Cualquier habitante de Dresde sabe cuál fue la peor noche en la vida de su ciudad: esa noche de hace 75 años en la que desde el cielo cayó una fuerza destructiva incomparable. Y también sabe cuáles fueron la segunda y tercera peores noches de su vida: las dos siguientes. Cuando terminaba el 13 de febrero de 1945 sonaron las alarmas antiaéreas. La gente corrió a los sótanos de los edificios. Más de 200 aviones integraron esa primera oleada. Las fuerzas aliadas se habían propuesto destruir Dresde. Una lluvia de devastación, que duraría tres días, cayó sobre la antigua ciudad alemana
Hasta ese momento Dresde había sido bastante afortunada. Recién en agosto de 1944 recibió los primeros ataques aéreos. Sus habitantes no estaban preparados para las bombas enemigas. Casi no existían refugios antiaéreos de hormigón. Nadie los construía. Creían que la ciudad era inexpugnable.
Como sucedió también en Hiroshima por sus calles se fortalecían las leyendas que justificaban que se mantuviera intacta. Algunos decían que era porque vivía una tía de Winston Churchill, otros sostenían que existía un acuerdo secreto en el que los enemigos se habían comprometido a mantener indemnes a Oxford y a esta ciudad, también estaban los que aseguraban que los Aliados pretendían que Dresde, una vez terminada la guerra, fuera la nueva capital alemana debido a su enorme valor cultural. Era llamada, hasta ese momento, la Florencia del Elba. Imponentes construcciones medievales y del Renacimiento se concentraban en la Ciudad Vieja. Tenía una enorme vida cultural y una hermosa arquitectura.
La RAF, la fuerza aérea inglesa estaba al mando de Arthur Harris, el Carnicero o Bombardero Harris. Se lo conocía por su dureza, por ser un militar rígido e inclemente, que se vanagloriaba de su falta de sensibilidad. Logró imponer los bombardeos “alfombra o de área”. Consistían en que los aviones dejaran caer sus bombas sobre zonas determinadas, tratando de arrasar ese sector, sin atacar objetivos específicos, sino poblados en su totalidad. La combinación de las bombas explosivas con las incendiarias convertían a ese cóctel asesino en algo arrasador. Nada quedaba en pie.
Tres horas después del primer ataque, llegó la segunda oleada. Miles de toneladas lanzadas desde el aire. Luego, a razón de uno por día, volvieron los bombardeos hasta el 15 de febrero. Participaron en total más de 800 aviones.
Dresde quedó destruida, se convirtió en una hoguera gigantesca. El segundo ataque encontró a gran parte de la población en las calles tratando de remover escombros, intentando rescatar heridos, buscando con desesperación a sus familiares. En este caso ya no hubo sirenas antiaéreas masivas. Sólo algunas activadas manualmente.
La ciudad ya estaba sin luz ni agua. Al no existir refugios o bunkers de hormigón, la gente, en su desesperación, corrió a protegerse en los sótanos de estas antiguas edificaciones. A muchos lo que los debía proteger, los aplastó; cayó literalmente sobre sus cabezas. A muchos otros el calor los consumió, el oxígeno se acabó y sólo quedaba monóxido de carbono para respirar. El lugar que habían elegido para protegerse se había convertido, literalmente, en un horno.
Alcanzados por las bombas, aplastados por las construcciones derrumbadas, calcinados, quemados por dentro o asfixiados. Decenas de miles de personas murieron en pocos minutos. El infierno se había instalado en esa antigua ciudad alemana. Por lo que habían sido sus calles (en 20 minutos se habían convertido en una especie de cantera espectral) se escuchaban quejidos, llantos desgarrados, explosiones tardías y cada tanto el ruido sordo de algún derrumbe tardío.
