Entró en el cuadro de honor de los súper millonarios made in USA de su tiempo: Aristóteles Onassis, John D. Rockefeller y Howard Hughes. De Jean Paul Getty (1892–1976) se decía que sus arterias eran de acero, y que por ella corrían torrentes de petróleo.
Nada más cierto.
Tan cierto como el cierre de la definición: “Pero sus bolsillos están soldados como cajas fuertes”.
Nació rico. Hijo de Sarah Catherine McPherson Risher y George Franklin Getty, ese niño que abrió sus ojos en Minneapolis, Minnesota, no tardó demasiado en ser uno de los primeros hombres del planeta en acumular más de mil millones de dólares.
Pero no le llovieron desde el cofre de papá George…, que lo desheredó el mismo día en que Jean cumplió 24 años, no sin antes pegarle el mazazo de su moralina: “Los hijos de los ricos no deben ser consentidos ni recibir dinero cuando tengan edad de valerse por ellos mismos”.
Sin embargo, esa monserga –buena excusa de avaro– no hizo mella en el cuerpo ni en el alma de Jean, que muchos años después escribió en sus memorias –el libro Cómo ser rico–: “Empecé en la universidad con cien dólares, trabajé como galeote, y gracias a mi instinto –eso que los inútiles llaman ‘suerte’– levanté un imperio”.
Pero eso sucedió en una segunda etapa. En la primera, apenas tuvo su primer millón, tiró todo por la borda.
Cambió el frío glacial de Minnesota por el sol de Los Ángeles y las playas de Malibú. Compró el Cadillac más largo y más caro del mercado, llenó su guardarropa de atuendos fastuosos, y reventó –literalmente– verde pila con las efigies de los padres de la patria…
Esa locura –¿o esa cordura?– le duró un poco más que la luz de un fósforo: de 1916 a 1918. Hasta sus 26 años.
¿Por qué esa vuelta de campana? Según sus memorias: “Porque entendí otro consejo de mi padre… Los ricos tenemos la obligación de emplear nuestro dinero en la creación de negocios, porque esa fortuna representa empleos para miles de personas que así alcanzarán un mejor nivel de vida”.
Lo escribió con peso de dogma, y no perdió el tiempo.
Educado en Negocios en la Universidad de Oxford, se lanzó a la pesca, compra y venta de pequeñas empresas petroleras hasta que fundó la mítica Getty Oil.
Vida intensa no sólo al pie de los pozos esperando el violento chorro negro… Se casó cinco veces (Jeanette Demont, Allene Ashby, Adolphine Helmle, Ann Rork y Louise Lynch) y tuvo seis hijos (George Franklin II, Jean Ronald, Eugene Paul, Jean Paul Jr., Gordon Peter y Timothy Ware)…, y quince nietos.
Dos de sus hijos murieron: uno a los 12 años (1958, tumor cerebral), y otro en 1973, posible suicidio nunca aclarado. Hasta por cálculo de probabilidades, semejante familión desataría vendavales…
Y no tardaron.
Su primer hijo y heredero, Eugene Paul Getty -luego John Paul Getty II-, sólo tenía talento… para gastar. Un manirroto hecho y derecho.
Su padre lo mandó a trabajar en una gasolinera -“para que aprendas a ganarte un sueldo”, le dijo-, pero fue inútil. Sólo quería beber hasta caer desvanecido, drogarse con heroína… y casarse.
Primero con la campeona de waterpolo Gail Harris y después con la modelo Tahlita Pol. Que lo acompañaba en esas orgías de alcohol, drogas y sexo, quedó embarazada, bautizaron al bebé con el disparatado nombre de Gabriel Galaxy Gramophone Getty…, que con los años se hizo ecologista… ¡en África!
En cuanto a Tahlita, murió en 1971: sobredosis de heroína.
Pero aún faltaba la perla más negra de la corona… En 1973, a sus 16 años, en Roma, la Ndrangheta (mafia calabresa) secuestró a John Paul Getty III, nieto del todopoderoso magnate petrolero.
Un Good for nothing. Un bueno para nada que vivía allí con su madre, tirando tiempo y dinero en una vida bohemia: días de protesta de grupos de izquierda, noches de farra corrida, y cada tanto alguna changa como extra de cine o pintor de paredes…
El precio del rescate hizo temblar a su abuelo, el hombre de los bolsillos soldados: ¡17 millones de dólares!
El padre, que ni en sueños tenía esa suma, le pidió ayuda al Rey Midas de la familia. Al patriarca. Que dijo, rotundo, enfático, terminante: ¡¡No!!
Su hijo, el padre del secuestrado, imploró: "¡Van a matarlo!". Respuesta: "Tengo otros catorce nietos. Si pago el rescate de uno… tendré catorce nietos secuestrados".
La policía, inerme.
