Viajé a Malvinas junto a otros dos periodistas invitados por el “Gobierno de las Islas Falkland”, una administración a la que la Argentina no le reconoce legitimidad y considera prácticamente títere del gobierno colonialista del Reino Unido. Hay bastante de cierto en la postura argentina, pero estas personas existen, tienen algunas opiniones sobre la realidad y, sean o no títeres de Londres, alguna vez tendrán que ser tenidas en cuenta. De hecho, lo han sido en el pasado, ya que no todos nuestros gobiernos tuvieron la misma posición al respecto.
Y si acepté la invitación para visitar las islas durante una semana es porque la disposición transitoria primera de la Constitución argentina –la que ratifica la soberanía sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur, y declara su recuperación como “un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino”– dice que “el modo de vida de los isleños” debe ser respetado. Y, para respetarlo, me parece evidente, hay que conocerlo.
A las islas se llega mediante un vuelo semanal los sábados desde Santiago de Chile, con escala en Punta Arenas, y más recientemente otro desde San Pablo (Brasil). Ambos vuelos hacen escala, cada 15 días, en Río Gallegos y Córdoba capital respectivamente. Para los argentinos, son vuelos caros, con paradas difíciles, que tienen un precio y una duración insólitas. También hay un vuelo semanal directo desde Gran Bretaña, con un costo ridículamente excesivo, pero -subsidio mediante-razonable para los isleños. Sale desde una base militar a 130 kilómetros de Londres y hace una escala para cambiar la tripulación en la Isla de Ascensión, que forma parte del territorio de ultramar del Reino Unido de Santa Elena, Ascensión y Tristán de Acuña, ubicado a más de 1800 kilómetros de distancia de la costa occidental de Angola, en África.
De Santa Elena proviene cerca del 10% de la población malvinense. Famosa porque fue allí donde se exilió Napoleón, pasó sus últimos años y murió, la isla de Santa Elena tiene el 10% de la superficie de las Malvinas con más o menos la misma población. En Malvinas, los santahelenos encuentran un destino donde ir a trabajar en condiciones razonables y con salarios relativamente altos, mayormente prestando servicios a la base militar de Mount Pleasant.
Según el censo de 2016, menos de la mitad de los pobladores nacieron en las islas (42%), circunstancia que los isleños suelen informar, no sin orgullo. Existen, dicen, malvinenses con hasta 9 generaciones de nacidos en las islas. Los británicos expatriados, por su parte, representan un 30% de la población. En 1986, cuando la población de las islas comenzó a crecer luego de años de estancamiento, eran 465; hoy son cerca de 900.
En un muy colorido libro publicado en 2017 -My Falkland Islands Life: One Family’s Very British Adventure- Jen Carter, una ama de casa inglesa y esposa de un investigador sobre cultivos tropicales, da detalles sobre cómo fue su experiencia en la segunda mitad de los 80, cuando junto a su esposo y su hijo recién nacido pasaron dos años en Bahía Fox, un asentamiento de unos 30 habitantes.
Rico en anécdotas sobra la vida en el campo en la posguerra, Carter reproduce un folleto de bienvenida que las autoridades daban a quienes llegaban: “El expatriado ideal sería algo así como un modelo: estable, autosuficiente, de fácil trato y una buena mezcla de buen anfitrión y cocinero, un optimista decidido a no dejarse llevar por el viento, la nieve, el aguanieve, la lluvia o el frío, con una disposición a ‘hacerlo él mismo’ (do-it-yourself disposition) y un sentido del humor irreprimible, aficionado a los espacios abiertos, la naturaleza y la jardinería... Pero muchos mortales comunes con el buen sentido de aceptar el lugar tal como es y aprovechar al máximo lo que ofrece han sido, y somos, felices aquí”.
La segunda minoría detrás de los santahelenos son los chilenos, que representan un 6% de los 3200 habitantes que registra el censo de 2016. Muchos son de Punta Arenas, y es común verlos trabajar durante la temporada cruceros –que se extiende de octubre a abril– en hoteles, cafés, bares y gift shops. En un lodge en Sea Lion Island, una pequeña isla a 40 minutos de avioneta desde Stanley, Cecilia, una chilena en sus 30 que solía cocinar en cruceros, dice que está contenta: cobra bien, le gusta su trabajo (aunque a diferencia del crucero, acá además de cocinar ayuda con otras tareas), y el año pasado pudo llevar a su madre de viaje a Nueva Zelanda, donde vivió y tiene una amiga. Viajaron en primera.
