Para tres chicas de doce años, compañeras de colegio, nada más divertido que un pijama party en casa de una amiga. Esta vez la cita era el viernes 1 de octubre de 1993 y la que ponía casa, en la tranquila ciudad de Petaluma, California, era Polly Klaas.
Disfraces, maquillaje, comida chatarra, juegos de Nintendo y, sobre todo, muchas risas y charlas hasta tarde: ese era el plan de las tres pre-adolescentes. Para los padres era una noche segura y manejable dentro del hogar de una familia que conocían desde hacía años. No había nada que temer.
Gilliam P. llegó primera a las 19.30, y fueron con Polly a comprar unas paletas heladas a un negocio que quedaba cruzando el parque Wickersham. Volvieron enseguida y, cerca de las 20, arribó Kate McLean con su madre.
Las chicas subieron al cuarto de Polly y empezaron los juegos. Se disfrazaron y pintaron. Estaban pasándola muy bien. Polly eligió vestirse de hippie y Gilliam la maquilló, anticipándose a Halloween, como si fuera una “muerta”. Al rato, ella decidió sacarse el make up y el disfraz y se puso una blusa rosa con un nudo en la cintura y una mini de jean blanco. Jugaron al Nintendo y continuaron con las carcajadas.
A las 22, Eve Nichol, la madre de Polly, entró a ver cómo iba todo. Les pidió que bajaran la voz y gritaran menos, así ella y Annie -la medio hermana menor de Polly, de 6 años- podían dormir. Los cuartos estaban separados solamente por el baño de la hija. Eve les dio las buenas noches y se retiró a su dormitorio. Se tiró en la cama, leyó un rato y se durmió tranquilamente junto a Annie. Un rato después, las chicas -obedientes- decidieron acostarse.
Eran las 22.30 cuando Polly abrió la puerta de su cuarto para ir a buscar las bolsas de dormir para sus amigas. Se quedó paralizada, tenía frente a ella a un tipo barbudo, con los brazos tatuados, que portaba un intimidante cuchillo en una de sus manos. Abrió la boca como para decir algo, pero no pudo. No le salió la voz. El hombre se abalanzó sobre ellas, entró a la habitación y cerró la puerta.
Para que no gritaran las amenazó: si no le hacían caso, les cortaría el cuello. Les ordenó tirarse al piso boca abajo, en total silencio. Al principio, tanto Kate como Gillian, pensaron que podía ser una broma, pero conforme pasaban los minutos se dieron cuenta de que no era así. Él las ató con tiras de ropa y con el cable que cortó del Nintendo de Polly, y las amordazó. Después tomó las fundas de las almohadas y se las puso a Gilliam y a Kate en la cabeza para que no pudieran verlo. Entraron en pánico, pero el hombre les aseguró que solo quería robar y que saldría de la habitación con Polly para buscar la plata. Les exigió que contaran hasta 1000 y les dijo que, para cuando terminaran de hacerlo, él ya se habría ido... y cumplió. Pero se llevó a Polly.
Cuando oyeron el bang que hizo la puerta posterior al cerrarse, Kate y Gilliam empezaron la tarea de desatarse. Tardaron varios minutos, quizá 10 o 15, en liberarse de las ataduras. Recién entonces pudieron ir a despertar a Eve. Ella pensó que lo que le decían atropelladamente las amigas de su hija, era un pésimo chiste.
Buscaron a Polly por toda la casa y al no encontrarla, todavía medio dormida, llamó a la policía. Su voz sonaba desorientada. Durante la conversación se empezó a poner cada vez más nerviosa. Habían pasado las 23 horas: “Aparentemente un hombre se introdujo en casa y se llevó a mi hija”, musitó Eve sin poder creer lo que estaba diciendo, “me acabo de despertar y estoy con las dos chicas que pasan la noche en mi casa con mi hija… ella tiene 12 años y medio”. Mientras iba hablando comenzó a desesperarse: “¡Ella no está aquí! No escuché nada… ¡estaba dormida!”.
