Hace calor. El sol de noviembre rebota contra las baldosas. Por las calles no camina nadie. Es la hora de la siesta. Tres autos irrumpen levantando polvo. A pesar del estruendo inesperado de los motores nadie se asoma a mirar por la ventana: duermen.
¿Qué hacen un juez federal y varios policías en una pensión de pueblo a varias decenas de kilómetros de la ciudad de Córdoba? El hombre de traje gris habla con la mujer que está detrás del mostrador. Es amable pero firme. No levanta la voz, no sonríe. Le pregunta por Josef Schwammberger. La mujer simula no escuchar. “¿Cómo dice?”. Lo hace para ganar tiempo. El hombre no repite la pregunta. Ahora el tono se torna perentorio. “¿En qué habitación está?”. La mujer, sin mirarlos, les dice el número y, bajando la cabeza, señala la escalera. “Es en el primer piso”.
Suben sin hacer ruido. Golpean la puerta. Un anciano les abre. Los ojos tristes, la mirada vencida. Los deja pasar y se sienta en la cama. Uno de los hombres saca un papel y se pone a leer. Son los cargos de los que se lo acusa y sus derechos. Eso que escuchó en tantas películas: “Usted tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra...”. El viejo no calla, habla encima de él, mientras entierra sus ojos en las baldosas gastadas. “Sé por qué vienen a buscarme”.
Josef Schwammberger fue detenido en Huerta Grande, Provincia de Córdoba, la tarde del 13 de noviembre de 1987. Más de 40 años después de haber cometido los crímenes de los que se lo acusaba. Y casi 15 años después de que Alemania pidiera su extradición. Durante todo ese tiempo pesó sobre él una orden de captura.
Schwammberger había nacido en 1912 en Austria. Integró las SS y fue sindicado como criminal de guerra. Nunca pasó del grado de teniente. Algunos sostienen que eso se debió a que tenía sangre judía por parte de madre. Que esa “imperfección de origen” le impidió el ascenso en las fuerzas nazis. Sin embargo fue comandante de tres campos de concentración en la zona de Cracovia entre 1942 y 1944.
Luego de la derrota alemana intentó escapar hacia el campo pero fue apresado en Innsbruck. Cuando la policía austríaca lo detuvo después de la guerra, Schwammberger reconoció varios de sus crímenes, según cuenta el investigador Uki Goñi: “Llevé a cabo las ejecuciones de 35 personas, disparándoles en la nuca con una pistola. Les disparé a 10 centímetros de distancia. Si seguían mostrando algún signo vital, les volvía a disparar en la sien”, declaró el nazi.
Luego lo trasladaron a un campo de prisioneros en Francia. Pasó un tiempo detenido pero logró fugarse. Durante varios meses estuvo escondido hasta que pudo contactar con la red de protección de nazis. Se las ingenió para llegar a Italia sin ser descubierto. En Génova logró embarcar hacia Argentina. Apenas el barco zarpó sintió alivio. Sabía que en su nuevo destino todo sería distinto. Que se reencontraría con su familia, que ya no tendría que escapar.
En Argentina ingresó sin utilizar pasaporte de la Cruz Roja. Fue uno de los pocos criminales nazis que lo hizo. Dijo que había nacido en Bolzano, el norte italiano y que era mecánico (la profesión bajo la que preferían escudarse la mayoría de los nazis llegados al país). En Argentina, desde el mismo momento de su arribo, utilizó su nombre verdadero. A diferencia de otros criminales nazis, no creyó que debiera esconderse tras un seudónimo.
Guillermo Mendhelson, uno de sus vecinos durante esos años, contó que Schwammberger nunca negó que había integrado el ejército alemán pero sí el de haber tenido participación en la matanza indiscriminada de judíos y en los campos de concentración. Lo describió como un hombre introvertido y muy apegado a su familia.
