Hay, en su día a día, una pregunta repetida. "¿Por qué te llamás así?". Se lo preguntan los adultos, una vez que entran en confianza, y se lo preguntan sus alumnos de tercer grado apenas se dan cuenta de que tiene un nombre que nunca antes habían escuchado. La respuesta no está en una moda de los noventa, tampoco en una tradición familiar: está situada más de 100 años atrás, de noche, en el cruce entre la desesperación y el amor.
Marliese Muro Cash es profesora de educación primaria, vive en Florida y tiene 24 años. Logró reconstruir la historia de su nombre a partir del eco de la voz de su abuelo Andrés, sostenido en los relatos familiares a través de los años. También a partir de una pila de cartas, escritas de puño y letra, entre su abuelo y una de las dos mujeres que le salvaron la vida.
Andrés había nacido en 1907 en algún lugar del Imperio Austro Húngaro. Era un nene de 8 años y vivía con su abuela, Justina, cuando estalló la Primera Guerra Mundial. "Siempre nos contaba que había vivido en una zona de muchísima violencia y hambre. Imaginate el impacto que había tenido eso en su vida que cuando estaba a punto de morir, ya a los 90 años, estaba desesperado porque creía que iban a bombardear la clínica".
El pequeño Andrés había quedado allá al cuidado de su abuela: sus padres ya habían emigrado a la Argentina con la idea de echar raíces y luego traer de Europa al resto de la familia. El comienzo de la Gran Guerra, sin embargo, en 1914, cambió los planes de todos.
Marliese no sabe a qué se dedicaba formalmente Justina pero lo que cree, a partir de lo que leyó en las cartas, es que "estaba vinculada a algún tipo de inmigración ilegal". Es decir, tenía contactos que usó para ayudar a otros escapar.
Andrés era hijo único y sus padres se habían ido a 13.000 kilómetros de distancia, por lo que su abuela Justina era su único lazo estrecho con la vida. "Pero el contexto era terrible, así que Justina buscó la forma de sacarlo de ahí para salvarlo". Fue así que habló con una tía lejana del nene, que vivía en lo que hoy es Alemania, y acordaron sacarlo de manera clandestina. Una iba a ayudarlo a salir de noche y solo, la otra a entrar.
"Mi abuelo nos contaba siempre lo que pasó esa noche fría. Justina lo vistió, lo dejó bonito y le dio dos bolsos, uno con ropa y otro con un jamón. Después le dijo que esa noche iban a ir juntos a la frontera. Que cuando ella le diera la orden, lo único que él tenía que hacer era correr, correr, no dejar de correr. Que cuando viera un alambrado trepara y lo saltara y que buscara a alguien que tuviera un cartel con su nombre".
Cuando llegaron al descampado fronterizo, Justina se agachó, lo abrigó, le dio un beso y le dijo una sola palabra: 'Corré'. "Esa fue la última vez que la vio", sigue la maestra, en diálogo con Infobae. "El recordaba que había corrido con todas sus fuerzas mientras las sirenas sonaban y los reflectores intentaban iluminarlo". Ese día de 1914 y del otro lado de la frontera, lo esperaba la mujer que lo protegió y lo cuidó: Marliese.
Aquella mujer y su marido, que no habían podido tener hijos, se jugaron el pellejo para rescatarlo. Durante los seis años que siguieron, lo protegieron, le dieron de comer y le permitieron estudiar "pero una de las cosas que él siempre recordaba es que el marido de Marliese era zapatero y le había hecho zapatos nuevos, un privilegio para ese momento. Mi abuelo siempre contaba el amor que esa mujer llamada Marliese le había tenido. El amor que tiene una madre por su hijo".
Cuando la guerra terminó y Andrés ya era un adolescente, su mamá biológica viajó a buscarlo. Su plan era traer a toda la familia para Argentina pero el dinero no alcanzó y otra vez Justina se sacrificó por su nieto: "Vendió todas sus posesiones para que vinieran sólo ellos. Vendió hasta su casa y terminó viviendo en la calle, no tenía ni para comer".
Andrés creció en Argentina, fue un próspero comerciante de productos mayoristas de limpieza, se casó y tuvo dos hijas. Nunca volvió a ver a Justina aunque la buscó, la encontró en Hungría, supo que estaba pasando hambre y la ayudó económicamente hasta el final de su vida. Lo mismo quiso hacer con Marliese, pero no tuvo la misma suerte: no la encontró, no pudo ayudarla, no pudo devolverle ese amor.
Andrés quiso llamar Marliese a sus dos hijas pero no logró el consenso de su esposa. Fue recién en 1994, cuando una de sus dos hijas fue mamá por primera vez, que el sueño de Andrés se volvió realidad: "Mi mamá pensó: 'Bueno, para que nosotras hoy existamos tuvo que haber existido esa mujer que le salvó la vida". En homenaje a aquella mujer, Marliese se llama Marliese.
"Creo que siempre fui su nieta predilecta por lo que mi nombre representaba en su historia", dice Marliese a Infobae. "Me imagino lo que debe haber sido para él haber vivido todo eso y poder encontrar en tu nieta tu historia resignificada".
Fue hace poco, cuando Marliese buscó en los registros oficiales, que se enteró de que sólo una mujer de Argentina, que había nacido 60 años antes que ella, tenía ese nombre alemán (en este link se puede ver cuántas personas tienen nuestro mismo nombre en el país y cuándo nacieron).
Sus padres tardaron seis meses para que les permitieran llamarla así, porque en ese entonces no existía la nueva norma por la que no hay límites para ponerle nombre a los hijos. Lo lograron.
"Llevar este nombre es poder mantener viva una parte de mi historia, y también poder hablar de la Historia con otra emoción ¿no?", se despide la maestra. "A veces hablamos de las guerras y vemos números, estadísticas y nos olvidamos de la participación humana, de las múltiples violencias que vivieron, de cómo sobrevivieron: de todas las mujeres fuertes que hubo en esas historias".
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