Los Ocho Mil. El gran desafío del alpinismo. Enfrentar esos picos, los más altos del mundo, llegar a su cima y regresar para contarlo. Ese es el verdadero reto. Son 14 y están todos en el Himalaya.
Medirse con la montaña. Domarla. Superar cada uno de los riesgos que ella les tiene preparados. Paredes imposibles, avalanchas, grietas, frío extremo, desprendimientos, falta de oxígeno.
Un hombre fue el primero en alcanzar esas 14 cumbres. No le resultó sencillo, pero sí inevitable. En el camino perdió seis dedos de los pies, un hermano y varios compañeros de expedición.
En la actualidad es natural cumplir 75 años. La expectativa de vida se ha alargado. Pero en el caso de Reinhold Messner, que hoy llega a esa cifra, se trata de una especie de milagro. Messner vivió su vida enfrentando a la muerte, yendo en su busca, midiéndose con ella.
Messner probablemente sea el más importante alpinista de la historia. Sin dudas es el más famoso. Tiene muchos récords para blandir, su nombre está registrado en varias páginas del Libro Guinness. Sin embargo la enumeración de sus impresionantes marcas nos dice muy poco de él. Detrás de ellas, en cada ascenso, en cada límite que empujó, está su esencia y la verdadera historia.
Reinhold Messner nació en 1944 en el norte de Italia. El idioma de su familia fue el alemán, aunque todos manejaban el italiano. Sus primeras montañas fueron los Alpes y las Dolomitas. Allí con su padre, su madre y sus hermanos entró en confianza con las alturas. Nunca tuvo un oficio, nunca estudió nada. Tampoco creyó que el alpinismo sería su medio de vida: eso no era, hasta su irrupción, una profesión. Todo lo que pretendía era algún trabajo ocasional que le diera la posibilidad de tener dinero y plata para dedicarse a su pasión. Pero el alpinismo tomó todo su tiempo, energía y preocupaciones.
Escaló su primera montaña a los cinco años. Era un programa familiar. A los pocos años él y su hermano menor Gunther se independizaron de sus padres y comenzaron a buscar nuevos desafíos. A los 22, Reinhold Messner se sintió preparado para enfrentarse al gigante. El Nanga Parbat. Uno de los 8 mil. Su primer 8 mil.
Es una excursión grupal. Hay un líder y dentro del equipo también está su hermano menor. El jefe de la misión decide que Gunther se queda a 7 mil metros, respaldando a los otros. Reinhold parte primero. Gunther no resiste y desobedece. Sale detrás de su hermano. En poco tiempo lo alcanza. Juntos llegan a la cima.
Menos de una hora después inician el descenso. Las ráfagas de viento son muy fuertes. El cansancio los abruma. La altitud y la falta de oxígeno los abomba, les quita lucidez. Empiezan las alucinaciones. Hay poca visibilidad.
Reinhold cuida de su hermano e intenta avanzar pero equivocan el camino. Él va adelante para no hacerle tomar un camino erróneo a su hermano, para cuidarle sus escasas energías. De pronto, en medio del silencio (un silencio puro, blanco, tenebroso), un ruido atronador que se multiplica, que se acerca. Reinhold por pocos metros había evitado la zona del alud. Su hermano Gunther, de apenas 20 años, no. Reinhold vuelve a buscarlo. Todo es infructuoso. El cansancio le impide seguir, no siente los pies por el frío. Se desvanece. Se despierta algunas horas después. Está sorprendido. Pensó que su final había llegado.
En 1984, mientras intenta otra hazaña (subir dos 8 mil a la vez, sin volver a base) es filmado por el director Werner Herzog. El resultado es el estremecedor documental Gasherbrum, la montaña luminosa. A Herzog no le interesa tanto la hazaña física, no le interesa el alpinista en su tarea de escalar la montaña. Lo que muestra es el interior de ese hombre, su manera de pensar, se mete dentro de Messner.
