Cuatro soldados polacos lo acompañan. No se escucha ninguna palabra. Sólo el ruido de la suela de las botas, contra las hojas resecas que descansan sobre el suelo. Tampoco se cruzan las miradas. Están cumpliendo una orden. En el medio de los soldados, camina él. Una chaqueta de fieltro con los botones mal abrochados morigera el frío. Los brazos detrás de la espalda con las muñecas atadas. La mandíbula apretada, el pelo prolijamente ordenado, la mirada vacía. Ese hombre va a morir. Al grupo lo recibe otro hombre. Actúa con decisión. Firme, toma de uno de los brazos al prisionero y lo conduce hacia la precaria instalación. No sabemos cuáles son su gestos. Tiene la cabeza cubierta con una capucha. Sólo unos limitados agujeros a la altura de los ojos. El verdugo hace subir al condenado a una horca. Un banquito rústico pero sólido, de cuatro, patas lo espera. Sobre él deberá pararse. Mientras el ejecutor manipula la soga, un cura salesiano inicia una oración.
Rudolf Höss, el condenado, la acompaña moviendo los labios pero la su voz es inaudible. De fondo árboles pelados, sin hojas, dan el marco a la fría mañana de invierno. Ya pasaron dos años del fin de la Segunda Guerra Mundial. Otros soldados polacos se acercaron con cautela y miran la escena de lejos. Cuando el verdugo saca el banquito y se abre la trampa bajo los pies de Höss (el estruendo de la madera, un quejido ahogado, el crujido de algo quebrándose) y su cuerpo queda colgando inerte, alguno de ellos se persigna. Por más asco y odio que ese hombre les provocara, la escena los impresiona. Contrariamente a lo que habían supuesto, no disfrutan el momento. Un hombre ha muerto. Hace unos minutos que nadie se mueve, que nadie habla. Mientras el verdugo inicia las tareas para bajar el cadáver -eso también le corresponde: aunque el condenado ya no pueda verlo él sigue con la capucha puesta-, el cura, en tono monocorde y sin rastros de dolor en su voz, lee un responso.
Rudolf Höss creyó, durante unos largos meses, que saldría impune. Que el pasado no lo alcanzaría. En el campo, en medio de las labores que había aprendido dos décadas antes, supuso que el resto de su vida, las siguientes décadas las pasaría labrando la tierra o en algún lejano país de Sudamérica. Pero una patrulla de soldados aliados lo despertó una madrugada a los empujones. El trato no fue amable. Él se hizo el sorprendido. Intentó pretender que no entendía de qué le estaban hablando. Cuando le preguntaron cómo se llamaba, respondió con firmeza, con naturalidad: Franz Lang. Y se señaló las ropas de labriego que tenía puestas. Gritos, empujones, amenazas. Hanns Andersen, quien estaba a cargo de la patrulla, lo conminó a que se quitara el anillo de bodas de su dedo anular. El hombre se negó. El oficial inglés le dijo que si él no se lo quitaba, no iba a tener ningún prurito en cortarle él mismo el dedo. En la parte interior del anillo de oro estaba grabado su nombre verdadero, el de su esposa y la fecha del casamiento. Varios soldados de origen judío de la patrulla empezaron a atacar al flamante prisionero. Recibió una feroz golpiza que el oficial a cargo detuvo antes de que las consecuencias fueran peores. Rudolf Höss, el Comandante de Auschwitz, el Animal de Auschwitz, sería juzgado por un tribunal.
Höss había nacido en 1901. Su padre era estricto y creyente. Estaba destinado a ingresar al seminario. Sería sacerdote. Así lo había dispuesto su familia. En sus memorias (Yo, comandante de Auschwitz) dice que el episodio que torció ese rumbo tuvo lugar cuando tenía 13 años. Que en su escuela, en medio de una pelea, empujó a otro escaleras abajo. El chico se rompió el tobillo en la caída. Él confesó su culpa ante el cura. Y no contó nada en su casa. Pero el domingo a la salida de misa, el padre de Höss le dio una paliza a su hijo y lo castigó severamente. El joven se dio cuenta que el sacerdote había violado el secreto de confesión. Según él ese episodio bastó para que su destino se modificara.