Hay otras más de 50 nacionalidades en las islas, muchos de ellos residentes de paso, por temporadas, en general para tener trabajos relacionados con el turismo o la cría de ovejas -entre octubre y noviembre suele llevarse a cabo la esquila-. La pesca genera menos inmigración, aunque algunos españoles (principal destino de los calamares que allí se obtienen) viajan hacia o desde las islas para abordar o desembarcar de los buques que pescan en la zona.
La noche en que se realizó el censo de 2016, unos 34 argentinos estaban en Malvinas como “visitantes no residentes”. Se calcula que unos 400 visitan la isla anualmente -muchos ex combatientes reciben ayuda de gobiernos locales, provinciales y municipales, para poder viajar- y existen algunos pocos viviendo allí en forma permanente. Los argentinos que viven en Malvinas son como las brujas: nadie los vio, pero que los hay, los hay. Y es que prefieren un bajo perfil, en beneficio de una mejor relación con la comunidad que los acoge.
Malvinas tiene dos aeropuertos: el que recibe los vuelos de Río Gallegos y Córdoba es el de Mount Pleasant, y el de Stanley, de donde parten las avionetas del FIGAS (Falkland Islands Government Air Service).
El vuelo que aterriza en Mount Pleasant se anuncia en Río Gallegos con destino a Puerto Argentino, mientras que Google Fligths lo muestra como Monte Agradable. Es un aeropuerto militar, ubicado en la base del mismo nombre a unos 43 kilómetros de la capital. Para mi sorpresa, es un aeropuerto bastante “spanish-friendly”, con cartelería en español y algunos empleados hispanoparlantes. No sé por qué, esperaba más aprensión hacia el español. Al terminar el trámite de migraciones, el funcionario me da, junto con el pasaporte, un folleto con “Información para el visitante”. En el primer apartado, “El respeto”, dice: “El Conflicto de 1982 dejó a nuestra tierra marcada con campos de batalla y recuerdos imborrables, en el caso de los que lo vivieron. Por lo tanto, le solicitamos que respete los sentimientos de los isleños, de la misma forma que respetaremos los suyos”.
El aeropuerto de Stanley es más antiguo y pequeño, y fue construido en los 70, antes de la guerra, con la colaboración de argentinos. Lo utiliza la FIGAS, la empresa estatal que se encarga del transporte aéreo entre las islas del archipiélago y la capital. Son la principal vía de comunicación, funcionan como una especie de taxi, y tienen tarifa subsidiada para los pobladores. En las avionetas de la FIGAS viajan tanto residentes como turistas y carga de todo tipo: no es raro compartir tramos con animales, comida o diferentes cargas. Nosotros la usamos para llegar a la posada en Sea Lion Island, la última isla que forma parte del archipiélago de Malvinas hacia el sur, y dueña de paisajes irreproducibles, colonias de pingüinos, lobos marinos y aves de todo tipo. Pero también, una isla que lleva al extremo dos características de la vida isleña: la soledad y el aislamiento. Cecilia cuenta que la temporada pasada sólo volvió a la capital una vez, para ir al hospital. Viven en una casa a pocos metros del lodge y tienen otra construcción aparte, creo entender que es una especie de garaje, en el que montaron un bar, a donde van al terminar el día por unas copas. En su máximo esplendor, el hostal alberga 24 pasajeros.
Pero volvamos a la base militar. Según el gobierno argentino, la militarización de Malvinas no se limita al aeropuerto sino que se extiende a todo el territorio de las islas, algo que los isleños desmienten. Como los datos del censo excluyen la base, no es posible saber cuántas tropas hay en las islas. Algunas estimaciones aseguran que superan a la población civil, que según el último censo es de 3200 personas.