Hasta que en otra tarde de noviembre pero de 1971, una sobreviviente de un campo de concentración ubicado en tierras polacas que había llegado a la Argentina hacía un cuarto de siglo se cruzó, en La Plata, con una cara que la horrorizó. Ese hombre era, no le quedaba la menor dudas, quien comandaba el lager en el que ella fue maltratada. Se repuso al espanto y lo siguió algunas cuadras. Quería ver hacia donde iba, quería eliminar todo vestigio de duda. A cada paso se convencía más que por las mismas calles en que ella intentaba seguir adelante con su vida y superar el horror, caminaba uno de los responsables de su dolor.
La mujer se comunicó con la Asociación de Sobrevivientes de Campos de Concentración que tenía sede en la Capital Federal. Les contó que se había cruzado con Joseph Schwammberger. Para verlo detenido tuvo que esperar 16 años más. La Asociación siguió la pista y con la ayuda de un investigador privado pudo reconstruir cómo era la vida cotidiana de Schwammberger. Y cuál había sido su derrotero argentino.
En ese momento vivía en el barrio La Cumbre de La Plata junto a su esposa y sus dos hijos. Trabajaba en Petroquímica Sudamericana y se había nacionalizado como argentino unos años antes, en 1965, obteniendo de esa manera una Libreta de Enrolamiento cuyo número era 7.603.354 y en la que figuraba su nombre real.
El mismo año en que había obtenido su nacionalización y su documento de identidad argentina, en Alemania, Simon Wiesenthal, el cazador de nazis, denunció que Schwammberger vivía en Argentina. Pero nadie se enteró, o pareció enterarse, aquí de esa denuncia europea. Wiesenthal explicitó las tareas que el denunciado había tenido durante la guerra. Dijo que había sido jefe de custodia en los guetos de Kzwadow y Szamensol y comandante de los campos de Mieles y Przensyl. A partir de ese momento cientos de testimonios se acumularon en las oficinas del cazador de nazis describiendo la perversidad del acusado. Algunos sostuvieron que llegó a matar hasta para combatir el aburrimiento.
Desde su arribo a la Argentina en 1949, Schwammberger pasó por varios domicilios. Ese camino fue descripto minuciosamente por Jorge Camarasa en su libro Odessa al Sur. Primero vivió en San Isidro, luego en Don Torcuato y por fin en La Plata hasta que fue avistado por su antigua víctima. Una vez que fue ubicado, Wiesenthal denunció su paradero ante los tribunales alemanes en 1972. Un juez libró una orden de captura internacional que recién llegó a los estrados argentinos en 1973. Se ordenó a las fuerzas de seguridad que fuera a arrestarlo a su domicilio. Pero cuando la policía llegó a la casa, Schwammberger había huido. Alguien le había avisado unas horas antes que iban a buscarlo.
En ese momento comenzó su fuga. Se ocultó un par de semanas hasta que partió escondido en un barco petrolero desde Ensenada hacia Canadá, país en el que residía uno de sus hijos. Pero poco tiempo después volvió a Argentina. Llegó dos días antes de que asumiera Héctor Cámpora la presidencia, de que el peronismo volviera al poder. Durante otros 14 años siguió viviendo con su verdadero nombre en el país. Se radicó en Temperley. En 1985 se volvió a poner en marcha la maquinaria judicial. Activada por Wiesenthal y el matrimonio Klarsfeld. Estaba en la lista de los 10 criminales nazis más buscados.
El Dr. Vicente Bretal, a cargo del Juzgado N° 3 de la Plata ordenó su captura. Alguien lo había divisado en Huerta Grande, Córdoba. El juez cordobés Julio Rodríguez Villafañe fue hasta la pensión para detenerlo. “La mañana del 13 de noviembre de 1987, en varios automóviles, nos dirigimos a Huerta Grande. Los datos que se habían obtenido eran valiosos y fidedignos y se tenía que actuar pronto, para evitar que se escapara de nuevo. Luego de adoptar los recaudos legales, supervisé el operativo policial y personalmente procedí a llevar adelante la detención del prófugo. Decidí subir solo. Arriba, sentado en una cama, lo encontré. El momento fue tenso y trascendente; tuvo un tremendo simbolismo. Lo hice identificar y le di a conocer que procedía a llevarlo detenido” contó el juez que en ese entonces tenía 32 años.