Lo cierto es que al año siguiente su padre murió repentinamente y él, mintiendo su edad, ingresó en el ejército alemán. La Primera Guerra Mundial había estallado. Su juventud no obstó a que su actuación fuera valerosa y recibiera varios reconocimientos. Se desempeñó en regimientos destinados en Palestina y el norte de África. Cuando a esas tierras lejanas llegaron noticias del armisticio y de la derrota alemana, junto a varios de sus compañeros, decidieron no resignarse a ser apresados por los ingleses. Emprendieron un improbable retorno a su casa que llevó varios meses, implicó numerosos desvíos -pasaron un tiempo inaudito en Rumania, por ejemplo- y muchísimos peligros. Todavía no había cumplido 18 años pero Rudolf Höss ya había sufrido lo suficiente.
En 1923 con uno de los líderes de su grupo, Heinrich Himmler, ejecutaron un plan para asesinar a un profesor que según ellos había delatado a un resistente alemán. Höss fue el brazo ejecutor. Y los policías descubrieron su autoría. Lo detuvieron, lo juzgaron y lo encontraron culpable de homicidio. Recibió una pena de 10 años de prisión. Pero en 1928 se benefició de una amnistía general. A principios de la siguiente década se afilió al partido nazi. Y con su decisión y obediencia fue ascendiendo en la jerarquía interna. Himmler, ya muy cercano a Hitler, recordaba viejos tiempos y valoraba su lealtad. En 1934, y ya siendo miembro activo de las SS, lo nombraron Blockführer en el Campo de Dachau. Eso significaba que estaba a cargo de una barraca con varios centenares de detenidos. Allí permaneció tres años, hasta que fue destinado a Sachsenhausen. Se trató de un ascenso. Era el segundo en la jerarquía del campo. Tenía poder decisión y lo ejercía. Un par de años después fue nombrado Comandante de Auschwitz. El ascenso fue veloz y él estaba dispuesto a no defraudar a sus superiores.
Hizo todo el cursus honorum en la pirámide de los campos de concentración.
En el medio conoció a Hedwig Hensel y se casó. Tuvieron cinco hijos. Tres varones y dos mujeres. Una de ellas, Briggitte, llegó a ser modelo de Balenciaga y varias décadas después contó la historia de su padre y del peso de vivir escapando al pasado.
Höss transformó a Auschwitz en un gigantesco conglomerado de muerte. Narró que su preocupación era conseguir que el campo fuera eficiente y que no sucedieran las injusticias que él había presenciado en otros. Lo cierto es que extendió las instalaciones, profundizó el trabajo esclavo (eso era lo que convertía a Auschwitz en eficaz) y eliminó con velocidad a los que no eran aptos para esas labores. Auschwitz pasó a tener tres grandes zonas: el campo de trabajo esclavo, la parte administrativa y el campo de exterminio, en el que quien entraba era asesinado en cuestión de horas. Höss lideró la más brutal fábrica de muerte creada por el hombre. A partir de ese momento fue conocido como el Animal de Auschwitz.
En 1941 lo llamaron desde Berlín y le confiaron confidencialmente que Hitler había ordenado la Solución Final, el exterminio total de los judíos. Él lo que hizo fue intentar optimizar los recursos para llevar eso a cabo. Cómo matar más gente en el menor tiempo posible. Así fue probando diferentes métodos. Desde los fusilamientos masivos hasta el gas Zyklon B, que fue introducido por Höss. La utilización de ese gas fue idea de un subalterno suyo, Karl Fritsz. Höss tomó la decisión de ponerla en práctica y se vanaglorió de ello. “Desde que las víctimas morían en las cámaras de gas, la vida en el campo cambió: ya no teníamos que soportar esos terribles baños de sangre que provocaban los fusilamientos”, escribió.
