Un crimen como tantos. Absurdo, sanguinario, cruel. Toda una familia muerta en su casa a mano de dos ladrones que no encontraron el botín anhelado. Fracasó el gran golpe y no quisieron dejar testigos.
Una radio, 42 dólares y unos binoculares. Sólo eso se llevaron. Pero dejaron cuatro cadáveres.
La noticia revolucionó los medios locales, acostumbrados a que esas atrocidades sucedieran en las grandes ciudades, y no en poblados insignificantes como Holcomb.
Muy pocos días después, los asesinatos llegaron a los grandes diarios, a los de circulación nacional. Allí, en un pequeño recuadro, leyó la noticia Truman Capote una tarde de noviembre de hace 60 años. En esos días debía decidir con William Shawn, legendario editor del New Yorker, cuál sería el siguiente tema al que se dedicaría el escritor para la revista. Capote mencionó el pequeño recuadro que había leído en el diario. Y a Shawn le interesó poder retratar los efectos del horror en un quieto pueblo de dos mil habitantes.
Truman Capote partió hacia Holcomb con la compañía de Harper Lee, amiga personal y autora de Para Matar un Ruiseñor. Ella podría abrirle puertas con los habitantes de pueblo de Kansas, ubicado en el centro de Estados Unidos.
¿Qué iba a buscar Capote? No lo tenía muy claro. Seguía su intuición, el olfato de escritor, ese que le hacía distinguir de inmediato dónde había una buena historia. Que progresivamente fueran llegando a Holcomb decenas de periodistas no lo inquietaba. Él miraba otras cosas. Su búsqueda no estaba urgida. El tiempo le iría proveyendo capas -profundidad y texturas- a su historia y a su prosa. Su carrera era de largo aliento.
El padre y el hijo de quince años asesinados en el sótano. En el primer piso, en sus habitaciones, la madre y la hija sin vida. Sangre, cuerpos maniatados, la casa revuelta.
Los Clutter, una de las familias más respetadas de la región, masacrados sin piedad.
¿Quién podría haber sido el responsable de tanta barbarie? A ese Holcomb todavía atontado por la tragedia arribó Capote con su vestir extravagante, su gestualidad abundante y su voz de dibujito animado. De a poco se fue ganado la confianza de la gente del pueblo. Lo invitaban a sus casas a comer. Él llegaba siempre con una botella de JB y los deleitaba con sus cuentos y su gracia. La más improbable de las relaciones se fue forjando entre ese excéntrico escritor y los pueblerinos que olvidaron rápido su desconfianza inicial. Lo que ellos no sabían es que cada cosa que dijeran, cada una de sus acciones, cada uno de sus gestos era registrado por Capote para incorporarlo a su obra.
Richard Hickock estaba pagando una pena en la prisión estatal de Kansas. No había encontrado de qué manera ganarse la vida. El esfuerzo no era lo suyo. Todo comenzó con unos pequeños engaños, intentos por obtener plata sin trabajar. En poco tiempo una serie de fraudes que involucraban cheques sin fondo lo llevó tras las rejas. Aunque también pesaban sobre él denuncias por pederastía.
Su compañero de celda, Perry Smith, tenía menos educación que él y le faltaba poco tiempo para terminar una condena por robo a mano armada. Otro de los reclusos, Floyd Wells, les dio un dato que los sedujo. En un pueblito a unos cientos kilómetros de distancia había un granjero muy adinerado que guardaba 10 mil dólares en la caja fuerte de la casa que se encontraba en el medio de la granja.
Perry y Hickock en pocos días salían en libertad condicional. Creyeron que era un golpe sencillo, rápido y que les permitiría iniciar una nueva vida en México.
Apenas salieron los dos de la cárcel, hicieron 600 kilómetros en auto hasta la granja de la familia Clutter en Holcomb. Era un sábado casi llegando a la medianoche. Las puertas de la casa estaban, como era previsible, sin llaves. Todo era oscuridad en la casa. Los cuatro habitantes dormían desde hacía unas horas. El domingo había que levantarse temprano para ir a la iglesia.
Los dos ladrones despertaron a la familia mientras los apuntaban con armas de fuego. Preguntaron por la caja fuerte. Con serenidad el señor Clutter les dijo que no había ninguna en a casa. No le creyeron.
A él y a su hijo Kenyon los llevaron al sótano. A las mujeres, a la esposa y a Nancy, la hija de 16 años (el matrimonio tenía otras dos hijas que ya no vivían con ellos), las maniataron en sus habitaciones. Después de revisar toda la casa, Smith y Hickock asumieron que no había ninguna caja fuerte ni demasiada plata; sólo obtuvieron un magro botín. Pero no querían volver a prisión. Así que a Smith le pareció que lo más apropiado era matar a los testigos para no dejar evidencia de su golpe frustrado. A sangre fría. Smith le cortó el cuello al padre de familia y luego le pegó un tiro en la cabeza. Después uno a uno fueron asesinando a los demás miembros de los Clutter hasta dejar un tendal de cadáveres. Al terminar siguieron viaje hacia México.
Cuando Truman Capote y Harper Lee llegaron a Holcomb todavía la policía no tenía sospechosos. Había un gran hermetismo alrededor de la investigación. Una coraza de silencio que los trucos de Capote no pudieron perforar.
Luego apareció una pista firme. El recluso que les había pasado el dato a Smith y Hickock, reveló esa situación a las autoridades del penal para mejorar su situación de reclusión. De ahí en más, la caza de los asesinos se aceleró.
