Ante la derrota total, los líderes nazis asumieron distintas conductas. Adolf Hitler se suicidó. Varios eligieron el mismo camino. Otros se fugaron. Unos pocos se quedaron esperando la llegada de sus captores.
Eran criminales de guerra. Su futuro no era el mejor. Sin embargo, ninguno tenía certeza de que ocurriría con ellos. Al principio, ni siquiera los aliados sabían qué hacer. Luego de intensas deliberaciones decidieron que se debía juzgar a los líderes supervivientes para que la opinión pública mundial se enterara de las atrocidades sucedidas.
Algunos dejaron por escrito su última voluntad. Otros dijeron sus últimas palabras segundos antes de ser ahorcados. Sus mensajes fueron obtusos, repletos de ceguera y odio. Hubo quien enfrentó su muerte sin revelar una sola emoción. Ninguno realizó una profunda autocrítica ni mostró mayor arrepentimiento.
Sin embargo, aunque lo hubieran hecho nada nos diría sobre ellos. Los que los califica, no es su actitud ante la propia muerte. Eso no evita la infamia. Los que los califica es su actitud infame ante la muerte ajena. Esas muertes que ellos propinaron a millones de personas.
Los aliados, finalizada la guerra, juzgaron a los jerarcas nazis sobrevivientes. En muy pocos días pasaron del lujo y la comodidad, a un confinamiento absoluto, interrogatorios severos, mínimo de ropa, comida y medicamentos. Los invadió el estupor, la vergüenza y el temor. Alguno preguntó: “¿Por qué no se limitan a matarnos?”.
En los últimos meses de la guerra, Winston Churchill había insistido en que se los ajusticiara sin más. Ejecuciones sumarias. Propuso fusilarlos en seis horas. Sorprendentemente, Iósif Stalin se opuso a este proyecto. Dijo que debían ser juzgados. Lo mismo hizo Franklin Roosevelt.
El juicio, con un tribunal integrado por jueces franceses, norteamericanos, británicos y soviéticos, se celebró en Núremberg, la ciudad que había sido sede de las gigantescas concentraciones nazis.
Los jueces de Núremberg juzgaron a los que se consideraban en ese entonces los 24 nazis de mayor influencia que habían sobrevivido a la caída.
Doce de ellos fueron condenados a muerte y ejecutados tras el proceso; tres fueron absueltos y siete penados con prisión. Uno fue juzgado en ausencia y otro declarado inimputable.
El comienzo de las sesiones fue el 20 de noviembre de 1945. El 1 de octubre de 1946 se dictó la sentencia y se conocieron las penas.
El juicio estuvo rodeado de polémica. Los crímenes que juzgaba, de tan atroces, no habían sido imaginados por el legislador hasta entonces. La extensión de los mismos y la circunstancia de la guerra hacían también que se debiera solucionar el tema de la jurisdicción. Núremberg además de juzgar a los 24 que en ese momento estaban en el banquillo, sirvió para que se sentaran las bases jurídicas ante este nuevo crimen masivo e inhumano: el genocidio.
Durante el proceso poco hubo de verdad y de arrepentimiento por parte de los acusados. Y mucho de amnesia y negación. Ninguno recordaba los hechos fundamentales. Todos se consideraban inocentes.
Sin embargo, sus expectativas de sobrevivir eran escasas. Un mínimo de sentido de realidad todavía los acompañaba. Una anécdota narrada por Hannah Arendt da cuenta de esta situación. La filósofa entrevista a un comandante nazi que había tenido un alto cargo en Majdanek y había reconocido haber gaseado prisioneros y haber ordenado enterrar otros con vida.
“¿Usted se da cuenta que los rusos lo van a condenar a muerte?”, preguntó Arendt.
El nazi respondió azorado: “¿Por qué? ¿Yo qué hice?”.
Sólo tres fueron absueltos: Hjalmar Schacht, Franz Von Papen y Hans Fritzche.
Siete fueron condenados a largas penas de prisión. Esos siete fueron los habitantes de Spandau.
