días antes y que había renunciado poco después del contagio masivo.
Soper pensó que se trataba de una mala y evidente novela policial: la cocinera era la sospechosa principal. Ella manipulaba la comida, luego apareció la enfermedad y por último la mujer se esfumó. Pero en su teoría había un problema, le señalaban varios: “¿Por qué ella no estaba enferma?”. El concepto de portador sano no se conocía todavía en Estados Unidos. Aunque ya había sido descripto en Europa por el Dr. Robert Koch. Soper conocía ese descubrimiento y sabía que debía ubicar a la cocinera para resolver su caso. Estaba excitado. Todo indicaba que iba a dar con su primer portador sano. Con el primer portador sano de Estados Unidos.
Primero se dirigió a una agencia de trabajo, la que la había recomendado a la familia Warren. Y luego a otra y a otra. De allí fue a hablar con las familias que la contrataron. Cada uno de sus empleadores la describió de manera similar. Era alta, maciza, muy callada y efectiva en su trabajo. Reconstruyó la vida de esa mujer y los sitios en que se había desempeñado en la última década.
Se enteró que Mary Mallon había nacido en Irlanda del Norte en 1869; que a los 15 años emigró a los Estados Unidos y que vivió con sus tíos hasta que encontró trabajo como cocinera. Fue contratada por algunas familias de fortuna. Sus empleadores coincidían en que Mary cocinaba muy rico pero que sus normas de higiene no eran demasiado estrictas (como las de casi nadie en esos años).
Pero había otro elemento en común en cada uno de sus trabajos: en todos hubo gente que se contagió de fiebre tifoidea. Y luego de esos casos, Mary Mallon desapareció.
George Soper supo que había resuelto su caso. Sin embargo, faltaba lo más importante: encontrar a la cocinera.
Un par de meses después alguien le informó que en una imponente casa de Park Avenue en Nueva York una joven de 20 años agonizaba a causa de la fiebre tifoidea y que una de las empleadas también había enfermado. Soper se apresuró en llegar al domicilio. Sabía lo que iba a encontrar en el lugar. A quién iba encontrar en el lugar.
Con su prestigio a cuestas fue bien recibido por los dueños de casa. Inspeccionó los diversos ambientes aunque intuía que el premio mayor iba a estar en la cocina. Allí entre ollas, vegetales y cuchillos encontró trabajando a una mujer alta, robusta, de ojos claros y mirada apagada. Por fin se enfrentaba con Mary Mallon.
Soper procuró utilizar su conocimiento científico y su autoridad para explicarle a la mujer que debía someterse a una serie de análisis.
Anthony Bourdain, el famoso cocinero que se suicidó unos años atrás, escribió un pequeño libro sobre el caso, Typhoid Mary, contando la historia de su colega. Allí transcribe alguno de los recuerdos de George Soper: “La primera conversación fue en la cocina de la casa. Traté de ser diplomático. Por el lugar, por las circunstancias y por el tema. Le dije que posiblemente ella era la causa de que tanta gente se enfermara y que necesitábamos muestras de orina, materia fecal y sangre”.
Pero ella no quiso saber nada. No podían obligarla a eso. Cada uno de los intentos de disuasión fracasaron. Ella se mantenía firme. Sostenía que era una mujer sana. Que no sabía de qué estaban hablando.
Mientras Soper creía que las muestras no eran necesarias porque él había colectado la suficiente prueba epidemiológica, ella atribuía todo a la mala suerte o a una increíble cadena de sucesos coincidentes y desgraciados. Soper probó todos los métodos posibles. La seducción, la disuasión, el engaño, la siguió hasta su casa, le ofreció plata a cambio de que se hiciera las pruebas. Un fracaso tras otro. Hasta que una tarde envió a la casa, en la que Mary increíblemente seguía trabajando, a la doctora Josephine Baker, una joven médica que al principio tuvo la misma suerte que Soper: la cocinera le cerró la puerta en la cara. Pero Baker insistió y pudo hablar con ella. Se fue prometiendo regresar el día siguiente a charlar nuevamente. Pero al otro día, la doctora fue con cuatro agentes de policía. Mallon los vio y salió corriendo. Comenzó una delirante persecución cinematográfica que finalizó cuatro horas después con la detención de la cocinera.
El caso tomó estado público. Mientras se sustanciaba el proceso, mientras se decidía qué se hacía con Mary (los estudios demostraron que era portadora asintomática), la internaron en un hospital durante unas semanas hasta que se determinó que debía ser recluida en una isla alejada para evitar el contagio.
Los diarios se regodeaban con la historia y la cocinera Mallon fue rápidamente bautizada como Mary Tifoidea. La política también se metió en este caso. El poderoso William Randolph Hearst, opositor a quien gobernaba la ciudad, empezó una campaña con sus medios y abogados para liberar a la mujer. Sostenía que era una locura mantener cautiva a una mujer trabajadora y católica.
La causa judicial entre recursos y apelaciones demoró tres años en los que Mary permaneció en cuarentena. Ese aislamiento terminó tres años después de su inicio. El juez decidió que podía transitar libremente con la única condición de que no volviera a desempeñarse como cocinera.
Mary acató la decisión y comenzó a trabajar como personal de limpieza en distintas casas y hoteles. Pero los ingresos eran menores que como cocinera. Durante más de cinco años no hubo noticias de ella y parecía que su caso sería olvidado, que solo sirvió para entretener a la opinión pública un tiempo.
Sin embargo en 1915, hubo un contagio masivo en una maternidad de Manhattan. 25 afectados en el Sloane Hospital for Women hizo que Soper volviera a volcarse en el tema. Naturalmente, mientras otros sanitaristas se preguntaban por el agua o las condiciones de higiene, Soper se centró en el personal de la cocina. Revolviendo papeles encontró una letra en una ficha de ingreso que le llamó la atención. Mary Brown se llamaba la cocinera. Hacía unos días había renunciado. Cuando pidió que le describieran a la mujer, ya no le quedaron dudas. Esa cocinera grandota era, otra vez, Mary Mallon que utilizaba un apellido falso.
La pesquisa en esa ocasión la encaró la policía. La encontraron rápido y esta vez su cuarentena sería definitiva. La confinaron otra vez a una isla, la North Brother Island. Ella seguía negándose a que le extrajeran la vesícula biliar, lugar en el que se anidaba la bacteria. Tal vez creía que otra vez ganaría la batalla judicial. Pero ya nadie la ayudó. Estuvo 23 años aislada en esa isla. Hasta el día de su muerte.
Mary Mallon fue lo que hoy se conoce como una súper propagadora. Al menos medio centenar de personas se contagiaron a través de ella y tres murieron.
Mary Mallon durante un largo tiempo fue considerada la mujer más peligrosa de Estados Unidos.
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