Los isleños se esmeran en mostrar que tal militarización no existe. Y resulta, a simple vista, difícil tener una opinión al respecto: si bien el aeropuerto es militar (está prohibido tomar fotografías y las comodidades no abundan), en el arribo y la partida nunca tuvimos contacto más que con civiles e incluso la seguridad, los controles y el escaneo del equipaje estuvieron a cargo de la policía (civil) de Malvinas.
Sólo en una oportunidad cruzamos un grupo de militares en uniforme de combate: fue durante la visita a una estancia en “the camp” (como le dicen los isleños al campo, que es todo lo que no es la capital o la base militar; se trata de un “contagio” del español de los gauchos que estuvieron en la isla el siglo pasado), en un galpón destinado a la esquila de ovejas. Afuera el viento soplaba con intensidad, casi con violencia, cuando dentro del galpón sorprendimos a unos cuatro soldados en un descanso de aspecto antirreglamentario.
En dos ocasiones un avión militar sobrevoló Puerto Argentino, y uno puede, además, adivinar a miembros de las Fuerzas Armadas de Her Majesty en los bares, sobre todo en las noches de viernes y sábados, por unos físicos más atribuibles a los rigores castrenses que a la esquila de ovejas.
Más allá de eso, en las islas a los militares mucho no se los ve, aunque se los intuye.
En 1982, en plena guerra, el poeta, sociólogo y antropólogo Néstor Perlongher citaba un manifiesto del Frente Homosexual de Liberación –probablemente redactado por él mismo– que afirmaba que en las Islas Malvinas había 8 homosexuales, basando la estimación en el mítico Informe Kinsey sobre Comportamiento sexual del hombre (1948) y Comportamiento sexual de la mujer (1953).
Treinta y siete años después, en la semana que estuve en las islas conté 22 en Grindr, la red social de contactos exclusiva para hombres: cerca de la mitad aparecen conectados en la zona de la base militar, aunque ese número tiene un sesgo: con una internet y una red celular costosas y deficientes, los isleños son poco dados al uso de aplicaciones en general, y a las de citas en particular. En Tinder, por ejemplo, no había ningún local, y de los 22 perfiles de Grindr sólo 4 se reconocían como isleños.
Los perfiles que aparecen a una distancia de 43 kilómetros de Stanley, en la base militar, no necesariamente son de militares. Un joven, por ejemplo, de 27 años, oriundo de Santa Elena, que usa bigotes vintage, trabaja en el NAAFI. En su perfil de Grindr dice que busca “Friends with benefits”, y durante el tiempo que chateamos se muestra agradable y simpático.
El NAAFI (Navy, Army and Air Force Institutes) es una compañía creada por el gobierno británico en 1920 y que administra tiendas comerciales, clubes e instalaciones recreativas en las bases de las fuerzas armadas británicas. Son civiles que, por ejemplo, operan el “free shop” en el aeropuerto de Mount Pleasant (una especie de kiosco muy pequeño que vende algunos chocolates, whisky y perfumes).
Hablo con algunos locales y me dicen que, a pesar de ser una comunidad muy pequeña, la de Malvinas también es una sociedad muy abierta, definitivamente gay-friendly, tal vez por su cosmopolitismo.
De los cuatro isleños conectados, dos tienen más de 50 años y muestran sus rostros. También hay un joven de 20 años, que parece haber regresado a la isla para las fiestas: y es que, como muchos isleños, estudia (comedia musical) en Inglaterra.
A los 16 años, cuando completan su educación en la isla, el Gobierno local paga los estudios y todos los gastos a quienes quieran ir a la universidad, en cualquier parte del mundo que elijan. Si bien lo habitual es que en su mayoría los jóvenes vayan al Reino Unido, también hay una minoría que elige países como Australia, Nueva Zelanda e, incluso, los Estados Unidos.
Un 85% de quienes emigran para realizar sus estudios vuelve, afirman los isleños no sin jactancia. Escucho y automáticamente pienso: ¿cuántos de los estudiantes que se trasladan desde el interior de la Argentina hacia centros urbanos regresan a sus pueblos? No me sorprendería si la respuesta fuese 85%.