Los encontraron en México. No parecían animales. Los periodistas se sorprendían ante su aspecto. Pese a la reticencia inicial, después de un par de días confesaron su culpabilidad. Smith dijo que él sólo mato a los dos varones. Y que su compañero se encargó de las mujeres. Hickock negó haber sido él quien disparó a la cabeza de las dos mujeres.
El caso ya había adquirido relevancia nacional. Los periodistas llegaban en caravana a Holcomb. Lo que ellos no sabían es que ahí había alguien que les había ganado de mano. Pero a Capote no lo corría la urgencia de la primicia. Él sabía que no publicaría nada hasta varios años después. Los demás debían producir textos que estarían en el diario del día siguiente.
El juicio se desarrolló con bastante normalidad. Los dos asesinos fueron, previsiblemente, condenados a muerte. Pero la pena no se aplicaría de inmediato. El sistema judicial norteamericano ostenta un complejo sistema de apelaciones que permite que luego de la condena, con abogados hábiles, puedan pasar varios años antes de que se haga efectiva. Parecía que los abogados tienen un infinito número de recursos para presentar y aplazar la ejecución. Y agotado el sistema judicial siempre resta una última alternativa: el pedido de clemencia al gobernador. Tres veces se postergó la ejecución de Hickock y Smith. Más de 1.500 días confinados en ese limbo que es el Pasillo de la Muerte.
La incertidumbre se devoraba a Capote. Había entablado una relación personal con Smith, hasta podría decirse que sentía una cierta estima por él. Pero su libro estaba primero. Sin lugar a dudas. Y ese libro, su libro, su obra maestra requería un final, aceptaba un solo final: la muerte de los dos asesinos. El texto necesitaba esa escena final para estar completo.
En 2017 se descubrió que Capote enfrentó en el último tramo de escritura una competencia impensada. Hickock estaba escribiendo sus memorias. Un relato detallado de sus crímenes en 200 páginas. Capote intentó de todos los modos posibles silenciar ese trabajo. Había trabajado demasiado como para que otra publicación lo opacara. Hickock en ese texto descubierto un par de años atrás narra los crímenes. Es un relato desaliñado y sensacionalista cuya mayor diferencia con la versión conocida -la de la justicia y la de Capote- es que según Hickock alguien los contrató para asesinar a Clutter y su familia. la supuesta paga era de 10 mil dólares.
22 de junio de 1965. Seis años después de los crímenes el día había llegado. Un tinglado despojado, a la medianoche. Al fondo, una tarima y las dos sogas atadas de una viga. Veintiún invitados, entre ellos Capote. Él tenía que ver la escena; aunque supiera qué iba a pasar, aunque tuviera algún informante confiable, él debía soportar la impresión y ser testigo de esas ejecuciones. Su mirada no tenía asco, ni impresión, ni piedad. Era una mirada de entomólogo, desapasionada, quirúrgica: una mirada de escritor. El verdugo con traje oscuro cruzado, sombrero texano y traído desde Missouri a cambio de 600 dólares de honorarios.
El primero en entrar fue Hickock. Lo de rigor, la lectura de la sentencia, la oración del sacerdote. Hickock preguntó algo al guardia más cercano. Lo hizo en un susurro. El guardia le contestó en voz alta: no había ido nadie de la familia de las víctimas, los Clutter. Capote apunta: “Al contestarle que no, el prisionero pareció contrariado, como si pensara que el protocolo de aquel ritual de venganza no hubiera sido respetado”. Después Hickock pronunció sus últimas palabras: “Sólo quiero decir que no les guardo rencor. Me están enviando a un mundo mejor de lo que éste fue para mí”. Se abrió la trampa a sus pies. El cuello se fracturó. Veinte minutos después, el médico de la prisión confirmó su muerte.
Quince minutos pasaron e ingresó Perry Smith. Masticaba un chicle. Se lo veía desenvuelto y malicioso. Tomó aire y dijo tímidamente, como reflexionando, buscando las palabras: “Pienso que es una cosa infernal quitar la vida de este modo. No creo en la pena de muerte ni legal ni moralmente. Puede que hubiera podido contribuir en algo … No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón”. Luego, sólo abrió la boca para escupir el chicle. Subió los escalones y puso dócilmente el cuello entre la soga anudada.
A sangre fría salió en una primera versión seriada, el año de las ejecuciones, a lo largo de varios números del New Yorker. Al año siguiente se publicó como libro. Su éxito fue inmediato.
Fue la consagración de Truman Capote. Entrevistas, fiestas, reconocimientos. Y la ambición de haber creado una nuevo género: la novela de non fiction. Aunque existan quienes digan, no sin razón, que el género fue transitado ocho años antes por Rodolfo Walsh en Operación Masacre. Capote siempre lamentó -como siempre: en público y sin el menor atisbo de humildad- no haber recibido el Premio Pulitzer por este libro. Le parecía inconcebible.
Fue la última gran obra de largo aliento, articulada de Capote. Como si estos crímenes y los dos asesinos hubieran absorbido toda su energía. Luego sólo habría un puñado de grandes cuentos, artículos y los tres capítulos de esa obra mítica, siempre prometida y nunca escrita que es Plegarias atendidas, un conjunto de chismes, maledicencia y precisa pintura social que le valió el ostracismo de los círculos de élite de Nueva York.
A sangre fría fue su cumbre creativa, el libro en el que todos sus recursos se aunaron. Al mismo tiempo, ese libro, su obra maestra, fue su maldición.
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