Pasó más de la mitad de su vida en prisión. Además de los años en que había sido compañero de celda de Adolf Hitler en la década del veinte, estuvo detenido desde 1941 hasta su muerte en 1987.
El momento de su caída constituye uno de los grandes misterios de la Segunda Guerra Mundial. Rudolf Hess, el número 2 del Partido Nazi, el tercero en la línea sucesoria del Tercer Reich, se subió a un avión y se dirigió hacia el Reino Unido para acordar un tratado de paz con el enemigo.
Dificultades para aterrizar, un salto desde el avión, la detención por las autoridades británicas en Escocia. De ahí en más, en su vida sólo hubo espacio para el silencio, el misterio y la reclusión vitalicia.
Rudolf Hess nació en Alejandría, en Egipto. En su juventud estudió en Bonn. Luego se alistó como voluntario y combatió en la Primera Guerra Mundial. Allí sufrió heridas en combate y recibió condecoraciones por su coraje en el frente. En 1923, participó junto a Hitler en el frustrado intento de golpe de estado que llevó a ambos a prisión. Allí ofició de amanuense de Hitler.
Gran parte del infame Mi Lucha le fue dictado a él, quien con prolija caligrafía pasaba al papel las elucubraciones de su amigo mientras las horas se arrastraban en la celda. Acompañó a Hitler en su ascenso al poder. Ocupó distintos puestos, dirigió varios ministerios y siempre fue su hombre de confianza.
Es por eso que las circunstancias que lo motivaron a subirse a ese avión bimotor en mayo de 1941 para dirigirse a Escocia constituyen un enorme interrogante. Llevaba consigo una carta manuscrita en la que expresaba su voluntad de acordar la paz con Inglaterra. El avance sobre Rusia había sido determinante para esta actitud. ¿Por qué se dirigió hacia Escocia? ¿Sabía Hitler de sus intenciones? ¿El Führer lo envió? ¿Cuál era su verdadero propósito? Hace décadas que los historiadores intentan desentrañar el misterio. La incertidumbre rodea la cuestión.
Conseguir la paz con Inglaterra le hubiera permitido a Alemania poner su atención y todas sus fuerzas en el frente ruso. Esa habría sido la lógica del accionar de Hess. Sin embargo, hombre de probado respeto por las jerarquías y con escasas ideas propias, esta iniciativa personal daría la impresión que excedía sus capacidades y su autonomía.
Hess tripulaba un Messersmchitt bf110 que había logrado despegar sin que la Luffwaffe se diera cuenta de su ausencia en tierra ni de su presencia en el aire. Circunstancias poco probables para la época. Despegó de Ausgburgo cuando empezaba a anochecer.
Durante el día ninguno de sus colaboradores lo había visto alterado; hasta se había hecho tiempo para merendar con su familia. Ya de noche atravesó el Mar del Norte y se dirigió hacia Escocia. Allí lo captaron los radares.
Aviones ingleses salieron tras él pero Hess logró evadirlos. El combustible de la nave se iba consumiendo. Le quedaba poco tiempo de vuelo. Pero todavía tenía posibilidades de aterrizar en el destino elegido. Una pista de aterrizaje privada perteneciente a Lord Hamilton, el hombre con el que se iba a reunir. Sobrevoló la propiedad pero no dio con la pista. La oscuridad lo desorientó.
La falta de combustible apremiaba. Sólo tenía para unos pocos minutos más de vuelo. Debía apurarse. Giró y regresó hacia la mansión de Lord Hamilton pero nuevamente no encontró dónde aterrizar. Siguió unos kilómetros más en dirección a Glasgow pero el tiempo se acabó. Se lanzó en paracaídas. En el descenso se lastimó una de sus piernas.
El avión, sin control, se estrelló entre unos pastizales. El jerarca nazi fue encontrado por un campesino escocés. Él ocultó su identidad; se presentó como Alfred Horn y dijo ser capitán.