Un dato que no se suele tener en cuenta. El regreso de la democracia en 1983 posibilitó, entre otras cosas, que varios criminales nazis fueron detenidos y extraditados. Schwammberger, Walter Kutschmann y Olij Hottentot (Abraham Kipp se escapó cuando pensaron que ya lo tenían). Argentina dejaba de ser una guarida.
Simon Wiesenthal declaró en 1985, en ocasión de la detención de Walter Kutschmann: “El nuevo gobierno democrático no protege a los criminales, y más sabiendo que en el país personas, de las cuales todavía no puedo dar los nombres, que cometieron crímenes peores que los de Kutschmann”.
La defensa del nazi fue previsible. Primero que no tenía ninguna responsabilidad, que sólo había combatido y obedecido órdenes. Que el hecho de ni siquiera haber cambiado su nombre era indicador claro de su tranquilidad de conciencia. Por el otro lado, que debido a su avanzada edad y a su estado de salud no se lo podía trasladar a Alemania para su juzgamiento. Fue presentado como un frágil abuelito. Luego de trámites, apelaciones y recursos, la justicia argentina concedió la extradición en marzo de 1990. Esa noche, Schwammberger intentó suicidarse en su celda platense con una sobredosis de tranquilizantes.
Pero quedaba un gran interrogante a develar. ¿Quién había denunciado a Schwammberger, quién había informado que estaba en Huerta Grande? Más allá de la curiosidad, la importancia de la pregunta se mostró evidente cuando se conoció un dato que estaba presente desde 1971 pero que permaneció oculto todos esos años. Habían fijada una recompensa de medio millón de marcos o 310 mil dólares en 1987 para quien aportara los datos fundamentales para que el criminal nazi fuera aprehendido. Tiempo después de la detención, desde la fiscalía alemana, confirmaron que el pago se hizo.
Quien develó el paradero de Schwammberger tenía buena información. Parecía que el hombre, en ese momento de 75 años, estaba en constante fuga. En la pensión de Huerta Grande se lo encontró sin equipaje, sólo con un pequeño bolso, y hacía nada más que 10 días que había arribado a la localidad.
A pesar de los intentos periodísticos, nunca se determinó quien fue el beneficiado por la recompensa. Hubo rumores disparatados. Desde que fue el entonces Gobernador Eduardo Cesar Angeloz hasta que ni la policía ni la justicia argentina actuaron sino que todo fue obra (como con Eichmann) de un comando clandestino del Mossad. Jorge Camarasa desliza la hipótesis que Fried Guth pudo haber sido el denunciante. Guth era un alemán que vivía en Córdoba y fue señalado en varias ocasiones como integrante de Odessa, la supuesta organización secreta de apoyo a los nazis exiliados y fugados. Guth habría tendido una trampa a Schwammberger para poder hacerse con los más de 300 mil dólares. Pero eso también es una suposición que replica el caso Eichmann en el que fue delatado por uno de sus camaradas.
Joseph Schwammberger fue juzgado y condenado a prisión perpetua en Alemania en 1992. Las acusaciones fueron gravísimas. En todos los años en el que estuvo prófugo se habían logrado acumular una importantísima prueba documental y testimonial. Las declaraciones de sus víctimas fueron estremecedoras. Schwammberger era sádico. Los jueces determinaron que los móviles de sus crímenes eran el placer y el odio racial. Se lo encontró culpable de 7 asesinatos y de 32 cargos de colaboración indispensable en asesinatos. Se rechazaron cada uno de los recursos de apelación presentados. La extrema crueldad de su accionar impidió cualquier reconsideración.
Murió en una cama del hospital carcelario el 3 diciembre de 2004. Tenía 92 años.