Pasaron cuatro largos meses de silencio absoluto. Al cabo, en noviembre, llegó un paquete. Adentro había un pedazo de oreja ensangrentado, un mechón de pelo, y una carta reclamando el rescate, pero con rebaja: tres millones de dólares. Y en la carta, un aviso: "Si no pagan, la próxima vez lo devolvemos en pedacitos".
Recién entonces, el abuelo cedió… pero no sin regatear con los secuestradores y conseguir una rebaja. Precio final, dos millones.Que se los prestó a su hijo, al padre del joven sin una oreja… al cuatro por ciento de interés mensual.
Todo el episodio fue bochornoso. Pero nada tanto como su justificación pública sobre pagar poco, tarde, y no impedir la mutilación de su nieto.
Dijo: “La segunda razón de mi rechazo tiene una base mucho más amplia. Entiendo que acceder a las demandas de criminales y terroristas sólo garantiza el aumento y la dispersión de la ilegalidad, la violencia y otras amenazas como los secuestros aéreos y la cacería de rehenes que plaga nuestro mundo”.
Tal vez se sintió un profeta de la justicia… Pero lo que estaba en juego era la vida de su nieto. Sangre de su sangre…
Liberado por fin en diciembre de 1973, llamó a su abuelo para agradecerle, pero éste no se dignó a tomar el tubo.
En adelante, la vida de Paul Getty III, el hippie dorado, como lo llamaban, circuló entre el desenfreno y la desdicha.
En 1974 se casó con la fotógrafa alemana Martine Zacher. Su abuelo repudió esa unión, y lo desheredó. Al morir le dejó apenas 500 dólares al padre de Paul –tenían pésima relación–, y ni medio dólar al nieto.
El Getty número III vivió en Nueva York, se unió a Andy Warhol y su troupe, se mudó a Los Ángeles, y borracho y adicto irrecuperable a cuanta droga existe, en 1981 un infarto lo dejó tetrapléjico, mudo y ciego de un ojo.
Sus gastos médicos –25 mil dólares por mes– fueron discutidos por su madre en los tribunales, sin éxito.
Murió en Londres a los 54 años. Y pasó a la historia como el nieto maldito de Paul Getty…
Entretanto, el patriarca sólo se obstinaba en hacer crecer su fortuna.
Año 1948. Golpe maestro. Logró que el rey saudita le diera la explotación de todo el petróleo que encontrara bajo las arenas, y luego de cuatro años de exploraciones fallidas… encontró un yacimiento milagroso: ¡16 millones de barriles por año!
A mediados del siglo XX fue declarado “El hombre más rico de los Estados Unidos”. Su villa, en las colinas de Malibú, asomada al Océano Pacífico y réplica de una romana, sepultada dos mil años antes por la erupción del volcán Vesubio, albergó una de las colecciones de arte más asombrosas del mundo.
Entre sus dichos más notables, vertidos en sus memorias y en declaraciones a la prensa, es posible construir una antología de la avaricia.
Por ejemplo: "Es más fácil amasar una fortuna de dos mil millones de dólares que sacarse de encima a parientes vividores que lo tildan de amarrete, miserable, tacaño, devoto de la virgen del codo". O también: "¿Mi día promedio de toda la vida? Levantarme temprano, trabajar hasta tarde, y encontrar petróleo".
Pero nada como su rasgo más famoso: instalar un teléfono con alcancía para monedas… en su mansión neoyorkina de Sutton Place.
Porque… ¿qué pensar de un tipo que les cobra las llamadas a sus amigos?
Sin embargo, sin el menor atisbo de autocrítica, explicó: “Mucha gente entraba y salía de mi casa. Hombres de negocios, artesanos, trabajadores de todo tipo, repartidores. De repente, las facturas telefónicas empezaron a aumentar. La razón era clara. Cada teléfono regular tenía acceso directo a líneas externas, llamadas de larga distancia, operadores internacionales, y todos aprovechaban al máximo esa oportunidad. Usaban mis teléfonos para llamar a novias en Ginebra o Georgia, y a tías, tíos o primos terceros en Caracas o Ciudad del Cabo. Y yo pagaba las facturas. Por eso dije ¡basta! ¿Quiere hablar? ¡Pague!”.
El rey del petróleo dejó este mundo el 6 de junio de 1976. Tenía 84 años, doscientas empresas (hoteles, inmuebles, bancos, compañías eléctricas y gasíferas, cadena de cafeterías de lujo…), una colosal colección de obras de arte, y una fortuna de entre tres y cuatro mil millones de dólares.
Pero fue más odiado que amado. El mundo recuerda menos sus pozos de petróleo que la sangrante oreja de su nieto, secuestrado a sus 16 años, cautivo más de cuatro meses, y liberado… luego de un último pedido de rebaja de su abuelo: el hombre más rico de su país, y entre los diez más ricos del mundo.
Y sus teléfonos con alcancía…
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