Han pasado cuatro meses desde que recibí la invitación para conocer las Malvinas durante “al menos una semana”. Aún hoy retengo de esa charla dos puntos importantes: el “al menos una semana”, porque en las islas todo compromiso está sujeto a cambios por circunstancias climáticas, y la advertencia de que algunos isleños “pueden llegar a ser hostiles”. Ya de vuelta en el continente, ambas advertencias me parecen necesarias y, a la vez, un poco exageradas.
Respecto del clima, es cierto que tuvimos que hacer algún cambio de actividades y el regreso al continente se vio demorado algunas horas por unos vientos fuertes, reprogramaciones y demoras que los isleños toman con naturalidad y que a los visitantes nos ponen un poco ansiosos. El clima es duro, con vientos fuertes, muy parecido al de la patagonia argentina.
Sobre la hostilidad de los isleños, la experiencia se reduce a un incómodo intercambio, vía chat, con un joven isleño de 23 años conectado bajo el apodo “Hung fun”, que no mostraba foto y que ante la amable invitación a conversar de un periodista argentino, respondió con un “Fuck that, bye” luego de algunas expresiones algo descorteses.
Días después de recibir la invitación, un formulario agregó una tercera advertencia: “‘Malvinas’ no es el término español o portugués para ‘Falkland Island’; es la palabra que Argentina usa para reivindicar su reclamo de soberanía, y algunos isleños la encuentran ofensiva, tanto online como en persona; en español por favor use Islas Falkland y en portugués Ilhas Falkland”. La misma advertencia se va a repetir oralmente en el primer encuentro con nuestros anfitriones, el equipo de comunicación isleño, al llegar.
El de la toponimia es, en efecto, uno de los puntos de desacuerdo entre Argentina y el Reino Unido. El nombre “Islas Malvinas” es una derivación del francés îles Malouines, que es el nombre que el navegante francés Louis Antoine de Bougainville le dio a las islas y que refiere a Saint-Malo, Francia, el puerto bretón de donde provenía la mayoría de los primeros colonos. “Falkland”, en cambio, es el nombre que el británico John Strong le dio al estrecho que separa ambas islas (conocido en español como Estrecho de San Carlos), y que luego se le aplicó a las islas.
Si bien ambos tienen etimologías diferentes, existen quienes creen que Islas Malvinas es el término en español para lo que en inglés se conoce como Falkland Islands: “Es sencillo: Malvinas en español y Falkland en inglés", me dice un ex combatiente en una charla que mantengo con un grupo que para en el mismo hotel. Viajamos con ellos desde Río Gallegos y nos cruzamos a diario. Nuestros intercambios fueron amables, marcados por cierta mutua curiosidad sobre el objetivo de nuestro viaje.
Irónicamente, el hotel que compartimos es el Malvina House Hotel, principal alojamiento de la isla, que debe su nombre a la hija de su fundador y que, según explica su web, nada tiene que ver con el nombre que Argentina da a las islas: “Malvina House fue construido por John James Felton y lo nombró así luego de que su hija menor Malvina Nathalia Felton naciera en 1881. Malvina es un viejo nombre escocés y está completamente desconectado con el nombre de Argentina para las islas”.
Pero más allá de la disputa, existe un modo sencillo y amable de evitar tensiones, que no exige renunciamientos ni explicaciones: consiste en referirse a las islas como “las islas” o “the islands”.
Otro nombre también genera controversia: históricamente llamada Puerto Stanley, la capital fue renombrada Puerto Argentino en 1982, durante la guerra, por un decreto del dictador argentino Leopoldo Fortunato Galtieri. En los ’90, los años en los que Argentina llevaba a cabo la política de “seducción a los kelpers”, el entonces presidente Carlos Menem estudió derogar el decreto de la dictadura, pero desistió. Siendo una medida simbólica de relativamente bajo costo político -siempre está bien derogar decretos de la dictadura–, de llevarse a cabo probablemente podría despertar una leve, casi imperceptible, mueca de satisfacción por parte de los isleños. O no, quién sabe.
A diferencia de las otras advertencias, el de los nombres no fue un punto de conflicto durante la semana que pasé en las islas. A decir verdad, sólo una vez, durante la cena que mantuvimos con cuatro “MLA” deslicé por error un “Malvinas”, que mi interlocutor disculpó con un gesto de benevolencia.