Tres condenados a cadena perpetua: Rudolf Hess, Erich Raeder (Comandante en Jefe de la Marina) y Walter Funk (Ministro de Economía y presidente del Reischbank).
A Konstantin Von Neurath (Ministro de exteriores y a cargo de Bohemia y Moravia) le dieron 15 años; como tenía 73 años se interpretó que era otro de los que moriría preso. Albert Speer (Ministro de Armamento, arquitecto del Fuhrer y diarista minucioso en Spandau), con su fingido arrepentimiento, logró escapar a la horca y obtuvo una pena de 20 años. Baldur Von Schirach (líder de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de Viena) también recibió dos décadas. Y Karl Dönitz (Comandante de la Marina y sucesor de Hitler al mando del estado alemán -creyó serlo hasta el final de sus días-) recibió la pena más benévola: 10 años.
Pero los magistrados de ese tribunal internacional inédito, una vez dictada sentencia salieron en estampida hacia sus países. No deseaban estar en Núremberg ni un segundo más. Eso hizo que no se supiera bien cómo aplicar las condenas de prisión. ¿Dónde se los alojaría? ¿En qué condiciones? ¿Desde qué día comenzaba a correr el cómputo? Esos y muchos otros interrogantes debieron ser respondidos sobre la marcha navegando entre las tensiones políticas de los cuatro países que decidían.
Respecto de las condiciones de detención, los soviéticos siempre fueron los más rígidos. Pretendían que los prisioneros no gozaran de ningún beneficio, que su estadía en Spandau fuera lo más dura posible. Una carta por mes, una visita cada tres meses, un régimen alimenticio demasiado frugal, incomunicación casi total entre ellos. Los soviéticos hablaban de reciprocidad: pretendían aplicar el severo estatuto penitenciario alemán de 1943.
Si bien cada país tenía poder de veto en las grandes decisiones, mes a mes la situación cambiaba dado que la administración de Spandau rotaba cada 30 días. Así durante tres meses (salteados) por año soviéticos, norteamericanos, ingleses y franceses tenían el poder en la cárcel. Spandau fue la última empresa de manejo conjunto que le quedó a los Aliados luego del divorcio producido después de la Segunda Guerra Mundial. El último bien ganancial de los Aliados. Casi el único punto de contacto de las potenciales a lo largo de la Guerra Fría.
La posición estratégica en esa Alemania dividida de posguerra y la importancia de los detenidos hacían que nadie quisiera perder su sitial en las decisiones de la cuestión. Si los rusos eran los que peores condiciones les querían imponer a los detenidos, los ingleses eran los que pedían mayor flexibilidad y humanidad en el trato. Esto no deja de tener un costado paradójico ya que Churchill fue el más férreo opositor a los juicios de Núremberg; el líder británico quería fusilar a los jerarcas nazis sin juicio previo.
Al entrar en Spandau, cada recluso recibió un número de identificación. Del 1 al 7. Premonitoriamente a Hess le otorgaron el 7. Como si alguna fuerza superior hubiera sabido que él sería el último en salir. El que perpetuaría por 20 años, hasta el límite del ridículo, esta cárcel de un hombre solo.
La cárcel de Spandau se había terminado de construir en 1881. Hasta 1919 había funcionado como lugar de reclusión militar. Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo dos fines específicos. Por un lado servía como lugar de tránsito hacia algunos de los campos de concentración cercanos a Berlín; y por el otro, allí fueron alojados y ejecutados varios enemigos, principalmente rusos.
Tenía 132 celdas y en 1946 estaba casi al punto del hacinamiento con más de 650 prisioneros.
El estado general del edificio era muy malo. Varios bombardeos habían deteriorado su estructura, algunos muros habían sido derribados (algunos cuentan que era muy fácil fugarse de allí: bastaba con tirar una soga hacia la calle y asirse fuerte de ella hasta descender), no contaba con servicios médicos y la alimentación era escasa.
Todo cambió cuando llegó la orden de evacuar a todos los prisioneros. La cárcel debía quedar vacía e iniciar un proceso fulminante de reconstrucción para alojar a los 7 prisioneros que habían logrado salir con vida, pero con largas condenas, de los Juicios de Núremberg.
