Los elementos que nos rodean en la vida cotidiana en ocasiones tiene un origen impensado. Los Corn Flakes, los copos de maíz, que desde Estados Unidos se esparcieron por el resto del mundo y se convirtieron en habitantes de los desayunos diarios, nacieron como parte de un plan médico y nutricional hace más de 120 años.
El plan estaba destinado a gozar de una vida sana. Y uno de los principales preceptos que el Dr John Harvey Kellogg pregonaba era el de la abstinencia sexual. Pero dentro de las prácticas sexuales que condenaba (y aborrecía) la de peor rango para él era la masturbación. Consideraba que era, comparado a las relaciones con otra persona, doblemente aberrante. Así fue como Kellogg fue desarrollando varios sistemas y alimentos para erradicarla. Su principal hallazgo en la materia fueron los corn flakes. Kellogg utilizaba los cereales matutinos como método médico para atacar a la masturbación.
El descubrimiento del cereal, como paliativo de la masturbación, fue accidental. Los hermanos Kellogg estaban cocinando cereales cuando alguien los llamó antes de que terminaran la tarea, un trabajo urgente los requirió. Al volver a lo que habían cocinado lo encontraron seco, una especie de larga y delgada placa que procedieron a cortar y servir en el siguiente desayuno. Al principio lo llamaron granula. Luego de un reclamo por derechos cambiaron a granola. En ese momento intentaron con todo tipo de cereales y combinaciones.
A fines del siglo XIX, en Michigan, un doctor fue puesto a cargo de la clínica de Battle Creek que pertenecía a la Iglesia Adventista del Séptimo Día. John Harvey Kellogg tenía una enorme capacidad de trabajo, inquietud intelectual y una descomunal rigidez dogmática. Achacaba gran parte de los problemas de salud de las personas a problemas sexuales. La sola pulsión sexual para él ya era un problema. Y uno de los más grandes. Su vida fue un combate contra los deseos sexuales (ajenos). Y dentro de ese batalla, una de sus muchas armas, la más famosa y perdurable (tal vez la más inocua también) hayan sido los corn flakes.
“Nada, ni la guerra, ni una plaga, ni la viruela, ni ninguna otra enfermedad, nada es tan dañino ni tan desastroso para la humanidad como el pernicioso hábito de la masturbación”, llegó a sostener Kellogg.
Estaba convencido de que la masturbación provocaba daño físico, psíquico y moral. Le atribuía (importante) incidencia en ¡TREINTA Y NUEVE! enfermedades y/o síntomas e inconvenientes para el cuerpo. Esa solitaria práctica sexual era causante, entre otras muchas cosas, de enfermedades urinarias, cáncer de útero, cáncer de próstata, acné, impotencia, epilepsia, pérdida de visión, anemia, problemas cardíacos y varias complicaciones más. El Doctor, contrariamente al lugar común que se instaló a mediados del Siglo XX, al menos no llegó a incluir lo de la capilaridad de las manos.
El clímax sexual, el orgasmo, era para el médico el causante de crisis nerviosas y del debilitamiento permanente de las principales facultades de ser humano. Él no fue el inventor de estas teorías. Sólo un seguidor -y principal propagador- de aquellas que sostenían que en las mujeres primaba un natural desinterés sexual, y que la energía masculina era finita, por lo que cada efusión sexual (mucho más si se trataba del “vicio privado”) significaba una merma irrecuperable de ella.
Debe consignarse que su ataque a la masturbación no se reducía a prescribir una dieta rigurosa, estar unas horas al sol y calistenia. Proponía procedimientos más peligrosos y hasta aberrantes. Inducía a la circuncisión a cualquier edad y siempre practicada sin anestesia (con lo que excluiría a todo el judaísmo masculino de este hábito), poner un hilo de metal alrededor del prepucio del joven potencialmente masturbador para irritar la zona y quitarle las ganas, o directamente quemar con un ácido (fenol) el clítoris para que las mujeres perdieran sensibilidad y sintieran dolor. Propugnaba, en definitiva, la mutilación de los órganos sexuales.
La masturbación, afirmaba, provocaba muertes. Un suicidio, literalmente muerte por la propia mano.
Pero Kellogg predicaba otras cosas que constituían una gran novedad en su tiempo (y varias décadas después) que aún mantienen vigencia.
En su modelo de vida sana sólo había lugar para la alimentación moderada. Era vegetariano. Repudiaba el consumo de carne. Creía que los rayos solares contaban con propiedades curativas y confiaba en la actividad física.
Su clínica de lujo tenía una práctica que era la central, la verdadera vedette del tratamiento: los enemas. Los pacientes se sometían a exhaustivos y persistentes lavajes de sus sistemas digestivos. Decenas de litros de agua que eran introducidos para luego ser expulsados. Un método algo salvaje pero purificador. Kellogg arrasaba con todo lo pasado. Luego, medio litro de yogur divido en mitades ingresaba al cuerpo. Por vía oral y por vía anal para recrear la flora intestinal.