Pidió ver a su amigo el Duque de Hamilton. A la mañana siguiente fueron a buscar al noble inglés que dijo no conocer a ningún capitán Horn. Sin embargo al ver al prisionero lo identificó de inmediato: se habían conocido en los Juegos Olímpicos de Berlín del 36. Hess le reveló su identidad y el motivo de su peculiar visita. Le dijo que Alemania quería alcanzar un acuerdo de paz. El Duque de Hamilton se negó al diálogo, dijo que todo ese asunto excedía sus posibilidades y alcance y se retiró. No mentía. El Duque, un anciano en ese entonces, no tenía ya demasiada injerencia en la vida pública inglesa.
La pregunta, que no tiene una respuesta unívoca, es por qué Hess consideró que él era el interlocutor válido. La teoría más sólida al respecto sostiene que todo se trató de un gran engaño de los servicios secretos ingleses que convencieron al alemán de que el noble sería el puente hacia Churchill.
La ingeniería del fraude incluyó astrología, videntes y argumentos poco racionales pero a los cuales Hess era permeable. El pensamiento mágico se impuso a las razones geopolíticas.
Los ingleses detuvieron a Hess y lo recluyeron. Pasó por varias cárceles y terminó confinado en la Torre de Londres hasta que luego de la guerra fue enviado a Nuremberg para su juzgamiento como criminal de guerra. Hess no fue escuchado por los ingleses y fue negado por los alemanes.
Cuando la noticia se dio a conocer al mundo provocó un lógico impacto. En especial en Alemania. Las versiones sobre la reacción de Hitler al enterarse difieren según quien sea el narrador.
Albert Speer sostiene que esa mañana la actividad del Führer fue más frenética que lo habitual pero que no hizo comentarios al respecto. Otras afirman que empezó a gritar destempladamente haciendo recaer su ira sobre los colaboradores más cercanos, gritando su enojo por la traición de su (ex) hombre de confianza. También están los que cuenten que nada varió en el semblante de Hitler cuando le acercaron el papel con la noticia, como si la hubiera estado esperando.
Lo que sí se sabe con certeza es la reacción de Rudolf. Y no sólo en los momentos de su detención sino a lo largo de los 46 años que le quedaban de vida. Impasible, su regla fue el silencio. Se convirtió en el rey de la desmemoria. Vivió casi medio siglo en una nube de amnesia y silencio.
Los interrogadores, especialistas en la cuestión, campeones olímpicos en aprovechar ocasiones, en esperar su momento, en filtrarse en los resquicios de la debilidad de sus oponentes, no podían con él. Los hacía perder fácilmente la paciencia.
En cada charla, cientos de ellas, en cada interrogatorio, cientos de ellos, las preguntas y las estrategias de acercamiento variaban pero las respuestas eran inmutables: "No lo sé", "No lo recuerdo" "¿No me diga?".
Rudolf Hess siempre respondía lo mismo. Nadie le creía. Convencidos de que estaba actuando, lo presionaban y ponían en juego todas las técnicas de interrogación y seducción conocidas pero ninguna dio resultado.
En Nuremberg lo carearon con otros jerarcas caídos en desgracia. Pero nadie logró que hablara ni que demostrara atisbo de recuerdo alguno. Hess se convirtió en el hombre sin memoria.
Muchos nunca le creyeron. Sostenían que todo era una gran puesta en escena. De haber sido así -una posibilidad- se trató de la actuación más convincente y, especialmente, más prolongada de la historia. 46 años de mente en blanco, 46 años de sostener el personaje.
Nadie supo bien nunca cuál era el estado mental de Hess. Logró despistarlos a todos. ¿Estaba completamente loco? ¿Era un eximio simulador? ¿O alternaba periodos lúcidos con ataques maníacos?