Se refaccionaron todas las instalaciones y se reforzó la seguridad de la propiedad, haciendo hincapié en la seguridad perimetral. Spandau debía ser impenetrable. Además batió otro récord. Fue la cárcel con mayor número de guardias por preso. Había 25 guardias por cada detenido.
Doce jerarcas nazis fueron condenados a muerte, enviados a la horca. Se discutió como llevar a cabo las ejecuciones. El otro problema que se debatió fue el destino de los cuerpos luego de ahorcarlos. Los aliados se opusieron a entregárselos a los familiares. Temían que sus tumbas fueron lugares de peregrinación para las generaciones futuras. Se decidió cremarlos y arrojar las cenizas al río Isar.
Quince días después del veredicto condenatorio se ahorcó a 10 de los 12 nazis.
Martin Bormann fue juzgado en ausencia. Durante décadas se lo creyó fugado, muchos dijeron haberlo visto en Argentina y se suponía que dirigía una red secreta. Había quienes sostenían que había muerto en la caída de Berlín, en esos días finales del régimen. Estudios forenses de restos encontrados en el lugar determinaron en los últimos años que Bormann falleció en Berlín en 1945.
Hermann Göring se suicidó en su celda la noche anterior a ser ejecutado. Jamás se supo como ingresó el cianuro (según parece, el veneno favorito de los nazis) a la prisión. Dejó una carta en la afirmaba haber sido el dueño de su propio destino.
El 16 de octubre de 1946 fueron de a uno saliendo de su celda para ajustarse el nudo corredizo a su cuello. La mayoría obvió el arrepentimiento. Todos, a excepción de Alfred Rosenberg, dijeron en el patíbulo sus últimas palabras:
Joachim Von Ribbentrop, ex ministro de relaciones exteriores: “Dios proteja a Alemania. Un último deseo es que Alemania tenga su propia identidad y que llegue a haber entendimiento entre el Este y el Oeste. Le deseo paz al mundo”.
Wilhelm Keitel, ex comandante del ejército alemán: “Pido al Dios Todopoderoso que tenga misericordia con el pueblo alemán. Más de dos millones de soldados alemanes murieron por la patria antes de mí, yo sigo ahora a mis hijos. ¡Todo por Alemania!”
Ernst Kaltenbrunner, ex comandante de los campos de exterminio: “He amado a mi gente alemana y a mi patria con todo mi corazón. He hecho mis deberes bajo la ley de mi gente y lamento mucho por ellos que fueron envueltos en este tiempo sin ser soldados y asesinados en crímenes de los cuales no he tenido conocimiento. Buena suerte Alemania”.
Hans Frank, ex gobernador general de Polonia: “Agradezco por el trato recibido durante mi cautiverio y le pido a Dios que me reciba con su misericordia”.
Wilhelm Frick, ex ministro del interior: “¡Larga vida para Alemania!”
Julius Streicher, ex director del periódico antisemita Der Stürmer: “!Heil Hitler! Los bolcheviques le harán esto a ustedes dentro de un tiempo (a sus carceleros). Adele, mi querida esposa”
Fritz Sauckel, ex director del programa de trabajo esclavo: “Muero inocente. La sentencia es equivocada. Dios proteja a Alemania y que la haga grande de nuevo. ¡Larga vida a Alemania! Dios proteja a mi familia.”
Alfred Jodl, ex comandante del ejército del Este: “Mis saludos para ti, Alemania”
Arthur Seyss-Inquart, ex director del Reichsbank: “Espero que esta ejecución sea el último acto de tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Y que la lección que se tome de esta guerra, traiga paz y entendimiento entre los pueblos. Creo en Alemania.”
Las últimas palabras de estos criminales fueron hacia Alemania, hacia una Alemania que ya nunca sería como ellos pretendían. No demostraron arrepentimiento alguno. No reconocieron sus crímenes.
La infamia los acompañó hasta en su último acto.
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