En un momento Messner está explicando esa excursión al Nanga Parbat. Es articulado, sólido y claro. Desmiente rumores y explica con solvencia y tranquilidad que pasó ese día. Fuera de campo, Herzog pregunta cómo le informó a su madre de la muerte de Gunther. Messner pierde, en ese instante, toda compostura. Llora desconsolado, con ruido, se agarra la cabeza, no puede seguir hablando. El dolor lo atraviesa.
Un año después de la muerte de su hermano, Reinhold, sin seis dedos de sus pies, regresa al Nanga Parbat. Vuelva a buscar a su hermano. Pero el intento es infructuoso. Recién luego de un gran deshielo, en los primero años del Siglo XXI encontrarán huesos, que tras un análisis de ADN, determinaron que pertenecieron a Gunther Messner. El lugar y las condiciones del hallazgo probaron que los dichos de Messner sobre que pasó en esa montaña eran verdaderos.
Su segundo ascenso a un 8 mil también resultó fatídico. Dos de sus compañeros murieron en el intento. Esa circunstancia lo llevó a tomar una decisión. No volvería a subir acompañado. De en ese momento en adelante él se enfrentaría solo a esas cumbres.
La posibilidad de dejar todo, de olvidar las grandes alturas, no era viable. Nunca fue una opción para él. El alpinismo era una pulsión vital que, en simultáneo, coqueteaba con la muerte. Necesitaba la aventura, el riesgo. Messner se pregunta por los límites, los busca, trata de correrlos todo el tiempo.
Así cada vez probó nuevas formas. Ascender en soledad, sin tubo de oxígeno, por las paredes de mayor dificultad, abriendo nuevas sendas. El objetivo fue no quedarse con lo establecido sino inaugurar posibilidades.
No puede resistir el influjo, la fascinación que la montaña produce sobre él. Messner tiene internalizada la montaña. Pero no la que está escalando en un momento determinado, no una en particular. Tiene internalizada la montaña como entidad. Es por eso que más que por cálculo o conocimiento, muchas veces las decisiones las tomaba bajo la forma de la intuición, por un conocimiento ancestral. Y pocas veces se equivoca.
Porque, hay que tener en cuenta, que si bien batió muchos récords, si bien consiguió superar muchas barreras, en decenas de ocasiones fracasó, debió regresar sin haber cumplido su objetivo de llegar a la cumbre.
Algunas de esas cumbres recién pudo conquistarlas en su cuarto intento. Del Everest, en alguna ocasión, quedó a sólo 150 metros. Pero supo que debía volver, que de otra manera terminaría muerto. Siempre fue muy consciente de los peligros, de los riesgos que lo acechaban. En esa altura y bajo esas condiciones, comienzan las alucinaciones, el cerebro se aletarga, el aire escasea. Sin embargo él siempre supo cuando debía regresar, hasta qué punto debía empujar sus límites. No es suicida ni temerario.
"Nunca tuve ganas de matarme. No es búsqueda de la muerte. Es algo muy distinto: es buscar los límites. Si alguna vez pensé en la muerte no fue escalando", le dijo a Herzog en el documental.
Más de la mitad de los mejores escaladores del siglo XX murieron intentando llegar a la cumbre de un 8 mil. Cayeron en la trampa de la montaña. No supieron reaccionar a tiempo, no se percataron, en la nube confusional de la altura y la falta de oxígeno, que a 8 mil metros de altura un hombre no reacciona de la misma manera. Messner sabe que escalar también es fracasar. En sus 31 ascensiones sólo accedió a la cima en 18.
Muchas veces le preguntaron qué pensaba durante sus excursiones. La respuesta siempre fue similar: "No pensaba en nada". Esa, siente Messner, es la gran ventaja de la montaña. Sólo se está en ella, con ella. Y ahí, también habita su peor peligro: la soledad. Una soledad que puede enloquecer, con una oscuridad que provoca temor, un pánico infantil incontrolable. Una cumbre puede resultar el lugar más solitario del mundo.
La otra pregunta recurrente que Messner debe responder en las entrevistas es qué sentía cada vez que hacía cumbre, cada vez que llegaba a lo más alto de un 8 mil. "Que estaba muy cansado. Que quería volver a mi casa", responde el alpinista.