Uno de los pilotos británicos que atacó Dresde la noche del 14 de febrero dijo: "El infierno, tal y como lo imaginamos los cristianos, debe ser algo parecido a esto. Esa noche me hice pacifista»
El fuego de las bombas incendiarias se esparcía, se contagiaba. La ciudad era una gran bola de fuego. Esa tormenta de fuego absorbía el oxígeno y calcinaba los pulmones. Hubo gente que se tiraba dentro de los tanques de agua pero estos se habían convertido en gigantes ollas de agua hirviendo, en inesperada lava.
El escritor Kurt Vonnegut, uno de los sobrevivientes, escribió: “Encontramos por doquier una especie de troncos abrasados que eran los restos de las personas calcinadas bajo la tormenta de fuego. Dresde parecía un paisaje lunar. No quedaba nada”.
Después vino el problema de la remoción de los cuerpos debajo de los cientos de kilos de escombros, el reconocimiento de los cadáveres, su entierro. Cuando cambió el clima, el hedor comenzó a ser insoportable. El cementerio de la ciudad no daba abasto. Las fuerzas de los sobrevivientes se agotaban. El reconocimiento de las mujeres era más dificultoso que el de los varones: ellas llevaban sus documentos en las carteras que habían quedado lejos de sus cuerpos o se confundían con las de otras. En un momento se tomó la decisión de ingresar en los sótanos dónde todavía había decenas de cuerpos con lanzallamas para cremarlos in situ.
Las reacciones posteriores variaron según de qué lado de la contienda se estuviera. El escritor alemán Thomas Mann, exiliado en California, sostuvo que esa destrucción se justificado por el odio y la violencia sembrada por los nazis. Las justificaciones de los altos mandos de los Aliados se centraron en la importancia táctica de Dresde. Se dijo que era uno de los nudos ferroviarios alemanes más importantes, de los pocos que se mantenían en funcionamiento. Que había fábricas importantes que seguían aportando armamento al frente. Que era vital para ayudar a los soviéticos que venían por el frente del Este. Sin embargo el puente del Río Elba que permitía conectar los trenes con toda la región oriental no fue destruido.
En Londres, en la Cámara de los Comunes en marzo del 45 se debatió la cuestión. Richard Strokes, del Partido Laborista, citó diarios ingleses y alemanes para describir el horror que habitaba las calles de Dresde. Luego explicó las distintas motivaciones que puede tener un bombardeo en medio de una guerra y se opuso a que continuaron “los bombardeos del terror”.
Churchill, en ese momento, escribió una carta a sus altos mandos: “Me doy cuenta de que es necesario concentrarse en los objetivos militares, tales como las plantas petrolíferas y las comunicaciones inmediatamente contiguas a la zona de combate, antes que en meros actos de terror y de destrucción gratuitos, por espectaculares que éstos resulten”.
Luego, por sugerencia de algunos de sus asesores, cambió el contenido de la carta: “Creo que llegó el momento de revisar los supuestos bombardeos zonales en Alemania, teniendo en cuenta nuestros propios intereses. Si tomamos el control de un país que ha sido totalmente reducido a escombros, nos resultará difícil alojar a nuestros soldados y a los aliados”.
El cambio de táctica, la suspensión de los bombardeos a ciudades, no tuvieron un móvil humanitario: estaban pensando en lo que sucedería después de la guerra, en cómo harían ellos para controlar esos territorios y de qué manera vivirían los integrantes de las fuerzas de ocupación.
Sin embargo la actitud que prevaleció fue que no se hablara demasiado de este ataque durante mucho tiempo. Hiroshima, Nagasaki y el fin de la guerra monopolizaron la conversación.
En Alemania sucedió lo mismo. La culpa colectiva por las atrocidades del nazismo condenó al olvido, durante años, los bombardeos aliados sobre las poblaciones civiles en los meses finales de la contienda. Había una especie de contrato tácito que hacía que los alemanes no hablaran del estado de ruina material y moral en la que estaban sumidos.
Fue el escritor W.G. Sebald el que puso el foco sobre la cuestión. En su libro Historia natural de la destrucción acusa a varias generaciones de autores alemanes de haber soslayado la cuestión. “El reflejo casi natural determinado por sentimientos de vergüenza y de despecho hacia el vencedor, fue callar y hacerse a un lado”. Y para graficar esto recuerda un episodio que tuvo como protagonista a un periodista sueco, Stig Dagerman, en 1946.
