A las nueve y media de la mañana del último día de su vida, Diana Spencer –Lady Di–, tomada de la mano por Emad El-Din Mohamed Abdel Mena'em Fayed (Dodi Al-Fayed), mira las calmas y transparentes aguas de la costa Esmeralda desde la cubierta del Jonikal, el colosal crucero de 22 millones de euros de su novio, hijo del varias veces millonario Mohamed Al-Fayed, dueño de los míticos almacenes Harrods, el Fulham Football Club y el histórico hotel Ritz.
Ella viste un traje de baño celeste; él, un short amarillo.
Es el final de nueve días de navegación que ellos califican de "gloriosos". Nueve días que han sido manjar de dioses para los paparazzi y sus poderosos teleobjetivos. Siguiendo al crucero a lo largo del día, tienen fotos como para un libro.
VIDEO: EL ACCIDENTE EN EL PUENTE DEL ALMA
Pero el bucólico periplo por el Mediterráneo ha llegado a su fin: Diana debe volver a Londres para acompañar a sus hijos, William y Harry, en el inicio de las clases.
A esa hora, el mayordomo René Delor les lleva la bandeja con el desayuno: un muestrario de sabores y colores. Croissants recién horneados, frutas a granel –bananas, manzanas, naranjas, kiwis, mangos–, jugo de naranja, café recién molido.
Demasiado: Diana, jugo y café con leche; Dodi, café solo, sin cortar, y bien fuerte, al modo de su tierra.
Según René, testigo directo, "parecían muy felices: no paraban de hablar y de reírse…".
De pronto suena el celular de Dodi. Es Frank Klein, administrador del Ritz, y encargado de vaciar la Villa Windsor, comprada por el novio para vivir allí después del casamiento, previsto para octubre o noviembre…
Al mediodía, la pareja, dos guardaespaldas y el ama de llaves pasan del crucero a una lancha rápida, luego a un muelle, y Diana y Dodi, rápidamente, suben a un Mercedes Benz blanco mirando hacia los cuatro puntos cardinales. No hay peligro: cero paparazzi. Cazadores de fotos que, conocida la relación de Lady Di y Dodi, los han acosado como caníbales hambrientos.
Media hora de viaje por la costa sarda, llegada al aeropuerto de Olbia, y abordaje al avión privado del padre de su hijo mimado: máquina de última generación con los colores y dorado. El símbolo de Harrods.
Aterrizaje en el aeropuerto de Le Bourget, muy cerca de París: 16 kilómetros, y un disgusto. El tam-tam de la selva, a cargo de periodistas y fotógrafos italianos e ingleses, reunió a unos 20 ávidos por imágenes y declaraciones. En la terminal Transair, Dodi estalló ante el personal:
–Estoy muy molesto. ¿Por qué no los echan? ¡No es posible que un batallón de maniáticos nos sigan como perros de presa!
Desembarcaron con un más que sencillo look. Ella, pantalón y saco marrón claro, camisa negra, anteojos oscuros; él, saco y camisa negros, y jeans oscuros.
En el avión viajaron el guardaespaldas de Diana, Trevor Rees-Jones (29), y el de Dodi: Kes Wingfield (32). Y en la pista los esperaba el chofer Henri Paul: tres hombres que con el correr de las horas vivirían, directa a indirectamente, el color, el olor y la sangre de la tragedia.
Estacionado cerca de la pista y listo para el último tramo, Le Bourget-hotel Ritz, los espera un Mercedes Benz 600 negro: el más lujoso, potente y mejor equipado de su serie.
La pareja se sienta en la parte de atrás. Trevor Rees-Jones, en la butaca delantera derecha. Al volante, Philippe Dourneau (35), antes chofer del Ritz y desde entonces contratado full time para manejar esa nave de cuatro ruedas porque, según su patrón, es discreto, puntual, conoce París como su casa, y jamás viola una regla de tránsito.
Detrás marcha otro clásico eterno: un Range Rover, también negro. El auto de Dodi cuando el millonario está en París. En este caso lo maneja Henri Paul. Chofer, pero también jefe de Seguridad del Ritz. A su lado, Ke Wingfield. Atrás, el resto del séquito: el mayordomo, el masajista y el ama de llaves del futuro marido de Diana Spencer. Y Henri Paul, con un mandato: "¡No dejes acercarse a los paparazzi!"
Un error que pudo cambiar la historia. La princesa de Gales y su prometido tenían derecho a ser escoltados por custodios del Servicio de Protección de Altas Personalidades, Ministerio del Interior. Y ella también mantenía el derecho de exigir la custodia de la Brigada de Protección de la Familia Real…, pero después de divorciarse de Carlos rechazó ese privilegio. Según ella, "para que no espíen: le cuentan a mi ex marido cada uno de mis pasos".
Salieron del aeropuerto. Un motociclista de la policía los acompañó hasta la autopista. De pronto, dos motociclistas y el chofer de un Peugeot 205 negro… ¡detrás! A bordo, tres tan temidos paparazzi. Philippe Dorneau aceleró: 125 a 135 kilómetros por hora. "Pero las motos nos flanquearon, y los flashes de los fotógrafos casi me ciegan", contó.
Según Kes Wingfield, el custodio de Dodi, "los paparazzis hablaban por teléfono entre ellos. El Peugeot negro se cruzó, frenó, y me obligó a bajar la velocidad. Por primera vez desde su llegada, vi nerviosa a la princesa. Tenía miedo. Imaginó que las motos caerían o chocaran, cerrándonos el paso…".
Dourneau los despistó acelerando en una curva cerca de Porte Maillot, y Paul puso proa al centro –Arco de Triunfo¬– para dejar el equipaje de Dodi en su espectacular piso donde la pareja decidió pasar la noche.
Pero la tragedia –el negro collar de cuentas inmodificable– ya había empezado el último capítulo.
A las cuatro y media de la tarde, princesa y millonario llegaron al Ritz. Subieron a pie hasta la suite Imperial, primer piso: una réplica de la cámara real de María Antonieta, palacio de Versalles, reinado de Luis XVI, a diez mil dólares la noche…, que no pagaron: papá Al-Fayed es el dueño.
Agotados por el trajín corrido desde el desembarco en Cerdeña, durmieron un par de horas. Al despertar, Diana fue a la peluquería, y después cenaron en la suite: aves de caza, champagne y petit fours.
Algo más tarde, Diana decidió salir de compras, pero se estrelló contra la inmutable barrera de paparazzi. Sin embargo, se acercaba el cumpleaños de su hijo Harry, y no quería dejarlo sin regalo. Mandó a un empleado del hotel a las célebres tiendas de Faubourg St-Honoré con instrucciones, y una vez concretada la compra, llevó los paquetes al piso de Dodi. Luego, Al-Fayed padre los hizo llegar a Sarah, la hermana de Diana. Misión cumplida.
Mientras, Dodi también salió en plan secreto. Se encontró con el joyero Alberto Repossi, al que le había encargado el anillo de compromiso. Lo pagó, pero se tentó con otro:
–Me llevo los dos. Que ella elija. El pago lo arreglamos en la gerencia del hotel.
Pero ninguno de los dos llegaría a Diana.
Desde la suite ella hizo varias llamadas telefónicas. Una, a su amigo Richard Kay, periodista del Daily Mail acreditado ante la familia real. El primer día de septiembre, después de "aquello", Kay reveló parte de la charla:
–Me dijo que estaba decidida a cambiar su vida. Un giro de ciento ochenta grados. Cumpliría sus compromisos (las obras de beneficencia y la campaña contra las minas antipersonales), y en noviembre se retiraría para siempre del escenario público.
Pero la llamada tuvo una segunda parte:
Diana: –No entiendo por qué la prensa es tan hostil con Dodi ¿Por qué es millonario? Tampoco entiendo por qué tantos británicos creen que un playboy musulmán divorciado no es un buen compañero para la madre de un futuro rey.
Posterior testimonio de Kay:
–Aquella noche, Diana estaba más feliz que nunca. Creo que era la primera vez que estaba en armonía con su vida.
Siete de la tarde. Los novios salen por una puerta trasera del Ritz y entran en el Mercedes Benz 600. Plan: ir al magnífico piso de Dodi: diez habitaciones en un lugar de privilegio en el mapa de París. Lejos del mundanal ruido… ¡y de los paparazzi!
Al volante, Kes Wingfield. Pero otra vez se quemaron los papeles. En la calle Arsène-Houssaye fueron emboscados por otro piquete de fotógrafos. "¡Nos asaltaron!", recordó el chofer. "Gritaban, y la princesa tuvo miedo. Se sintió atrapada y en peligro. Los eché a empujones".
Uno le gritó:
–¡Si no nos dejan trabajar le diremos a todo el mundo que Diana y los Fayed son una basura!
Mientras, a espaldas del incidente y en su piso, Dodi preparaba una noche de plena intimidad, silencio, sexo. Diana llegó poco después y preparó ¬cómplice– el Salón Verde. Antes de salir, Dodi le dijo al mayordomo:
–No te olvides de champagne con hielo.
A las nueve y media de la noche fueron a cenar al restaurante Chez Benoît… ¡y otra vez los fotógrafos! Acoso sin piedad. Auto rodeado. Dodi, fuera de sí:
–¡Están locos! ¡Se están pasando de la raya!
Canceló la reserva y decidieron cenar en el Ritz.
Llegaron a las diez menos cuarto. Peor: además de los fotógrafos, un puñado de curiosos bloquearon el auto. Las puertas no abrían. Dodi, rojo de furia, insultó a gritos a los guardaespaldas:
–¿¡Por qué no llamaron a los agentes de Seguridad!? ¿¡Quieren que nos maten!?
Diana escapó del auto arropada y protegida por Kes Wingfield. Fue horrible: le ponían los lentes casi tocándole la cara. Entró al hotel, se derrumbó en una silla, y dejó caer una lágrima.
Ya sosegados los dos, entraron a L'Espadon, uno de los restaurantes del hotel. Diana pidió un revuelto de champignones y espárragos, y lenguado con verduras rebozadas. Dodi, rodaballo a la parrilla y champagne Taittinger.
Los demás comensales los miraron extrañados, por su vestimenta informal, poco adecuada para el lugar. Dodi, jeans, camisa gris, saco marrón claro, y botas vaqueras. Casi un cowboy. Diana, saco y camisa negros, pantalón blanco, zapatos negros de tacón alto, y aros de oro.
Incómodos, se fueron a la Suite Imperial y pidieron que les subieran la cena. Terminaron a las once y cuarto de la noche. Dodi preguntó:
–¿Cuántos fotógrafos hay?
–Unos treinta, y no menos de cien curiosos –respondió un agente de Seguridad.
Una pesadilla…
Pero Dodi trazó un plan. Usar dos coches. Dos Mercedes Benz. Pero uno como señuelo, como engaño, y el otro para los novios, con Henri Paul al volante. Muhamad Al-Fayed, el padre de Dodi, rechazó el plan:
–¡No salgan! Hay demasiados periodistas afuera. ¿Por qué no se quedan en el hotel?
Dodi se negó:
–No podemos, mumu. Tenemos el equipaje en mi piso, y tenemos que salir a la mañana. Diana tiene que estar en Londres a tiempo.
La princesa empezó a demacrarse. El acoso. Los planes dados vuelta. La incertidumbre: "Estoy realmente enamorada de Dodi" (No mucho antes le dijo a una amiga: "Es sólo un ligue"). Sus hijos…
Pero la maniobra de despiste no funcionó: demasiado evidente y demasiados testigos.
Subieron al Mercedes Benz S280 placa 688LTV75. Al volante, Henri Paul. Atrás los novios y Trevor Rees-Jones. Y siguiéndolos, los paparazzi ávidos de fotos.
Carrera loca. Casi 190 kilómetros por hora. Avenida Cambon, Plaza de la Concordia, avenidas Course la Reine y Albert I, túnel debajo de la Plaza del Alma, y 23 minutos después de medianoche Henri Paul pierde el control, bruscamente pasa al carril izquierdo, y sin bajar la velocidad se estrella contra la columna número 13.
Auto destrozado. Dodi y Paul, muertos casi en el acto: fracturas de columna vertebral. Diana sigue viva y consciente.
Un médico que pasó por azar le dio oxígeno. Una ambulancia tardía –más de las dos de la mañana– la llevó al Hospital Pitié-Salpêtrière. Cuadro irreparable: el corazón, desplazado, desgarró el pericardio y la arteria pulmonar. Murió a las cuatro de la madrugada: primeros resplandores del alba… A las dos de la tarde del mismo día –31 de agosto de 1997, hace 22 años–, el príncipe Carlos y dos hermanas de Diana llevaron su cuerpo a Londres.
Habían pasado algo menos de 16 horas desde el momento en que Diana Spencer (Lady Di) miraba, serena y cerca de un cambio de vida, las aguas del Mediterráneo.
Y el resto es silencio.