Su apariencia no era la de un héroe. Excedido de peso, con la mirada huidiza, las mejillas abundantes y rojizas, el pelo demasiado pulcro, bigote policial, un andar torpe, algo grotesco. Tenía 34 años, algunos problemas de relación y vivía con su madre. Siempre había querido ser policía pero no lo había conseguido.
El 27 de julio de 1996, en medio de los Juegos Olímpicos de Atlanta, Richard Jewell ejercía de guardia de seguridad privado. Era uno de los cientos contratados para mantener el orden en el Centennial Park, el parque olímpico. El lugar era un especie de epicentro de los Juegos en los momentos en que el deporte no se llevaba toda la atención. Oficiaba de gran punto de encuentro y recreación. Lo que ahora se denomina “Fan fest”. Por las noches, cuando las competencias se iban terminando, el público se congregaba allí. Había puestos de comida, espectáculos musicales y mucha, mucha gente.
El 27 de julio tocaba un grupo musical, como en tantas otras noches. Eran los Jack Mack and The Heart Attacks, un grupo formado hacía casi veinte años que nunca consiguió un gran hit, pero que se desempañaba como banda de un late night show muy conocido. Entre temas originales y varios covers de soul, la banda animaba a casi 50 mil espectadores. De pronto, Richard Jewell, el guardia de seguridad, detectó una mochila verde debajo de un banco de plaza. Se acercó y, sin tocarla, la inspeccionó. Estaba seguro de que su presencia era nueva: él ya había mirado allí en las horas previas. Elevó la voz por sobre la música y preguntó a quienes estaban alrededor si esa mochila era de alguno de ellos. La mayoría eran jóvenes que estaban disfrutando de los números musicales o que estaban gestando alguna conquista amorosa. No le prestaron atención. Jewell volvió a preguntar con más énfasis. La insistencia, el tono imperativo, obligó a que le respondieran. Nadie era el propietario de la mochila verde. “Cuando nadie dijo ser el dueño, los pelos de mi nuca se erizaron y la adrenalina empezó a correr por mi cuerpo. Pero debía actuar con profesionalismo”.
Para el guardia de seguridad, la presencia de un bulto sospechoso no le dejaba margen para la improvisación. Sólo podía actuar de una manera. Debía poner en marcha el protocolo ante potenciales aparatos explosivos. Jewell dio aviso a la policía y se apuró en alejar a la gente del lugar. De inmediata pidió colaboración para evacuar a los espectadoras y determinar una zona de exclusión, organizar un cerco. Mientras, Jewell se encontraba desarrollando esta tarea y la brigada antiexplosivos se acercaba al Parque Olímpico, una llamada alertó al 911 local. “Hay una bomba en el Centennial. Tienen menos de 30 minutos”, dijo una lacónica voz y cortó la comunicación.
9 minutos después el explosivo casero explotó. Su poder de destrucción era muy grande (fue la bomba casera de mayor magnitud de la historia del FBI, según afirmó una fuente de esa agencia). Unos clavos salieron disparados en medio de la oscuridad de la noche y la alegría olímpica. Murió una mujer de 44 años y más de un centenar de personas debieron ser asistidas con diferentes grados de lesión -hubo una víctima más: un camarógrafo de la TV turca murió de un ataque cardíaco mientras corría a cubrir el desastre-. Pero estas consecuencias fueron muy menores si se tiene en cuenta el poder del explosivo y las 50 mil personas que se encontraban en el Parque.
Lo que había logrado evitar más muertes había sido la veloz y decidida actuación de Richard Jewell.
El FBI empezó a buscar con desesperación al responsable del atentado. Se barajaron las más diversas hipótesis. Debían actuar rápido. Los Juegos continuaban y el mundo estaba pendiente de Atlanta. También debían asegurarse que no volviera a ocurrir en los días siguientes. Muchos de los 20 mil periodistas acreditados dejaron el seguimiento de las disciplinas deportivas para dedicarse a obtener mayor información sobre la bomba y su autor.
A menos de 24 horas, en la tarde del día siguiente a la explosión, la CNN pareció ganarle a todos de mano. Uno de sus principales conductores había escuchado que no se produjo una masacre por la decidida intervención de un guardia de seguridad. Alguna fuente policial le acercó, también, su nombre: RIchard Jewell. Una productora lo rastreo por todo Atlanta y a la tarde del día siguiente, Jewell fue a los estudios de la cadena televisiva, acompañado por su madre. Una gran primicia de la CNN. Habían logrado dar con el héroe que salvó cientos de vidas.