Cada vez que conseguía un logro se decía a sí mismo que era la última vez que lo intentaba, que ya estaba bien. Pero dos o tres meses después la fascinación por la montaña lo hacía sucumbir. Necesitaba medirse a sí mismo, encontrarse con su propia vulnerabilidad. Messner siempre fue un fanático, un adicto, un obseso del riesgo y de la aventura.
Messner sostiene que escalar es, al mismo tiempo, un signo de degeneración mental y un acto creativo. Sostiene que todos los que encaran tareas creativas están un poco locos, así que él no tiene por qué ser la excepción.
Completó los catorce 8 mil a los 42 años, una edad límite. Pero cómo era de esperar no se detuvo allí. Buscó nuevas metas. Cruzó a pie la Antártida y luego el Desierto de Gobbi. La aventura tomaba nuevas formas. También se dedicó a la política en Italia.
Esos retos diferentes ya estaban implícitos cuando responde en 1984 a la pregunta si se imaginaba sin escalar: "Me imagino caminando de un valle a otro. Sin dirección, por desiertos y bosques. Sin mirar atrás ni adelante. Hasta el fin del mundo, que no sé si es redondo o plano. Es un mundo que no termina nunca. Escalar no es tan importante. Caminar, caminar, caminar".
A Messner, locuaz cuando se trata de desentrañar su relación con las cumbres, prolífico autor de libros y generoso con las entrevistas, no le gusta hablar de su vida privada. El llano no es el ambiente en dónde mejor se mueve. Su vocación por la soledad complicó sus relaciones personales.
Mujeres que lo abandonaron, que no quisieron compartirlo con el Himalaya, algún matrimonio fallido. Un segundo matrimonio más duradero con una mujer que organizó una gran aventura: todos los Messner, los siete hermanos sobrevivientes y los cuatro hijos de Reinhold, ascendieron al Nanga Parbat. Esa vez, en 2006, el objetivo del numerosos grupo familiar no era acceder a la cumbre sino llegar hasta poco más de los 4000 metros, establecer campamento, compartir la pasión del alpinismo y recordar una vez más a Gunther, el hermano fallecido.
Su obsesión quijotesca no le permitió nunca lo fácil. El objetivo siempre está más lejos de lo que parece, siempre es más alto de lo que parece, siempre es más difícil de lo que parece. Se indigna con las nuevas generaciones y con las facilidades de la tecnología: "Una persona que escoge la ruta normal de un 8 mil, una ruta previamente equipada, acondicionada por otros, debe saber que no está haciendo alpinismo sino turismo. El alpinista va allí donde no hay nadie, allí donde no llegan los demás. Esa es mi definición de alpinista. El turista acude a aquellos lugares donde ya está montada una infraestructura que le permita alcanzar sus objetivos", afirma ante los periodistas.
Acaso la clave de este hombre que hoy cumple 75 años y sigue escalando, aunque alturas menos exigentes, no esté en su notable condición física ni en su fortaleza mental, ni en su conocimiento del terreno. Posiblemente el don de Messner sea que sabe sufrir como ningún otro.
Su especialidad fue encarar objetivos que nadie más consideraba razonables, en los que se jugaba la vida, que exigían habilidad, pericia, resistencia, disciplina. El suyo es un mundo regido por el riesgo, en el que mejor no adentrarse si no se cuente con condiciones muy especiales. Pero al que él nunca pudo resistirse: la montaña lo imantaba.
"Nosotros, los escaladores extremos nos adentramos voluntariamente en el infierno y decimos a todos los que nos critican: 'Déjame en paz, es mi decisión, quiero intentarlo'. Y cuando regresamos, somos un pequeño grupo fuertemente unido, una especie de pandilla exclusiva, nos entendemos con una jerga, usamos un lenguaje propio… es decir, que nadie que quiera dárselas de escalador podrá nunca pertenecer al grupo, porque la condición de socio no se puede comprar o adquirir parloteando, sólo se puede vivir", dice Messner en uno de sus libros de memorias oportunamente titulado Mi vida al límite.
Reinhold Messner es un artista del límite, un funambulista de la montaña empujado por una pulsión, cuya materia son la incertidumbre y el misterio.