Los MLA son los miembros de la Asamblea Legislativa de las islas, que además tienen un gobernador británico, designado por el Foreign Office y de funciones -dicen los isleños- más bien protocolares. El gobierno efectivo, explican, está a cargo de la Asamblea, que tiene 8 miembros: 5 representan a la población de Stanley y 3 al “camp”. Las postulaciones son individuales, no existen los partidos políticos y las campañas se hacen con muy bajo presupuesto. La relación de la población con sus representantes y el nivel de debate público son probablemente muy parecidos a los de una democracia directa. Nada muy diferente a lo que sucede en pueblos pequeños del interior de la Argentina, en los que intendentes y concejales son vecinos y amigos de gran parte de sus gobernados y la población suele tener un alto involucramiento en las cuestiones públicas.
De la cena participaron Teslyn Barkman (33) y Stacy Bragger (35), isleños de nacimiento, y Barry Elsby (57) y Mark Pollard (40), quienes, en cambio, nacieron en el Reino Unido pero llevan años viviendo en las islas. La mitad de la asamblea.
Teslyn está separada, tiene un hijo y antes de ser MLA trabajó en el periódico local Penguin News y en la oficina de comunicaciones del gobierno isleño (es común que los pobladores tengan más de un trabajo: no porque con uno no alcance, sino porque muchos empleos no exigen tanta dedicación). Por su juventud y su aspecto, parece ser la más moderna, audaz y cosmopolita del grupo. A pesar de su carácter algo más retraído y sin tatuajes ni peinados estridentes, probablemente Stacy no esté tan lejos de las ideas de Teslyn. Está casado, tiene un hijo y también fue periodista antes de dedicarse a la política, en la radio local. Los dos estudiaron en el Reino Unido y regresaron al pago. Barry fue médico y es por lejos quien luce más british y menos islander, mientras que a Mark, sentado en la otra punta de la mesa y con tono de voz muy bajo, apenas le llego a escuchar. Después me cuentan que trabaja o trabajó en un puesto directivo de la Falkland Islands Company (FIC), una especie de monopolio que tiene desde tiendas minoristas hasta compañías constructoras.
Previsiblemente, durante la cena se interesaron por el nuevo gobierno de Argentina. Junto a mis compañeros de viaje, intentamos marcar las sutiles diferencias que separan al nuevo Presidente de su compañera de fórmula. Podría decirse que Cristina Kirchner los aterra. Los del kirchnerismo fueron años de aislamiento y dificultades para el trabajo conjunto, sin que la Argentina haya mejorado su posición, dicen. El macrismo, claro, fue más benévolo aunque no les despierta grandes entusiasmos (Stacy, por ejemplo, los criticó duramente en su plataforma de 2017), y para mi sorpresa, ya nadie recuerda a Menem, aunque sí tengan presente dos medidas tomadas bajo su gestión, a su favor y en su contra: recuerdan los ’90 como años en los que mejoró la relación con la Argentina y se avanzó en diferentes aspectos de cooperación, pero también lamentan la inclusión del reclamo de soberanía en la Constitución del ’94.
No se muestran muy conmovidos cuando les pregunto por la comisión que anunció Alberto Fernández el día de su asunción para acordar una política de Estado tendiente a la recuperación de las islas.
La conversación fue respetuosa, y más tarde supe que los tres periodistas del grupo pudimos establecer un diálogo franco sobre las aspectos a veces incómodos (conflicto de intereses, cómo es separarse y estar soltero en una isla pequeña, con tan poca gente…).
Yo quedé sentado al lado de Barry, con quien hablamos un poco sobre política Argentina y a quien le pregunté sobre la propuesta de solución del conflicto de soberanía que el abogado argentino Marcelo Kohen presentó en las islas hace más de un año. Escribí una nota sobre esa propuesta y tuve una conversación por Skype muy interesante con Kohen, un especialista en derecho internacional que vive en Suiza, representó a la Argentina en la disputa con Uruguay por las pasteras y contra Ghana por la Fragata Libertad, y ha estudiado largamente la disputa sobre la soberanía de las islas. Bajo la idea de soberanía argentina con autonomía isleña, la de Kohen tiene el interés de ser la única propuesta concreta de solución de la disputa que existe, y por supuesto Barry la conocía. Su respuesta literal fue: “Creo que falta tiempo para que podamos hablar sobre eso”. Fue en ese marco que dije “Malvinas” donde debí decir “the islands”… Inmediatamente me detuve y dije “the islands”, a lo que Barry hizo una especie de gesto de “siga-siga”, y continuamos.