Jewell contestó a las preguntas cómo pudo. Una mezcla de inexperiencia, timidez e incomodidad hizo que sus respuestas no fueran del todo fluidas. Algo natural para el que se enfrenta por primera vez a una cámara. Y además debió lidiar con un problema técnico. Tenía un auricular a través del cual le llegaban preguntas desde los estudios de Washington. Ese delay también enrareció la conversación, como las gruesas gotas de transpiración que descendían como hormigas desde su frente nerviosa. Pero nadie pareció notar nada de eso en aquel momento. El que hablaba era un héroe. Alguien que había salvado cientos de vidas gracias a hacer bien su trabajo, con conciencia y atención. Un héroe inesperado, improbable. Una gran historia.
Pero todo cambió bruscamente. Richard Jewell mantuvo su status de nuevo héroe americano tan sólo 72 horas. Tres días después, el Atlanta Journal-Constitution, principal diario de Atlanta, informó que para el FBI, Richard Jewell se había convertido en el único sospechoso del atentado. Él guardia ya había deslizado en una de las muchas entrevistas que había dado en esos tres días que sabía que él sería investigado.
Conocedor cómo era de los protocolos policiales -lo que llevó a que salvara muchas vidas- sabía que quién descubre el explosivo siempre es investigado. Pero el FBI fue más lejos. Creyó ver en su gordura, en la frustración por no poder ser policía, en sus escasos éxitos profesionales, en su nula vida social y en que vivía con su madre, las características perfectas de un asesino de multitudes.
Su móvil en realidad, según los investigadores, había sido el de obtener reconocimiento público. Plantar la bomba para poder ejercer de salvador, sin importar el daño que esa operación pudiera implicar. La suma de esos elementos hacían ingresar a Jewell en el perfil de sospechoso de este tipo de crímenes. Uno de los problemas era que el FBI no tenía diseñado un perfil de “héroe que salvara gente de bombas poderosas”. Tal vez, la minuciosidad y la obsesión de Jewell, la ambición por hacer bien su trabajo, lo hubieran hecho entrar en esa tipología.
Hordas de periodistas se instalaron en la puerta de la casa de su madre. El giro de los hechos hizo más fascinante el caso todavía. El héroe convertido en culpable en apenas unas horas. El FBI no comentaba nada oficialmente. No lo había acusado ni imputado pero sí lo sometían a investigación. Alguien publicó el teléfono de los Jewell. Más de mil llamadas por día los insultaban, hostigaban y amenazaban.
El día anterior a que apareciera la noticia de que él era sospechoso, los agentes federales lo engañaron y lo sometieron a un interrogatorio sin presencia de su abogado, diciéndole que sólo se trataba de un simulacro y que “quién mejor que él, el nuevo héroe, para ayudarlos”. Trataron de extraerle una confesión forzada. Luego, con todos los periodistas plantados en la puerta de su casa, llegó un equipo de peritos a obtener muestras de su pelo, huellas dactilares y hacerle grabar unas quince veces el texto del mensaje al 911. La principal preocupación de Jewell era que los del FBI terminaran antes que su madre regresara del trabajo. No quería darle otro disgusto.
Naturalmente los diarios y los canales de noticias -que ya eran un fenómeno instalado en ese tiempo- se poblaron de notas sobre el tema. Mucha gente que estuvo vinculada al flamante sospechoso llamaba a las redacciones reclamando su minuto de fama. Así, los datos y chismes sobre el pasado de Richard Jewell se fueron acumulando. Su frustrado deseo de ser policía, el rechazo de las fuerzas de seguridad por su escasa condición física, sus anteriores trabajos como vigilador privado.
Cada uno de sus errores profesionales vistos con una lupa, magnificados exponencialmente. El director de un campus universitario declaró que Jewell se excedía en sus funciones policíacas. Sobreactuaba su personaje: una obsesión por creerse policía cuando no lo era. Veinticuatro horas después de la revelación que lo transformó en sospechoso, ya quedaban pocas personas en Estados Unidos (y en el mundo) que no creyeran que Jewell había sido el que había puesto la bomba.
Había otro nombre que conspiraba contra su coartada y su defensa. Jimmy Wade Pearson. Alguien que había llegado a los diarios doce años antes, durante otros Juegos Olímpicos, los de Los Ángeles 84. Pearson era un policía que encontró una bomba en un micro que transportaba elementos de utilería de la delegación turca. Su hallazgo fue visto como una proeza pero avanzada la investigación, Jimmy Wade Pearson confesó que él había puesto la bomba para poder quedar como un héroe. Alguien recordó ese antecedente, y a todos le quedó claro que Jewell repitió ese modus operandi. No podía ser de otra manera.