La comida era una parte primordial de su tratamiento. Y si en la actualidad se habla de alimentos afrodisíacos, nuestro doctor había elaborado una dieta con alimentos anafrodisíacos o antiafrodisíacos, aunque entre ellos incluyera a la nuez hoy considerado como un aliciente del deseo sexual. Para Kellogg el equilibrio y la contención comenzaban desde la comida. Cuánto menos sabor tuviera la comida, cuánto menos elaboración requiriera más sana era. El picante era un producto pecaminoso en su régimen. Era la representación de todo lo que él aborrecía, el antónimo de la moderación.
Comer poco, sostenía Kellogg, disminuía el apetito sexual. Una dieta sana y escasa. Sólo dos comidas al día.
No es sorprendente que en su estilo de vida y en el estricto régimen de la clínica estuvieran absolutamente vedados el alcohol y el cigarrillo. En eso el doctor también fue un precursor.
El escritor inglés T.Coraghessan Boyle pintó este mundo en una buena novela satírica El balneario de Battle Creek que fue llevada al cine por Alan Parker con Anthony Hopkins en el papel principal.
Allí están reflejadas la vida cotidiana en Battle Creek, los métodos, las tensiones, la personalidad reconcentrada de Kellogg. La clínica era una mezcla de hospital, de sofisticado spa de la época y hotel 5 estrellas.
Las personalidades más relevantes de su tiempo se trataron allí. El presidente norteamericano William Taft, Roald Amundsen, Amelia Earhart, Johnny Weissmuller, Thoma Ediso, Henry Ford y George Bernard Shaw entre otros. Kellogg también atendía a quienes no tenían recursos y requerían de sus servicios.
No se puede decir que al doctor Kellog le faltara convicción o que no fue consecuente con su prédica. Se supone que toda su vida se mantuvo célibe. Se casó con Ella Ervilla Eaton, con la cual convivió (en habitaciones separadas) durante décadas. Pero su matrimonio no se consumó jamás. Durante la luna de miel la pareja se dedicó a escribir un libro sobre vida sexual que con el correr de los años fueron actualizando y engrosando; llegó a tener 800 páginas. El libro, titulado Plain Facts for Old and Young: Embracing the Natural History and Hygiene of Organic Life, era, naturalmente, en contra. Condenaba cualquier tipo de actividad sexual.
Los Kellog criaron 42 chicos como si fueron sus hijos, siete de los cuales adoptaron legalmente.
Una posible manera de contar la historia de la ciencia es a través del error. Encontrar cosas que no se preveían, salirse por fuera de lo previsto, descubrir nuevas posibilidades, más amplias, o directamente distintas al punto de partida. Pero para que eso suceda debe haber una actitud alerta, de búsqueda. Una predisposición a dejarse sorprender, no a ver sólo lo que se espera. Así avanzó la medicina. En esos años las comunicaciones eran escasas, los medios de investigación también. Las muestras eran muy pocas. Los avances y descubrimientos se producían por una extraña combinación de estudio, dedicación, intuición, azar, capacidad de observación y un sistema de valores en el que imperaba la pasión por la verdad por sobre las creencias religiosas. El doctor Kellogg tenía varias de estas virtudes pero sus creencias religiosas dominaban su ideario y eran más fuertes que su pasión científica. Nada que colisionara con el imperativo de la abstinencia sexual entraría en su sistema curativo.
Alguna virtud debían tener sus métodos. John Harvey Kellogg, paciente consecuente de su propio método, tal vez el mejor alumno que tuvo, vivió, en épocas de muertes prematuras y de entrada en la vejez a los 50 años, hasta los 91.
Pero la historia de los cereales no estaría completa si no habláramos de Will Kellogg, el hermano de John Harvey.
Los dos pusieron en marcha el negocio de comercializar este descubrimiento casual que habían realizado en Battle Creek. Todo marchaba sobre ruedas. La fabricación y venta de los cereales era un gran éxito. Pero Will quería probar variantes. Sentía que a su producto le faltaba algo para ser realmente masivo. Y le propuso a su hermano agregarles azúcar.
John Harvey tomó la sugerencia como un anatema. No hubo argumento que lo convenciera. El azúcar podía incorporar un elemento placentero que atentara contra el ascetismo de su creación. Le iba a dar más sabor, provocar una satisfacción en las papilas gustativas que seguramente ejercería como mal ejemplo para el resto del cuerpo. No hubo manera de convencerlo. A Will no le quedó otra solución que separarse de su hermano y encarar solo el emprendimiento.
Ya lanzado en su propia empresa, no se le ocurría el nombre con el que bautizar a sus cereales azucarados y a la flamante empresa. Acudió a lo que tenía más a mano, su apellido. Así los cereales Kellogg’s en poco tiempo pasaron a dominar el mercado. Will se convirtió en millonario en poco tiempo.
Los hábitos sexuales de sus consumidores no le interesaron en lo más mínimo.
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