El comandante inglés Sheppard escribió sobre Hess en un informe del 21 de mayo de 1941, una decena de días después de su detención: "A veces he dudado del equilibrio mental de él. Es astuto y egocéntrico. Tiene muy mal genio y hay que ir con pies de plomo si lo queremos engañar. Su carácter refleja crueldad, brutalidad, falsedad, engreimiento y arrogancia; también algo de cobardía. Creo que se ha quedado sin alma".
La cara era cuadrada. Una extraña perfección geométrica (aunque poco conveniente para una fisonomía): la pera, la estructura del maxilar inferior, tenía casi el mismo ancho de la frente. Los pómulos caían rectos, como afilados. Las cejas voluminosas reconcentraban los rasgos. Rasgos de una dureza inusual. Había algo de inhumano en esa mirada vacía y abismal. Ojos mecánicos, sin vida. Una cara que no expresa nada, la de un hombre sin alma.
En Nuremberg fue condenado a cadena perpetua. Se salvó del patíbulo porque no se lo podía atribuir responsabilidad en ninguna acción posterior a 1941. Al entrar en Spandau, cada recluso recibió un número de identificación. Del 1 al 7. Premonitoriamente a Hess le otorgaron el 7. Como si alguna fuerza superior hubiera sabido que él sería el último en salir. El que perpetuaría por veinte años, hasta el límite del ridículo, esta cárcel de un hombre solo.
Fue el último prisionero. Terminó siendo el único habitante de Spandau. Durante años la maquinaria del presidio de cuatro cabezas (gestionado simultáneamente por Estados Unidos, Inglaterra, Francia y los soviéticos) lo tuvo como único huésped.
Cuando convivió con los otros seis criminales de guerra, fue el más difícil. Varios intentos de suicidio, dolores abdominales de los que nunca encontraron la causa que lo mantuvieron por años (y hasta podría decirse que por décadas) pegando aullidos desgarradores que atentaban contra los nervios de los demás. Hasta pensaron en cambiarlo de lugar de reclusión para que no enloqueciera a sus compañeros.
Nunca mostró atisbos de recuperar la memoria. Se encerró en sí mismo. La primera visita la recibió casi 20 años después de haber ingresado a la celda. Y fue la de su abogado que en ese entonces presentaba una de las innumerables apelaciones no escuchadas que intentaría. Recién la década del 70 su hijo y su esposa fueron a visitarlo.
Los otros presidiarios cumplieron su tiempo de condena o fueron liberados antes de morir. La cárcel se vaciaba y los soldados de las tres potencias sólo lo cuidaban a él. Un viejo que pensaba que estaba viviendo en 1924. A los Aliados (Spandau y la larga vida de Hess era lo único que se justificara que se los siguiera llamando así) sólo los ablandó la impensada longevidad de Hess. Mientras que Estados Unidos proponía entregarlo a su familia o internarlo en una institución mental, los soviéticos sostenían que debía permanecer en Spandau.
Hess era el prisionero más vigilado de la historia. Todos los que estaban en esa cárcel estaban para cuidarlo a él. Sin embargo, ese viejito de 93 años, ese criminal de guerra nazi, el 17 de agosto de 1987 logró escapar de la vista de sus cuidadores y, luego de haber fracasado varias veces en los últimos 40 años, se ahorcó con el cable de una lámpara.
Las circunstancias de su muerte, como todo lo atinente a su existencia, están rodeadas de incertezas y dudas. Su hijo fue quien con más firmeza sostuvo la teoría del asesinato.
Las pruebas y los móviles del asesinato son demasiado débiles para sostenerlo esa hipótesis con seriedad. Hasta se llegó a decir que quién habitaba la cárcel en esos años finales era un doble de Hess; supuesto desmentido por un reciente estudio de ADN. En 1987 parecían existir muy escasos motivos para asesinar a ese inquietante y desagradable viejo de 93 años. Y además encontraron una carta dirigida a su familia en uno de sus bolsillos: una nota suicida.
Su hijo sostuvo que quisieron callarlo. Pero Hess se mantuvo en su silencio impenetrable desde 1941.
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