A fines de 1943 todo cambió para él. Los Aliados avanzaban, Alemania se desmoronaba y las denuncias sobre su persona se amontonaban en los escritorios de los jerarcas nazis. Una de ellas decía que había embarazado a una de las detenidas, a Eleonore Hodys, y que al enterarse de la situación, la destinó a un calabozo oscuro y de una estrechez tal que en él sólo se podía permanecer de pie. Unas semanas después, la mujer había perdido el embarazo. Varias de esas historias y sospechas de corrupción hicieron que fuera corrido de su cargo. Lo destinaron a un puesto administrativo en la dirección general de campos de concentración. Pero pocos meses después, pasada la tormenta de alguna interna que lo perjudicó, lo volvieron a convocar y fue puesto una vez más al frente de Auschwitz. Una tarea especial y horrorosa le esperaba. Debía liquidar en tiempo récord una carga (porque eso eran para él las personas que arribaban a su lager) voluminosa. Le encomendaron exterminar a 450 mil húngaros. La prolijidad, eficacia e impiedad de Höss volvió a relucir. Se la llamó La Operación Höss. La matanza fue de tal calibre que los enormes crematorios no alcanzaban. Otra vez debieron apilar cuerpos en las fosas comunes. “Matar a la gente no era problema. Podíamos eliminar más o menos a dos mil por hora. Pero la cremación era más lenta y trabajosa. Ese inconveniente nunca lo pudimos resolver”.
Él fue también el que ordenó la Marcha de la Muerte. Ante la proximidad del ejército soviético, dispuso la retirada a pie de decenas de miles de prisioneros que ya no tenían fuerzas, ni siquiera estaban provistos de abrigo, que eran un muestrario de enfermedades. Los expuso al frío, al hambre. Los condenó a una muerte segura y dolorosa. Y aquel que flaqueaba, que tropezaba y no se podía levantar, ordenó que fuera ultimado de un disparo para que el ejemplo cundiera. Mientras tanto, Höss pensaba en cómo fugarse. Sabía que de ser apresado su futuro sería escaso. Primero se disfrazó de miembro de la Armada de su país, luego en ciudadano común y finalmente en campesino. Logró estar prófugo más de un año. Llegó a creer que ya no lo encontrarían. Se comunicaba cada tanto con su familia. Cuando todo estuviera más tranquilo ansiaba juntarse con su esposa y sus cinco hijos. Siempre se vanaglorió de ser un hombre de familia, de dejar los problemas del trabajo fuera de su casa (aunque su última casa familiar estuviera dentro del complejo de Auschwitz). “Cuando el espectáculo de lo sucedido en el trabajo me trastornaba demasiado no podía volver a casa con mi familia. Hacía ensillar mi caballo y, cabalgando, me esforzaba por liberarme de mi obsesión. Cuando me invadía el recuerdo de incidentes ocurridos durante el exterminio, entonces salía de casa porque no podía permanecer rodeado por mi familia”, explicó en sus memorias, tratando de crear una imagen en el que el asesino de masas conviviera pacíficamente con el ejemplar padre de familia.
Una tarde una patrulla aliada golpeó a la puerta de su casa familiar. Preguntó por su paradero. Ni su esposa ni sus hijos respondieron. Golpearon a los hijos varones y amenazaron con entregárselos a las autoridades soviéticas, que sin dudas los enviarían a Siberia. La madre decidió proteger a sus hijos y les brindó el paradero de su esposo.
Luego de la detención fue llevado como acusado a los Juicios de Nüremberg. Allí puso en marcha su táctica defensiva, la misma que emplearía en el proceso en su contra. Él sólo cumplía órdenes emanadas de los altos mandos. No le quedó más remedio que hacerlo. Él con su propias manos jamás había matado a nadie, sostenía. En un momento uno de los fiscales dijo que en su campo de concentración habían asesinado a más de tres millones y medio de personas. Rudolf Höss lo interrumpió, con algo de indignación, pero sin levantar la voz: “Sólo fueron dos millones y medio. El resto murió por enfermedades o por el hambre”.
Höss, que se escudó en la sumisión a sus superiores, en el cumplimiento del ordenamiento legal vigente, en la lealtad a su patria actuaba, movido por otras cuestiones. Su búsqueda de poder, de dinero y de éxito era superior a cualquier otro estímulo. Esa ambición desmesurada fue lo que lo impulsó a ascender sin importar las atrocidades que cometiera en el camino.
Fue enviado a Polonia para su juzgamiento. Allí, en Auschwitz, en el lugar en que desplegó sus crímenes, fue sentenciado a muerte. El 16 de abril de 1947 se cumplió la condena. La horca en la que fue colgado había sido construida, unos años antes, por orden suya.
Seguir leyendo