Tres meses después el FBI desligó a Richard Jewell de la investigación. Reconoció que se había tratado de un error y que él no había tenido participación alguna. La Fiscal General Janet Reno, en un gesto excepcional, muy desusado, le envió una carta con firma manuscrita disculpándose por los problemas ocasionados.
El drama de Richard Jewell tiene varias dimensiones. No sólo le quitaron el protagonismo de una historia de heroísmo, el reconocimiento por haber salvado muchas vidas; ni siquiera le dejaron el orgullo de que se supiera que había desarrollado su trabajo con probidad y de acuerdo a las normas de su oficio. Debió sufrir el señalamiento, soportar las sospechas de la prensa y la sociedad. Y tuvo también que soportar que toda su vida previa fuera escrutada, que cada uno de sus fracasos y errores fueran expuestos (y magnificados).
Ni el FBI ni la prensa se detuvieron a analizar los hechos, el suceso; todo fue visto y analizado a la luz de la vida miserable anterior de Jewell, a su falta de éxitos. Parecía, según esa lógica, que no podía haber dudas respecto a su responsabilidad.
“Una de las cosas que peor me hizo, que más me dolió, fue que mi mamá estaba muy orgullosa de lo que había hecho su hijo. Por una vez en la vida, todos sabían que su hijo había hecho algo bueno”, dijo Richard Jewell unos años después. El daño al prestigio, la falta de reconocimiento, los problemas, la persecución, la vergüenza y lo peor de todos: el corazón roto por defraudar (o parecer que defraudaba) una vez más a su mamá.
A la semana de la explosión de la bomba, se determinó que según la línea de tiempo que había logrado trazar el FBI era absolutamente imposible que Jewell hubiera podido llamar desde un teléfono público al 911. Poco importó. Más que como una prueba judicial, se interpretó como un dato de color poco relevante, que no lograría impedir el desarrollo de una gran historia, una más interesante que tener un atentado sin responsable.
Un tiempo después apareció el verdadero culpable. Eric Rudolph, un extremista que también puso bombas en un bar lésbico y en dos clínicas que practicaban abortos. En esos atentados mató 3 personas e hirió casi 150. Fue identificado pero se mantuvo prófugo casi cinco años. Cuando lograron atraparlo, Rudolph confesó, entre otros, el crimen de los Juegos Olímpicos de Atlanta.
Richard Jewell no se resignó. Decidió litigar contra los principales medios que lo habían difamado. La CNN, el New York Post -que publicó varias portadas inculpándolo y mofándose de él, al diario de Atlanta que dio a conocer la noticia, entre otros-. Con la mayoría llegó a un acuerdo extra judicial en el cual fue indemnizado. El monto de cada arreglo se desconoce. Sólo no llegó a un acuerdo con el Atlanta Journal. Varios años después de su muerte, la Corte de Atlanta determinó que no había culpabilidad del medio periodístico porque lo publicado, si bien era erróneo, correspondía con lo que informaban las fuentes oficiales.
Jewell murió en 2007, a los 44 años. Su madre todavía vivía y él estaba casado con Dana. Sufrió un infarto masivo. Una tarde al volver del trabajo, su esposa lo encontró tirado en el piso de su habitación. Llevaba varias horas muerto. Los problemas de salud lo habían minado. La diabetes había avanzado con furia sobre su organismo. Habían tenido que amputarle varios dedos del pie y el hígado casi no funcionaba. Después de los Juegos Olímpicos de Atlanta y una vez que fue desligado de la investigación, logró ser policía en un pequeño pueblo y cumplir con otras tareas de seguridad. Sus superiores destacaron su profesionalismo. Hasta fue condecorado por su valor.
Clint Eastwood, en sus últimas películas, ha contado casos reales. Su tema parece siempre el mismo. Gente común que hace su trabajo bien en situaciones límites, profesionales que salvan vidas con el heroísmo del actuar responsable y profesional. Y, un tema que viene emparejado: cómo la sociedad necesita hostigar a quien encaramó como a un héroe. Richard Jewell es un perfecto ejemplo. Y tal vez por eso decidió que el título de la película fuera el nombre del protagonista, para que pudiera recuperar, casi un cuarto de siglo después, el reconocimiento.
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