La telefonista de emergencias, que ya había enviado un patrullero, le pidió hablar con una de las menores. Kate McLean tomó el teléfono: “Él se llevó a Polly… Nosotras sentimos cerrarse la puerta”. Y siguió describiendo lo ocurrido: que el hombre les había prometido no lastimarlas, que solo iba a robar, que en un momento le había dicho a ella “No te preocupes, no te voy a tocar”. Su tono maduro de pronto se quebró y empezó a llorar. Le dijo a la operadora que todavía no había hablado con su mamá. Cuando llamaron a la madre de Kate ella recordó algo sugestivo: al dejar a su hija esa noche y dar marcha atrás con su auto para retomar el camino, vio a un hombre barbudo, con el pelo recogido en una colita, tatuado y con una bolsa en la mano, que caminaba cerca de la parte trasera de su auto. Otros tres vecinos dirían también, después, que habían visto un sujeto semejante merodeando la casa y en el cercano parque Wickersham.
Todos entendieron que ese desconocido era quien se había llevado a Polly Klaas: la menor había sido secuestrada en su propia casa.
El tiempo empezó a correr vertiginosamente.
La historia paralela que podría haber cambiado el final
Esa misma noche, viernes 1 de octubre, en el área rural de Santa Rosa -a unos 30 kilómetros al norte de Petaluma-, Danna Jaffe llegó a su casa de trabajar pasadas las 23 horas. La esperaba la babysitter Shannon Lynch, que cuidaba a su hija de 12 años. Conversaron un rato y media hora después Shannon se subió al auto para irse. Mientras salía por el camino de entrada hasta la ruta vio, en medio de la oscuridad, un auto caído en una zanja. Era un Ford Pinto.
Un hombre barbudo estaba apoyado sobre el baúl. Shannon paró y el hombre se acercó: su aliento a alcohol y su olor a suciedad sumado a restos de ramas y hojas en su pelo (como si hubiese estado revolcándose entre los matorrales), la asustaron. Le preguntó qué necesitaba y él le dijo que se había encajado y que precisaba una soga. Shannon aprovechó para remarcarle que ese era un camino privado, que él no estaba respetando la propiedad al haber conducido por allí. El hombre se apoyó en la ventana y le dijo desafiante: “¿¡Qué te pasa con este camino?!”.
Shannon decidió irse sin decir nada más. Manejó hasta el teléfono más cercano. Desde allí llamó a Danna. Le contó lo ocurrido y le aconsejó llamar a la policía.
Danna, que estaba sola con su hija, sintió mucho miedo y optó vestirse rápidamente para dejar la casa e ir a un sitio seguro. Las dos se subieron al auto y, mientras salían manejando por Pythian Road, vio el coche. Siguió conduciendo hasta una estación de servicio y, desde un teléfono público, llamó al 911.
Dos oficiales de policía fueron enviados al lugar: Mike Rankin y Thomas Howard llegaron en autos separados a dónde estaba Danna. Ellos no sabían nada todavía del secuestro de Polly Klaas, ocurrido un rato antes en la cercana ciudad de Petaluma. Los policías que seguían el caso Klaas manejaban el canal 3 para comunicarse, y estos agentes enviados a Santa Rosa, usaban el canal 1. Imposible que estuvieran al tanto. Ese fue el primer y grave error de la investigación policial.
Rankin y Howard fueron con Danna hasta el auto empantanado. El desconocido estaba fumando. Se acercaron y le solicitaron el registro y los papeles del coche.
El hombre en cuestión, que transpiraba profusamente a pesar de que hacía frío, se llamaba Richard Allen Davis. Chequearon, pero ni él ni su auto tenían pedido de captura. Segundo grave error: los agentes no tenían acceso a las bases de datos de casos recientes donde podrían haber leído el frondoso prontuario de Davis que incluía intentos varios de secuestro.