Al resto de los MLA vamos a cruzarlos unos días después en uno de los dos restaurantes que hay en la capital. Porque como dice Patricio –chileno, electricista y con más de una década viviendo en la isla–, en Malvinas casi no hay clases sociales ni “círculo rojo”: todos se conocen con todos, todos son vecinos, amigos, sus hijos comparten escuela, se conocen todos se cruzan... Patricio dice que cuando va a tomar cerveza suele ver al gobernador, quien se suma a su grupo, y asegura que su vida no es muy diferente de la del resto de los isleños.
Y efectivamente, en los pubs de Malvinas es posible cruzarse si no a todo el mundo, al menos a la pequeña parte de él que allí vive. Después de una cena temprana -entre las 18 y 19-, cerca de las 21 y hasta las 23.30, puede verse a isleños de todas las edades, militares de la base y turistas.
Patricio también dice que tiene un amigo argentino, al que no le gustan los periodistas, porque alguna vez habló con uno y sus palabras fueron tergiversadas, pero antes de volver junto a su grupo de amigos promete hacer una gestión en nuestro nombre. No volveremos a saber de él.
En otras condiciones, votaría por quedarnos hasta ser los últimos en irnos del pub. Pero es tarde y al día siguiente nos espera el campo, “the camp”.
Fuera de Stanley, “the camp” trae a la mente la descripción que el biólogo padre de la Evolución Charles Darwin hizo de las islas en El viaje del Beagle. Un naturalista alrededor del mundo: “Una tierra ondulada, con un aspecto desolado y miserable y de un monótono color marrón, cubierta por doquier por un suelo turboso y unos pastos crespos, (…) unos tristes pastos de color marrón y por algunos pequeños arbustos”.
Es cierto todo lo que dice sobre la geografía, la flora y la fauna. Y sin embargo la descripción de Darwin tal vez no haga justicia a la belleza del paisaje. Hay algo ahí –del orden de lo imponente, lo absoluto- que se parece mucho a la Patagonia.
Darwin estuvo en las islas en el otoño de 1834 (un año después de la ocupación británica), e hizo dos predicciones: una acertó, mientras que la otra no parece haberse verificado.
Por el tipo de suelos, supuso que los caballos se achicarían hasta crear una raza parecida al poni de las Shetland, una isla al noreste de Escocia. El paulatino reemplazo de los caballos por cuatriciclos en los campos muy probablemente nos ha privado de verificar este pronóstico.
Con más suerte, Darwin previó con casi un siglo de anticipación que el único cuadrúpedo nativo de las islas, “un gran zorro con aspecto de lobo”, se extinguiría: “Hasta donde yo sé, no hay un caso similar en ningún otro lugar del mundo en el que una masa de tierra aislada tan pequeña, distante de cualquier continente, posea un cuadrúpedo autóctono de este tamaño. (…) Seguramente a los pocos años de que estas islas hayan sido ocupadas de manera continua, este zorro se unirá al dodo en la clase de animales que han desaparecido de la faz de la tierra”.
Más allá de algún pequeño grupo de vacas, de dos liebres que vi pasar o de algún invernadero para autoconsumo, en el camp la explotación agrícola-ganadera se limita casi exclusivamente a las ovejas, cuya lana se exporta. Son cerca de medio millón de ovejas, lo que da una cuenta de más de 150 ovejas por habitante.
En Malvinas no se ven cultivos, más allá de los invernaderos en los fondos de las casas, una práctica que continúa desde los 80, cuando el aislamiento era casi total y obtener vegetales dependía casi exclusivamente de lo que uno pudiera cultivar. Lo mismo sucedía con los huevos y las gallinas: para poder acceder a ellos, había que criarlos uno mismo. En los alimentos es tal vez donde más se note el aislamiento: las frutas y verduras son caras y de mala calidad. Uno extraña los productos frescos no industrializados del continente, aunque existen dos restaurantes en Stanley que hacen maravillas con lo que se consigue en el supermercado y moderan en mucho la pena.
