Argentina, 28 años, alta ejecutiva bancaria, baila y palmotea en la Feria de Sevilla, abril, 1999, primavera, vestida de gitana, y canta, y lo ve, y le gusta, aunque es gordito, pelirrojo y pecoso –prefiere los morochos–, y mejor que él baila un poste de teléfono.
Algo la intriga: tiene guardaespaldas…
Y no tarda enterarse:
–Es el príncipe Guillermo, el heredero del trono de Holanda –le susurra una amiga.
En un instante del jolgorio están abrazados y listos para bailar. Suena un vals: lo más adecuado para alguien que no es Fred Astaire. Y ese vals se hace interminable.
Bien lo saben Guillermo rey y Máxima (Zorreguieta) reina consorte de Holanda, casa de Orange.
Entre otras cosas, porque esas testas coronadas son simplemente humanas.
Ya enamorados, ya pareja, llega el momento de saltar por el aro de fuego: primer encuentro Máxima-Reina Beatriz, madre de Guillermo.
De Guillermo, que nunca olvidará la mágica chispa de ese "tete –a- tete":
–Al verla, mi madre sonrió: algo que no hacía desde tiempo inmemorial –le dijo a sus amigos.
Pero aun así, Máxima debió superar otros círculos de fuego: aprender holandés, pese a su muy buenos inglés y francés, y su algo de alemán. Investigar la historia del país, desde el cultivo de los tulipanes, la maduración de los quesos, y la obsesión del inmenso Rembrandt por sus infinitos autorretratos.
Y por si poco fuera, encantar al pueblo. Al obrero, al empleado, al artesano, al pescador, al barquero de los canales, y a las decenas de miles de ciclistas.
Lo logró, y aún más: ¡la amaron!
Y los adjetivos se multiplicaron en las bocas, en la prensa, y hasta en los más rígidos personajes palaciegos: “Fresca, glamorosa, graciosa, desenvuelta, respetuosa de los protocolos, ubicua ante los diplomáticos, asombrosamente sencilla, y sin fingir jamás”.
Y por fin, se casaron.
Guillermo de Orange-Nassau, noble desde su primer llanto de bebé, y Máxima Zorreguieta, plebeya según los cánones reales, fueron marido y mujer el 2 de febrero de 2002: rey él por abdicación de su madre en 2013, y reina consorte ella…, y tres esplendorosas hijas: Catalina Amalia, Alexia y Ariana.
¡Pero qué boda!
Día soleado: raro en Amsterdan en febrero. Ochenta mil almas frente al palacio esperando la salida de los novios hacia la Beurs van Berlange –la Bolsa–, en un Rolls Royce negro, para la unión civil.
En el lapso entre ese trámite y el rito religioso, Máxima habló con sus padres, Jorge Zorreguieta y María del Carmen Ceruti, que estaban en Londres. Su madre viajó para estar en la ceremonia. Su padre no pudo asistir a la boda, por decisión del Parlamento holandés, ante un reclamo de organismos de derechos humanos, por haber ocupado el cargo secretario de Agricultura y Ganadería -de 1979 a 1981-, durante el gobierno de la dictadura en la Argentina
No lejos de allí, en un más que exclusivo cóctel, un centenar de nobles, príncipes y reyes –los invitados– esperaban el acto final.
¿Nombres? Todos. Sofía de España y príncipe Felipe de Asturias. Reyes Carlos XVI Gustavo y Silvia de Suecia. Grandes Duques Enrique y María Teresa de Luxemburgo. Príncipes Haakon Magnus y Mette Marit de Noruega. Príncipes Ernesto de Hannover y Carolina de Mónaco: para muestras, sobraron botones.
Al mediodía, entraron del brazo en la Nieuwe Kerk (Iglesia Nueva) de Ámsterdam, del siglo XV, en la Plaza Dam, junto al Palacio Real: la otra era demasiado pequeña para albergar a tantos.
Ella, vestida por un casi increíble vestido "signé" Valentino, ¡cinco metros de cola!, y en las manos un bouquet de rosas, gardenias y lirios blancos. Él, con traje formal y un abrigo largo con banda real, entorchados y medallas.