Dagerman cruzaba en tren por el territorio alemán. Al pasar por una de estas ciudades arrasadas por los ataques aéreo sufridos un años antes no se pudo despegar de la ventanilla. Miraba con una incómoda mezcla de fascinación, curiosidad y compasión el paisaje desolado de los esqueletos de los edificios llenos de agujeros, los escombros acumulados, lo caminos tapados de desechos, la ausencia de vida: a veces como un zombie pasaba alguien con la ropa raída haciendo equilibrio entre la pila de paredes derribadas en busca de algún alimento enterrado. El tren estaba lleno pero nadie, excepto el periodista sueco, miraba por las ventanillas, nadie miraba hacia afuera. Los demás pasajeros supieron que ese hombre rubio era un extranjero porque era el único que había posado sus ojos sobre la destrucción que estaban atravesando. Los demás no veían, no querían ver.
En la actualidad los bombardeos de Dresde son esgrimidos por negacionistas y por integrantes de la extrema derecha para impugnar las acusaciones contra el genocidio perpetrado por los nazis. O para igualar esta operación de los aliados con el plan sistemático de los nazis.
La discusión sobre si se trató de un ataque necesario, de una acción de combate válida o de un crimen de guerra continuará durante muchos años.
A la distancia, el ataque a Dresde parece haber tenido motivaciones que exceden lo táctico. Por un lado era un compromiso que había asumido Churchill con Stalin en la reciente conferencia de Yalta, para ayudar a las tropas soviéticas. Y un mensaje hacia este sobre el poder de fuego de los ingleses. Por otro parecía una especie de venganza del Carnicero Harris por los 55 mil pilotos británicos que habían sido derribados por los alemanes en los 5 años de la Segunda Guerra Mundial. Y también una táctica para infundir terror sobre la población civil alemana, para corroer su moral y confianza y apurar el final de la guerra. El poder aleccionador de la devastación, creían los altos mandos británicos, sería mayor si el ataque se dirigía hacia una ciudad que hasta el momento estuviera intacta.
El número de víctimas también está en discusión. En algún momento se llegó a hablar de casi 200 mil muertos. Al inicio de la guerra, Dresde tenía algo más de 600 mil habitantes. Para 1945 habían llegado miles de refugiados, corridos por el avance de los aliados. Algunas cifras oficiales del momento hablaban de 30 mil muertos. Hace dos décadas se creó una comisión integrada por prestigiosos historiadores e investigadores para intentar determinar el número de víctimas. La conclusión fue que oscilaba entre 18 mil y 25 mil, aunque unos años después ajustó el piso en 22.500 muertos. Otros investigadores sostienen que el número pudo ascender a 40 mil.
Entre los sobrevivientes hubo uno que tuvo mayor fama (o prestigio) que el resto. Un joven soldado norteamericano que había sido apresado y era obligado a trabajar para los nazis y que había sido alojado en un matadero. Kurt Vonnegut utilizó su experiencia en Dresde para escribir Matadero 5, una de sus obras maestras. Vonnegut había estado ahí. Había sufrido, había visto el horror, había sobrevivido. Pero sabía que ni él ni nadie era capaz de explicarlo, de comprenderlo. Por eso su novela salta en el tiempo, hay seres venidos de otro planeta, de Tralfamador, hay paranoia. Por eso Matadero 5 es una de los grandes textos bélicos de la literatura, un deforme manifiesto pacifista.
¿Cómo enfrentar lo incomprensible, cómo intentar asirlo, cómo lidiar con la devastación? Kurt Vonnegut escribió en Matadero 5: “Después de una matanza sólo queda gente muerta que nada dice ni nada desea; todo queda en silencio para siempre. Solamente los pájaros cantan. ¿Y qué dicen los pájaros? Todo lo que se puede decir sobre una matanza; ¿algo así como pío-pío?”.
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