Los policías, de todas formas, sospecharon de ese hombre sucio y transpirado, que se había encajado en la mitad de la noche en un sitio insólito. Quisieron convencer a la dueña de casa de hacer una denuncia por invasión a la propiedad privada. Según la ley de California para poder arrestar a Davis, Danna Jaffe tenía que ir con ellos hasta el auto y pedirlo. Pero no quiso hacerlo. Al fin de cuentas, no había pasado nada grave.
Rankin y Howard registraron cuidadosamente el interior del vehículo. No vieron nada más que cerveza, pero como en ese momento Davis no estaba manejando, no era ilegal. Llenaron unos papeles con los datos de Davis y llamaron a una grúa para sacar el coche. Luego lo escoltaron hasta la ruta y... adiós.
No sería hasta el 27 de noviembre que Danna Jaffe volvería a llamar a la policía. Estaba controlando un trabajo de deforestación en su terreno cuando descubrió un trapo en el área donde había estado encajado aquel Ford Pinto. Eran unas leggings infantiles rojas. También halló un buzo negro dado vuelta y un pedazo de género blanco con forma de capucha.
El recuerdo de aquella extraña noche del desconocido empantanado en su propiedad, que luego supo había coincidido con un cercano secuestro irresuelto, le despertó un sentimiento pavoroso. Se le encogió el corazón: ¿Y si Polly Klaas hubiese sido víctima de ese hombre barbudo? La menor llevaba, a estas alturas, casi dos meses desaparecida y no había ningún detenido.
Llamó a la oficina del Sheriff y comunicó sus hallazgos. El investigador Mike McManus fue hasta allí. Revisando más minuciosamente con Danna el terreno encontraron, además, un envoltorio de preservativo, dos pedazos de correa, una botella de cerveza y unos fósforos. Todo fue levantado de la escena y llevado al laboratorio de criminalística del FBI para comparar con otras prendas tomadas de la casa de Polly. Las calzas y la capucha encajaban a la perfección.
Fue verificando las llamadas de esa noche del 1 de octubre que los detectives de homicidios se dieron cuenta de algo vital en la logística de investigación de crímenes: los equipos policiales usaban distintos canales. Por ello, los que habían tenido al alcance de la mano a Davis aquella noche nunca podrían haber sabido del secuestro ocurrido dos horas antes. No tenían ni idea que una niña de 12 años había sido raptada por un sujeto barbudo, de mediana edad, a pocos kilómetros de allí. De haberlo sabido, el final hubiera sido otro. Porque cuando ellos estuvieron con Davis luchando por sacar el auto de la zanja, en la oscuridad de la noche, Polly todavía estaba viva. Y escondida muy cerca.
Davis jamás proporcionó el cronograma exacto de cómo se desarrollaron los hechos, pero sí admitió que Polly vivía para el momento en el que le tomaron los datos de su auto. Él le había ordenado esconderse entre los arbustos y matorrales antes de que llegaran los policías. Las hojas y ramas en el pelo de Davis tenían perfecta explicación.
Una vez que extrajeron el coche, los policías lo escoltaron hasta una ruta. Davis esperó media hora y volvió al lugar. Se sorprendió, les reconocería luego a los investigadores del caso, que Polly en ese interín no hubiera tratado de escapar. La subió de nuevo a su coche, manejó en el medio de la oscuridad, la llevó a hacer pis a una estación de servicio y, luego, condujo hasta cerca de la ciudad de Cloverdale. Allí, en un paraje desolado, la estranguló y la enterró. En el juicio aseguraría no recordar si la había violado.
Fin de búsqueda
Con el hallazgo del culpable quedaban atrás 65 días de búsqueda en los que unas 4000 personas estuvieron involucradas. Los noticieros y los famosos programas 20/20 y America’s Most Wanted cubrían el caso sin descanso.
La ficha que habían llenado los oficiales aquella noche terminó de confirmar todo: la palma recobrada en la casa de Polly pertenecía a Davis.