(Para fans de la moda: el Valentino demandó tres meses de trabajo. Talla Imperio. Seda blanca. Manga larga ajustada. Cuello redondeado y cuerpo liso, sin adornos, salvo dos aplicaciones de encaje bordados a ambos lados de la pollera. Velo en tul de seda con bordados florales hechos a mano. ¿Alhajas?: una tiara de la Casa Orange de Sofía de Wurttemberg, primera mujer del rey Guillermo III, una pulsera de brillantes, y los aros de diamantes en forma de lágrima que usó la reina Beatriz en su boda).
Antes del cruce de anillos, el pastor Ter Linder, junto al cura argentino Rafael Braun (que tradujo al castellano las palabras de aquél), usó los interrogantes del Libro de Rut de las Sagradas escrituras para recordarles a los novios sus dudas.
A Máxima, si tenía que tomar esa decisión: vivir en un país, pueblo, cultura, historia diferente, un pueblo distinto, y había escuchado voces que le pedían regresar a su tierra. A Guillermo, si tenía derecho de pedirle a Máxima a todo eso.
Después, los dos sentados sobre los mismos almohadones de seda que un siglo antes (1901) usaron la reina Guillermina y el príncipe Enrique, esperaron un instante, dieron unos pocos pasos hacia el altar, y deslizaron las breves y eternas palabras:
–Sí, quiero.
–Sí, quiero.
Y entonces, un bandoneón dejó escapar la inmortal "Adiós Nonino", de Astor Piazzolla, que la compuso en Puerto Rico al enterarse de que su padre, Nonino (Vicente Piazzolla) había muerto en Mar del Plata.
Fue lo que Máxima quería escuchar. Lo que pidió. Lo que le arrancó sutiles lágrimas que secó con un pañuelo oculto en una de sus mangas. Lo más cercano a Buenos Aires y a la vida que dejó atrás.
La pareja saludo desde el balcón a la casi increíble multitud, y no les regaló uno sino ¡cuatro besos!
Besos en serio, no de ocasión ni de discreción protocolar. Con ganas, deseo, y un largo camino recorrido después de aquella feria sevillana…
Luego salieron de la iglesia bajo un arco de sables militares. En la puerta debía esperarlos la llamada “Carroza de Oro”: en realidad, de teca javanesa recubierta por pequeñas láminas del metal más codiciado del planeta. Pero estaba en restauración… La reemplazó la no menos asombrosa carroza de cristal construida en 1821 por voluntad de Guillermo I.
Pasos finales del gran día. Corte de la torta –cuatro pisos– en el salón principal del Palacio Real, aplausos de reyes, reinas y príncipes…, y de un personaje valiente, glorioso, histórico: Nelson Mandela.
¿Por qué? Porque durante sus atroces años de encierro en una celda cuyas mezquinas medidas eran otra forma de tortura –el apartheid siempre podía ser más cruel–, la familia real de Holanda presionó de todas formas al régimen para lograr su libertad…, y Guillermo estuvo en primera fila cuando el insigne líder negro asumió como presidente de Sudáfrica.
En un aparte, Mandela le dijo:
–Cuando te cases, quiero estar en tu boda.
Después, siempre en carroza, entre vítores y flores, paseo por la ciudad en un día en que nadie trabajó… ni pedaleó: ¡señales extraordinarias!
Luna de miel en el Caribe. Lejos de cámaras y del mundanal ruido.
En los diecinueve años pasados desde entonces Máxima, rubia, reina (pero la de siempre) soportó nubes negras: la muerte de su padre y el suicidio de su hermana.
Pero ella y Guillermo vienen a estas pampas y estas montañas cada vez que pueden. Eligen la Patagonia para sus vacaciones en familia.
Nostalgia, lazos familiares, una patria que no se olvida, y hace poco, de noche y al final de una jornada del G-20, ella tomando un helado en plena Recoleta.
Como si aquel vals bailado en Sevilla siguiera sonando.
Seguí leyendo: