Agosto de 1973. Media mañana de un día tranquilo en Estocolmo. En la esquina de Norrmalmstorg, la plaza más transitada de la ciudad, se encuentra un antiguo y sólido edificio en el que funciona un banco, el Kreditbanken. Allí, las actividades son las de siempre: algunas decenas de clientes, varios cajeros, empleados en su escritorios atendiendo gente o tipeando con algo de pereza sus máquinas de escribir, y un policía de guardia, aburrido, pensando en cualquier cosa.
De pronto, un grito. Grave, gutural, atemorizante. Todo se paraliza. El silencio invade la escena. Otro grito que sirve para que todos giren las cabezas hacia el emisor. A partir de ese momento, el centro de la casa bancaria estaba en ese señor que, a esa altura, ya había sacado un arma de entre sus ropas.
Cuando supo que había retenido la atención de los presentes, hizo que su ametralladora lanzara una ráfaga de disparos contra el techo. Una lluvia de cristales y pedazos del cielorraso cayeron sobre las personas que ni siquiera tuvieron que esperar que se les ordenara que se arrojaran al piso. Decenas de personas tiradas sobre el mármol frío con las manos cubriendo sus cabezas.
El policía de guardia lanzó su arma lejos de su posición para que no quedaran dudas de que se entregaba.
Jan Olsson, el ladrón, dominando la escena, sonrió y, en inglés, dijo: "Señores, la fiesta recién está empezando".
Desde que había escuchado la frase en una película norteamericana estaba esperando la ocasión ideal para repetirla.
Existen robos de bancos famosos por el ingenio con el que fueron concebidos; otros, por el monto del botín; algunos, por la manera espectacular (o dramática) en que se resolvieron. Este no se destacó en demasía en ninguno de estos aspectos. No hubo gran escape ni fabuloso botín, ni siquiera una compleja planificación.
Sin embargo, este hecho que se extendió durante seis días, tuvo como consecuencia que una expresión se metiera de lleno en el habla cotidiana. Este robo de banco, del que poco conocemos, es el que originó el llamado (y cada vez más enarbolado) Síndrome de Estocolmo.
El ladrón ingresó al banco con el arma escondida entre sus ropas, guantes y un bolso. Para no ser identificado se había teñido el bigote y las cejas. Del rubio rojizo había pasado al negro azabache. Los ojos los camufló con un barato par de anteojos de sol. Todo el tiempo habló en inglés, remedando un acento americano, para despistar a los investigadores.
Apenas disparó esa ráfaga inicial para tomar control del banco, los policías alertados por una alarma silenciosa que activó un cajero rodearon la sede bancaria. Sus posibilidades de escape eran nulas.
El robo, más allá del golpe de efecto, parecía fruto de un impulso, de la improvisación más que de un urdido plan. Su único reaseguro parecía estar en el bolso: un par de armas más, otro juego de guantes, sogas y algunas herramientas, no mucho más.
En medio de la confusión inicial, y mientras Olsson ordenaba a uno de los empleados del banco que maniatara a tres compañeras, un policía que pasaba por la misma cuadra ingresó al escuchar los disparos. Era el único que estaba de pie a una decena de metros de distancia del ladrón. Su mano derecha pendía en el aire, como amenazando para desenfundar su arma. Olsson le apuntaba al pecho con su ametralladora. El policía se identificó. Olsson le pidió que fuera a buscar a un superior, que deseaba imponer condiciones.
El otro fue a cumplir con lo ordenado, pero volvió solo. Dijo que debía rendirse o al menos liberar rehenes. Olsson dejó ir a la mayoría de las personas retenidas. Fueron saliendo en grupos de tres junto con el policía.
Olsson decidió musicalizar el evento. De una radio a transistores que sacó de su bolsa y puso encima de uno de los mostradores, salían canciones de rock.
La policía sueca intentó que recapacitara y se rindiera. Le explicaron que estaba rodeado y que no tenía posibilidades de éxito. Él no quería saber nada. Cuatro personas quedaron como rehenes: Birgitta Lundblad, Elisabeth Oldgren, Kristin Ehnmark y Sven Safstrom.
Exigió comida y cervezas. La madrugada siguiente, bien temprano, la policía intentó ingresar al banco. Los agentes dispararon medio a ciegas y fueron repelidos por Olsson, que hirió de gravedad a uno de los agentes. Pasadas unas horas decidieron cambiar la estrategia y escuchar al ladrón y secuestrador. Las exigencias esta vez fueron varias más. Persistía la de comida y bebidas alcohólicas. También solicitaba un auto para fugarse, dinero y la liberación de un famoso preso, Clark Olofsson, uno de los delincuentes más peligrosos de Suecia.
Los negociadores intentaron hacerlo entrar en razones. Pedían en especial por la libertad de algunos de los rehenes que él mantenía cautivos dentro del banco. Cuando se estancaron las negociaciones, a las autoridades se les ocurrió una vía inédita. Le concederían uno de sus deseos. O al menos lo harían parcialmente. Sacaron a Olofsson de la cárcel y lo hicieron ingresar al banco. Querían que él oficiara de mediador y de negociador.
Lo que ocurrió no fue lo planeado. La situación empeoró. Ahora dentro del banco tenían a un delincuente más. Olofsson se puso al frente de la situación en pocas horas.
La prensa de Suecia y de gran parte del mundo estaba pendiente de lo que pasaba en esa esquina. Fue el primer evento delictivo transmitido en vivo por la televisión sueca. Por horas no se sabía nada del banco. Solo se veían los cientos de policías que se movían con sigilo y que nunca dejaban de apuntar hacia cada salida del edificio.
El primer ministro sueco Olof Palme intervino. Llamó al banco y pidió hablar con una de las rehenes. Kristin Enmark era una hermosa y decidida joven de 23 años.
La charla con el primer ministro sueco no fue por los carriles imaginados. Sorprendió a todos. Algo de lo que estaba pasando allí dentro no era entendido por los de afuera.
La policía sueca grabó las conversaciones:
Kristin Enmark: Denles el auto y dejen que me lleven con ellos. Y terminen con esta situación, Olof.
Olof Palme: Pero no deben quedar libres. Considere la situación: estaban robando un banco y disparándole a la policía.
K.E.: No, déjeme decirle, querido, que fue la policía la que disparó primero.
O.P.: ¿Puede hacer que ese tipo suelte su arma?
K.E.: Ellos no nos van a hacer nada a nosotros.
O.P.: ¿Le puede explicar que es una situación desesperada?
K.E: No, no va a funcionar.
O.P.: ¿Por qué no? ¿No es un ser humano?
K.E: Lo que está diciendo es que él no tiene nada que perder. Mire, querido, yo confío en ellos.
Y la joven le cortó el teléfono al primer ministro.
Esa misma tarde, la chica habló también por una radio local. La defensa de sus captores fue encendida. También las críticas hacia el poder político. A los policías les fue peor: les dirigió encendidos insultos.
El desconcierto era absoluto. La madre de Kristin pidió permiso para hablar con su hija por teléfono. Los investigadores, ya desorientados, aceptaron. La madre la retó por haber insultado a los policías a través de una radio con gran audiencia. Le explicó que ellos querían protegerla.
"Mamá era profesora en un colegio y estaba molesta porque todo el mundo me escuchó diciendo malas palabras. Me enfurecí. Yo era una rehén, y ella preocupada por mi vocabulario", se quejó Kristin.
Los pedidos para que le solicitara a los captores que se entregaran no fue escuchado. Kristin insistía con que era bien tratada y que los demás, a los que ahora se sumaba su madre, lo único que hacían era poner en riesgo seis vidas. Que era mucho más fácil permitir el escape de los dos delincuentes para salvaguardar todas las vidas.
Fueron seis días de tensión y preocupación. Hasta que de madrugada, un equipo especial de la policía sueca ingresó abruptamente al banco y perforó el techo de la bóveda, lugar en el que estaban todos refugiados. Una explosión, varios disparos, granadas de gas lacrimógeno y todo terminó. Nadie resultó herido. Los dos delincuentes fueron apresados y los rehenes, liberados.
Olsson recibió una condena de diez años. La de Olofsson fue más leve. Por considerarlo cómplice solo se le sumaron seis años a los que tenía pendientes por cumplir. Pero el robo quedó en la historia por la reacción de los rehenes. Por la defensa que hicieron de sus captores.
Ese atraco que se extendió por seis días dio origen a lo que se llama Síndrome de Estocolmo.
Kristin Enmark explicó hace unos años sus sensaciones. Dijo que mientras le temía a Olsson, nada de eso sucedía con el otro delincuente. Olofsson apenas ingresó hizo desatar a las tres mujeres y les quitó las mordazas. También encontró a un joven que se había escondido en un sótano y lo llevó con ellos. Se aseguró de que todos comieran bien y que pudieran ir al baño cuando lo necesitaran. Esto derribó, de entrada, los peores temores de los rehenes.
Olofsson era un conocido delincuente sueco (tal vez el más famoso de toda Escandinavia), temible y con un prontuario espeso. Sin embargo, los rehenes se sintieron confortados con su presencia.
"Me puso bajo su manto protector y me decía 'no te va a pasar nada'. Es difícil explicar a gente que no ha estado en esa situación cuán significativo fue eso para mí. Sentía que le importaba a alguien", dijo Enmark tiempo después. Aclaró que el otro ladrón le provocaba pavor, pero que todo era distinto con Olofsson.
En la actualidad, captor y rehén siguen en contacto. Conversan con frecuencia y establecieron una relación de amistad. En su momento, la defensa encendida de Olofsson por parte de la joven dio lugar a rumores. Kristin salió a desmentir que el ladrón se le hubiera insinuado sexualmente.
"Nunca me hizo ninguna propuesta ni me tocó. Solo se trataba de una cuestión de confianza. En alguien había que confiar. Solo éramos dos personas tranquilizándonos mutuamente", dijo.
Años después le preguntaron a Olsson si pensó en algún momento en matar a sus presas. "En un principio no me importaban. A priori estaba dispuesto a matar a quien fuera. Pero a medida que pasaban las horas ya me fue imposible hacerlo. No había ninguna posibilidad", respondió una vez cumplida la condena.
Hay una escena que grafica de manera cruel y algo brutal la situación, el estado de conmoción en que se encontraban los rehenes, el efecto que causaban en ellos el enclaustramiento, el temor y la vida amenazada. Para mostrarle a la policía que si no cumplían con las condiciones solicitadas estaba dispuesto a llegar hasta el final, a Olsson se le ocurrió pegarle un tiro en la pierna a Sven, el joven que habían encontrado en el sótano. Le contó a la víctima lo que pensaba hacer. Quiso tranquilizarlo diciéndole que la bala no iba a tocar ningún hueso y que el daño iba a ser menor, que él sabía cómo hacer eso.
La historia continúa con el relato de Kristin Enmark: "Me tomó 10 años contarle a alguien lo que le dije en ese momento. Le dije: '¡Pero Sven, solo es la pierna!'. Me avergüenzo de eso. Trato de ser una buena persona y nunca herir a nadie, pero en esa situación pensé que Sven era un cobarde".
El mismo Sven declaró que sentía gratitud hacia los captores y que debía hacer un esfuerzo para recordar que eran dos delincuentes violentos, que los tenían secuestrados y amenazados, y no dos amigos. Ese sentimiento de que le debían la vida a sus captores se repitió en los cuatro sobrevivientes.
Estas reacciones fueron descriptas por el psiquiatra Nils Bejerot (otros dicen que fue el psiquiatra norteamericano Frank Ochberg) que las bautizó con el nombre de Síndrome de Estocolmo. Lo describió como una reacción afectiva regida por el temor y el trauma.
Los tres elementos principales son la atracción -y hasta el amor- que se siente por el secuestrador, reciprocidad y desprecio por el mundo exterior. También se debe tener en cuenta que existe una cooperación natural entre las dos partes, si la situación se extiende. Ambos desean salir indemnes. Vivos, sanos y sin tener que pagar con su libertad ni con su integridad física. Desarrollar este tipo de reacción también es una manera que los rehenes tienen de protegerse. Inspirar confianza para no ser lastimados. Tanto es así que algunos negociadores, cuando los secuestros se prolongan, incitan este tipo de relaciones porque reducen de manera notable la violencia.
El Síndrome de Estocolmo se difundió por todo el mundo un año después del robo en la capital sueca.
Patty Hearst, hija de un magnate norteamericano, se sumó al grupo extremista que la había secuestrado. Participó en varios robos, atentados y acciones armadas. Las portadas de los diarios y las tapas de las noticias se ocuparon del tema con fruición.
El abogado defensor de Hearst, una vez detenida y en juicio, intentó exculparla blandiendo el Síndrome de Estocolmo. No le resultó.
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