Con la colaboración de distintos grupos de investigación y el FBI ahora buscaban el cuerpo de la pequeña. Unas 500 personas abocadas no consiguieron nada, a pesar de que fue una de las búsquedas más multitudinarias llevadas a cabo en el estado de California.
Querían el cuerpo para detenerlo. Pero tuvieron que invertir el orden. Lo detuvieron igual y, finalmente, la tarde del 4 de diciembre, Davis confesó todo.
Dijo que que se había metido en la casa por una ventana, que la raptó, que Polly estaba viva cuando el auto cayó en esa zanja y que luego de que los policías se fueran volvió a buscarla. Entonces la llevó a otro lugar y la mató: lo hizo con un trozo de ropa y dijo haber apretado “eternamente” hasta que Polly “se dejó de mover”. Luego la enterró en una tumba superficial al borde de la autopista 101, un par de kilómetros al sur de Cloverdale.
Siguiendo sus indicaciones llegaron al cuerpo de Polly. El horror quedó demostrado.
Lo más terrible era que Richard Allen Davis, de 39 años, no debía haber estado libre aquel día, sino cumpliendo una condena tras las rejas por un grave delito anterior.
Su padre y las conquistas legales
Polly Hannah Klaas nació el 3 de enero de 1981 en Fairfax, California. Sus padres, Marc Klaas y Eve Nichol, se divorciaron en 1984, cuando ella tenía solo 3 años. Polly adoraba cantar, tocaba el clarinete y el piano y actuaba en todas las obras de teatro que hacían en el colegio. Cuando fuera grande, decía, quería ser actriz. A pesar de que vivía en una ciudad que tiene, hasta el día de hoy, una bajísima tasa de criminalidad, su sueño quedaría trunco.
Eve y Polly se mudaron varias veces hasta que ella se volvió a casar con Allan Nichol (un divorciado con tres hijos) y tuvo a su segunda hija Annie, en 1987. Otra vez las cosas no funcionaron y Eve se volvió a separar en 1993. Un año que resultaría ser el más dramático de su existencia.
Marc Klaas, luego del crimen, perdió casi 14 kilos. La angustia le impedía dormir y comer. Sus severos ataques de rabia y la falta de sueño terminaron por enviarlo a terapia. Fue entonces que concentró su ira en algo positivo: defender a los niños. Así creó la KlaasKids Foundation, en 1994.
“Lo hice para darle un sentido a la muerte de mi pequeña hija secuestrada y asesinada y crear un legado en su nombre para proteger a las generaciones por venir. El objetivo es detener los crímenes contra los niños”, expresa Marc en su sitio web. Debajo del nombre de la fundación, hay una frase que provoca temor e invita al compromiso: Una milla, un minuto…. así de rápido tu hijo puede desaparecer.
Marc Klaas se convirtió en un adalid para la seguridad de los menores y en un apoyo invaluable para los padres de niños desaparecidos. Desde que se creó, la fundación ayudó a más de 10,000 chicos perdidos a volver a casa junto a sus familias.
Marc fue un ferviente promotor para lograr cambios sustanciales que ayuden a la investigación policial. Una de sus luchas fue, por ejemplo, el sistema de radio de conexión de la policía. Su presión logró que hoy se manejen de forma centralizada: los equipos tienen siempre la última información y se comunican por un mismo canal. No sólo eso: ahora también tienen acceso a la base de datos policiales.
En el juicio a Davis quedaría demostrado que si los agentes -que fueron a interrogarlo cuando se encajó- hubiesen tenido acceso a esos datos hubieran sabido en el mismo momento que ese hombre tenía causas por secuestro.
Marc Klaas fue, además, uno de los promotores que hicieron firmar al congreso el Alerta Amber (en honor al caso de la pequeña Amber Hagerman, también secuestrada y asesinada), un protocolo de búsqueda veloz de un menor secuestrado.
Pero fue por más: meses después del asesinato de Polly, Klaas logró que introduzcan una modificación en la Ley de Reincidencia para crímenes violentos. El fin era evitar que los convictos siguieran cometiendo crímenes aberrantes durante su libertad condicional. A partir estos cambios, en California, todos aquellos que cometen dos delitos graves, automáticamente al incurrir en un tercero tendrán una pena de prisión que va de 25 años a cadena perpetua. Nada de fácil libertad bajo palabra.
Burlas macabras
Richard Allen Davis fue detenido, acusado y, en 1996, sentenciado a muerte. El jurado estaba formado por seis hombres y seis mujeres. Davis, con 41 años, se declaró no culpable. El juez Thomas Hastings prohibió las cámaras de televisión en la sala. Los medios protestaron, pero él les aclaró: "El propósito de este juicio no es educar al público sobre nada”.
El fiscal Jacobs mostró fotos y mapas demostrando que Davis había estado en Petaluma en los días previos al secuestro y contó que el mismo homicida expresó sorpresa al describir que, cuando irrumpió en el cuarto de Polly, allí hubiera más chicas. No se lo esperaba. La pijamada no estaba en sus planes.
La fiscalía sostuvo que Davis tenía un patrón de comportamiento de secuestro y asalto sexual que, seguramente, hubiera estrangulado hasta la muerte a otras mujeres si ellas no hubieran escapado antes.
Jacobs le relató al jurado que Polly Klaas le había rogado a Davis: “Mi mamá y mi hermanita están en el cuarto de al lado. Por favor, no las lastimes”. Los tres abuelos asistentes al juicio y su padre lloraron.
Cuando el doctor Chapman, el médico forense empezó a hablar y mostrar fotos, los abuelos de Polly optaron por retirarse. Marc Klaas que había anticipado lo difícil que sería para él estar sentado allí, en la sala donde se iba a relatar “la minuta de la muerte de mi hija”, dijo desolado: “Es tan terrible mi Dios, no puedo sacar esa imagen de mi cabeza, no puedo hacerla ir”.
La autopsia del cuerpo de Polly había sido inconclusa, por el estado del cadáver. Si bien su ropa estaba levantada hasta el pecho y podría pensarse que hubo una agresión sexual, lo cierto es que llevaba puesta la ropa interior y no se encontraron restos de semen. El tiempo transcurrido a la intemperie había sido demasiado. Chapman aseveró, que si bien era imposible saber la causa exacta de la muerte, los pedazos de soga y ropa encontrados en su pelo parecían certificar el estrangulamiento confesado por Davis.
Su madre Eve, no asistió al juicio. Para ella era demasiado escuchar lo que allí se decía.
El día que fue condenado a muerte, el asesino hizo algo más: se burló de la familia de la víctima con un feo gesto y se atrevió a decir que las últimas palabras de Polly Klaas, antes de morir, habían sido en contra de su propio padre asegurando que abusaba de ella. Marc Klaas tuvo que ser sujetado, quería pegarle a Davis: “Si hubiese tenido un arma allí, le habría metido una bala en la nuca”, dijo.
Los dichos del criminal enojaron al juez Thomas Hastings: “Es muy fácil para mí pronunciar esta sentencia, viendo su forma de comportarse en esta sala”. Y lo condenó a muerte por inyección letal.
Hoy, con 65 años, Davis sigue en la fila de la muerte en la prisión de San Quentin. Está en confinamiento solitario, debido a las amenazas de muerte que le profieren otros prisioneros.
Ecos de un crimen y el debut de la web
Durante la búsqueda de Polly, la actriz Winona Ryder que había crecido en la ciudad de Petaluma y había asistido a su mismo colegio, ofreció una recompensa de 200 mil dólares para su retorno a salvo. Fue inútil. Tanto la conmovió el caso que, cuando grabó Mujercitas en 1994, sabiendo que ese era el libro favorito de Polly, le dedicó la película. Años después, reveló a un periodista que ella había dejado de aceptar protagónicos en filmes “oscuros” porque la desaparición y el asesinato de Polly la habían afectado profundamente.
La serie American Justice -del canal A&E- dedicó un episodio a Polly Klaas, en el que se exponía los desafíos del sistema penal para rehabilitar a los presos. El título era claro: Free to kill (Libre para matar). Davis había entrado y salido de la cárcel varias veces, escalando, con cada paso, en su historial de violencia.
El canal Discovery Channel, en la serie de crímenes del FBI, en el primer episodio también tomó el caso.
La búsqueda de Polly Klaas fue la primera que se hizo usando Internet. La red estaba en sus comienzos en 1993, pero probó ser una herramienta muy útil para llegar velozmente a la mayor cantidad de gente en el mundo.
La búsqueda de Polly alcanzó a una población de 20 millones de usuarios de Internet que podían colaborar para hallarla. Los tres hombres que armaron esto en la web fueron Gary French, Bill Rhodes y Larry Magid. La creación de una nueva y veloz manera de encarar el rastreo de los chicos secuestrados fue una verdadera revolución.
Richard Allen Davis, el monstruo
Hijo de Evelyn Smith y Robert Davis, Richard pasó su infancia en el sur de San Francisco. Tenía dos hermanas menores y dos hermanos mayores. Cuando tenía 9 años sus padres se separaron en malos términos: los chicos decidieron con qué progenitor querían vivir. Los tres varones eligieron la madre, aunque ella se volvió alcohólica por la época en que su hija Patty de 10 años murió debido a una enfermedad.
El primer robo de Richard Allen Davis fue a los 12 años. A los 15 reincidió. Dicen que su madre le puso sus manos sobre la llama de la hornalla enojada por su conducta. Pero no hubo caso. Davis siguió su negro camino. Entre 1973 y 1974 protagonizó más robos, borracheras y peleas. Su primer intento de secuestro fue en septiembre de 1976, cuando tenía 22 años y fracasó. Armado con un cuchillo subió por la fuerza a su auto a una mujer de 26 años. Quiso que le practicara sexo oral, pero ella agarró con una mano la hoja del cuchillo y, con la otra, abrió la puerta del auto y escapó. Fue capturado y llevado a una clínica psiquiátrica de la que se fugó. Unos días más tarde irrumpió en una casa y golpeó a la dueña mientras dormía. Ella se levantó gritando y él huyó. Cuatro días después le puso un arma en el cuello a Hazel Frost, de 40 años que estaba en su auto. La hizo manejar hasta una oscura estación de servicio. Mientras el sacaba de sus bolsillos una cinta para atarla, Hazel agarró un arma que llevaba escondida debajo del asiento y le disparó, sin puntería, 4 o 5 balas. Davis huyó ileso bajo la balacera, pero luego cayó preso. Salió de la cárcel otra vez y, en 1984, fue arrestado por otro secuestro. Tenía 30 años. Fue condenado a 16 años de cárcel, pero sólo cumplió 8. Si lo hubieran dejado en prisión hasta el fin de su condena ese 1 de octubre de 1993 hubiera estado preso. Y Polly estaría viva.
Los psiquiatras que lo evaluaron le diagnosticaron desorden de la personalidad, personalidad antisocial y personalidad esquizoide. La fiscalía, por su parte, aseguró no creer que su infancia tuviera algo que ver con sus permanentes infracciones a la ley y sus horribles actos. La prueba, sostienen, son sus dos hermanos varones: Ron, es oficial de policía y estudió leyes y Don es un valorado empleado, está casado y lleva una vida absolutamente normal.
Una madre aterrada
Desde que el cuerpo de Polly fue cremado y esparcido sobre el Océano Pacífico por su familia y amigos, Eve solo encontró fuerzas en su relación con Annie, su hija menor. Un detalle escalofriante relatado por su familia revela que Polly le temía a la oscuridad porque, según decía, “un hombre malo podía venir a buscarla”.
Esto perturbaba a Eve. Pensar que ella dormía mientras el horror tenía lugar en el cuarto de al lado, le había aniquilado toda posibilidad de volver a sentir seguridad alguna vez. Simplemente no podía dormir, si dormía vendrían los “hombres malos” a buscar a su otra hija. Aterrada colgó un cencerro en la manija del cuarto de Annie y puso cuerdas en las ventanas para evitar que “cualquier hombre malo entrara”. Eso lo confesó a la revista People, en uno de los pocos reportajes que dio, en 2003, al cumplirse los diez años del asesinato.
Cuando Annie llegó a la edad que tenía Polly al ser secuestrada, los 12 años, Eve intentó mantener la cosas lo más normal posible: “¿Y si solo la tengo diez días más? No podía evitar pensar en eso y tener pavor. Se venía a mi cabeza”, recuerda Eve. La psiquiatra le diagnosticó estrés postraumático. Meses y meses de tratamiento ayudaron a disminuir los altísimos niveles de temor. Pero el dolor seguía ahí, inmutable.
Annie también habló en la entrevista y contó que, en la secundaria, una compañera le dijo que no la invitaba a una pijamada en su casa porque... “Sos la hermana de Polly Klaas, sos mala suerte”. No había caso: ella no olvidaba, pero los demás nunca dejaban de recordárselo.
Su vida jamás volvería a ser normal. Durante su adolescencia, Annie llevó siempre su celular encima y a su perro caniche Ozzie pegado a ella: estaba entrenado para morder si alguien se le acercaba y pretendía tocarla. No había excepciones. “Mi madre y yo hemos pasado por todas las intensidades de emoción desde que perdimos a Polly”, admitió, “Extraño a Polly terriblemente. Ella no solo era mi hermana, era mi mejor amiga”.
Eve hoy ya no trabaja en la fundación que dirige Marc Klaas, se dedica a diseñar y vender joyas. Vive en West Marin County, en una casa de dos habitaciones llenas de fotos de Polly. Tiene montones de amigas y volvió a reír, pero ese agujero que siente justo en el medio del pecho continúa allí.
Lo que el drama se llevó
En aquella nota con la revista People, tanto Eve como Annie, dijeron: “Nosotras hablamos de Polly todos los días. Leemos su diario frente a la chimenea. Miramos los álbumes de fotos. Nos contamos historias todo el tiempo. Simplemente llevamos a Polly con nosotras. No es que que la pusimos en una cajita y la sacamos en cada aniversario. Ella está siempre”.
Para superar el dolor Eve tuvo que construir una barrera entre los recuerdos maravillosos de su hija y lo que le había hecho un psicópata. No quería permitir que lo ocurrido le matara lo único que le quedaba de ella: esos buenos recuerdos y momentos.
Marc Klaas quisiera asistir a la ejecución de Davis (“Llevaré champagne a su ejecución”, dijo alguna vez), pero en marzo de este año el gobernador de California, Gavin Newsom, le dijo que mientras él estuviera en el poder suspendería las ejecuciones. Klaas decepcionado al escucharlo sintió “que moría un poco”. Y agregó ante la prensa: “Yo querría que lo último que vieran los ojos del asesino de mi hija fueran mis ojos; tal como mi hija lo último que vio fueron sus ojos mientras él le apretaba el cuello para quitarle la vida (...) Esto de la suspensión de las ejecuciones me enoja visceralmente. Le dije al gobernador que es posible que el asesino de Polly viva más que yo porque él se beneficia de la salud pública. Hasta que este hombre no sea ejecutado la justicia no será justicia”.
Que una chica sea secuestrada de su propia casa, con su madre durmiendo en la habitación de al lado, es una pesadilla para quitarle el sueño a cualquiera. Para encontrarle algún sentido al cruel sinsentido, su padre dedicó la vida a que la dramática historia de su pequeña sea el caso bisagra que logró la modificación de vitales mecanismos de acción en la investigación de secuestros y movió resortes legales para prevenirlos. Ese es, sin dudas, el legado que Polly dejó con su breve vida.
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