El suelo turboso -material orgánico, de color pardo oscuro y rico en carbono, que si se lo estaciona por un tiempo combustiona- se utilizó durante años para calefaccionarse. Sin embargo, a pesar de que en el camp aún existen quienes lo utilizan, desde los 90 la turba fue abruptamente reemplazada por kerosene y gasoil como combustible hogareño.
En el camp es donde están las mayores referencias a la guerra: los cementerios –el argentino, en Darwin, y el británico, en San Carlos–, los restos de material bélico y el museo de la guerra en Pradera del Ganso. A quienes llegan a las islas en cruceros para pasar sólo un día se les ofrece, entre opciones para hacer avistaje de pingüinos o paseos en helicóptero, el “tour de la guerra”, que en definitiva hace prácticamente el mismo recorrido que muchos de los familiares de caídos y ex combatientes hacen en sus viajes a Malvinas.
Quienes ofician de guías son isleños, y muchos de ellos tienen aún vivo el recuerdo del 82. Pero al referirse a los hechos de entonces, usan un tono lacónico, respetuoso, de sobria empatía.
Existen otras cualidades necesarias para salir al camp: a muchos destinos se llega conduciendo campo a través en 4x4. Las camionetas 4x4 en general, y las británicas Land Rover en particular, son parte del paisaje de Malvinas. El terreno es imposible, pero los guías pueden conducir por momentos sin siquiera apretar el freno, sólo con el embrague. Además, al no haber caminos marcados y ser bastante uniforme, es fácil perder la orientación.
La camioneta de Sally, nuestra anfitriona, tiene en la puerta el escudo de la isla, cuyo lema es “Desear lo justo”. El de los “deseos” también es un tema en disputa: el Reino Unido dice atender a los deseos de los isleños, mientras que la Argentina suele hablar de sus intereses. Me viene a la memoria El deseo de unas islas, uno de los tres breves escritos de Néstor Perlongher sobre Malvinas. Los otros son Todo el poder a Lady Di y La ilusión de unas islas. Fueron publicados en 1982 y 1983, y tienen el lenguajes alambicado del neobarroso que cultivó como poeta y de la filosofía de Deleuze y Guattari que siguió casi con devoción como sociólogo y antropólogo. Eso tal vez los haya hecho envejecer un poco. Pero siguen teniendo la hermosura de la libertad y la lucidez de asumir riesgos.
No tengo recuerdos de la guerra de Malvinas. No hay una sola imagen mental que pueda ubicar en esa época. El silencio que siguió a la derrota hace que Malvinas tampoco haya estado muy presente en mi infancia. Para mí, hasta este viaje, Malvinas era algo que leí, y de lo que leí, lo mejor, lo que más recuerdo, lo que más me impresionó, son esos tres breves textos de Perlongher. (Y Los pichiciegos de Fogwill, claro).
Son las 4 de la mañana y la luz del día más largo del año -el último que voy a pasar en Malvinas- me despierta. En realidad fue un sueño lo que me despertó, que ya soñé por primera vez en Buenos Aires y se repite ahora en mis últimas horas en las islas. En el sueño atropello a un desconocido. Me despierto abruptamente y decido usar los últimos minutos que me quedan de internet (en las islas, incluso el wi-fi es caro, lento y malo) para googlear el significado del sueño. Me gusta googlear el significado de los sueños no tanto por su nivel de credibilidad sino para darme cuenta de que ese sueño que creo tan extraño en realidad es bastante común y habitual.
Dice Google que detrás de ese sueño existe la preocupación por ser injusto con otras personas, impulsivo, de juicios apresurados, irrazonables. Para evitar problemas, recomienda “medir las palabras” y “entender la vida de los demás como personas con problemas como cualquiera y que solo intentan sobrevivir a diario”.
El horario del vuelo no se termina de confirmar, en el hotel todo estamos inquietos, a la expectativa de que los vientos no nos obliguen a quedarnos más días, y yo decido dejar la escritura de la crónica para Buenos Aires, mientras con mis compañeros de viaje seguimos imaginando opciones que nos permitan volver.
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