El Festival de Woodstock no tuvo lugar en Woodstock. Esa no es la única paradoja. El evento que definió a una generación fue un estertor del movimiento hippie, una de sus últimas manifestaciones. Pero fue la más visible, masiva, significativa y definitoria.
Hace 50 años comenzaba un festival de música que quedaría en la historia. No por el elenco de los músicos participantes, ni (mucho menos) por su majestuosidad logística. Quinientas mil personas convivieron al ritmo de la música, las drogas, el amor libre.
Todo empezó cuando Michael Lang le propuso a Artie Kornfeld, ejecutivo de una discográfica, montar un estudio de grabación en la localidad de Woodstock, cerca de Nueva York. La idea de Michael Lang se basaba en que en esa zona residían algunas súper estrellas como Bob Dylan, The Band, Van Morrison y Tim Hardin.
A ellos dos se les sumaron un abogado y el hijo de un magnate de la industria farmacéutica. Los cuatro eran muy jóvenes. Sus edades iban de los 23 a los 26 años. Rápidamente desecharon la idea del estudio; que algunas estrellas vivieran cerca no era garantía de que utilizarían sus instalaciones y tampoco que lo fueran a hacer músicos más ignotos: no parecía una buena inversión.
Entre otras opciones que barajaron -representar artistas, producir discos- a Lang, el más joven, se le ocurrió organizar un gran festival, en el que convocaran a los más importantes músicos del momento. Él ya había participado en el Miami Pop Festival. El antecedente más recordado y exitoso había tenido lugar dos años antes, el Monterrey Pop Festival que había convocado a 35 mil personas. Sobre esa idea se pusieron a trabajar.
La primera tarea fue la búsqueda de la locación. Analizaron diversas posibilidades. Recorrieron buena parte del estado de Nueva York en auto y en helicóptero hasta dar con una propiedad que parecía reunir las características que necesitaban. Ingresos amplios, largas superficies de terreno libres para ser utilizadas como estacionamiento y un lugar para instalar el escenario que permitiera que el público pudiera ver a los artistas.
El campo quedaba muy cerca de Woodstock, en Wallkill y pertenecía a Alexander Tapooz, un lugareño que llegó a un acuerdo con los empresarios muy rápidamente. Varias decenas de miles de dólares por solo tres días de uso de su propiedad parecía un negocio espléndido.
La primera avanzada llegó al pequeño pueblo de Wallkill dos meses antes de la fecha fijada para los conciertos. Debían preparar el terreno, disponer de las instalaciones sanitarias, construir puestos para la venta de comida, plantar el escenario.
Los primeros en llegar no fueron más de una decena. Pero con sus pelos largos, el consumo de marihuana, su ropa colorida y sus costumbres tan diferentes a las de los lugareños, lograron espantar a todo Wallkill.
La leyenda agrega otro dato de color: uno de esos "hippies del festival" sedujo a la hija del intendente local. El Consejo de Representantes del pueblo se reunió. A ninguno le interesó el negocio que pudiera hacer Tapooz ni algunos otros comerciantes de la zona, temían ser arrasados por esos jóvenes que representaban los valores contrarios a su puritana y apocada vida. Wallkill rechazó al festival.
Faltaba poco menos de un mes y los productores, con la publicidad en las calles y en los principales medios del país, con miles de entradas vendidas por anticipado y con varios artistas contratados, debían salir a encontrar otro sitio. Lo prudente hubiera sido bajar los brazos y dar marcha atrás. Pero como veremos la prudencia no era la virtud más desarrollada en los organizadores.
La búsqueda fue frenética. Y parecía que sería infructuosa. Consideraban casi imposible encontrar un lugar en condiciones para albergar su aventura. Hasta que alguien dio con la finca de Max Yasgur, ubicada en White Lake, Bethel, Nueva York, a 70 kilómetros de Woodstock. Cuando los organizadores vieron el lugar que les ofrecieron, una ancha planicie, consideraron que no les servía más que para un vasto estacionamiento.
Yasgur, antes de que se retiraran, les dijo que detrás de una pequeña elevación, había otro espacio que tal vez podría interesarles. Cuando lo vieron se dieron cuenta de que el lugar era perfecto, como si hubiera sido construido por la naturaleza para que ellos montaran un escenario: un anfiteatro natural en el que miles de personas podrían disfrutar de la música. La oferta que le hicieron fue irresistible: 75 mil dólares -y el compromiso de limpiar la propiedad y dejarla en el mismo estado en que la habían encontrado una vez finalizados los shows-.
Debieron comunicar el cambio de sede. De manera insólita esta incidencia se tradujo en publicidad positiva para el evento. Que los compradores de entradas y los artistas tuvieran que trasladarse varias decenas de kilómetros extra no pareció importarle a nadie.
Los afiches del festival aparecían por todos lados. La imagen ya es icónica. El brazo de una guitarra, un pájaro posado sobre ella, los colores vivos, el anuncio de los "3 días de Paz y Música" ocupando gran parte del espacio, los artistas en letra muy pequeña, los días (15, 16 y 17 de agosto) y un slogan encabezando que fue olvidado con el tiempo: Una exposición de Acuario, que hacía referencia a la Era de Acuario del musical Hair. Las entradas se vendían a 7 dólares por día, o 13 dólares por dos días, o 18 dólares por los tres. Se vendieron decenas de miles.
Los preparativos estaban atrasados. Los organizadores debieron realizar muchas tareas a la vez. Y pagar un precio muy alto por cada una de ellas debido a la premura. La primera fue convencer a los integrantes del pueblo que no corrían riesgo para que no se repitiera la experiencia de Wallkill.
Muchos de los trabajos se hicieron en base a cálculos demasiado hipotéticos o simples intuiciones. Para determinar la cantidad de baños que necesitaban recurrieron a un libro de campañas militares. El escenario estuvo listo pocas horas antes del inicio de las actuaciones. También hubo que instalar tendidos eléctricos, más de cien líneas telefónicas (20 para la organización y 80 teléfonos públicos para que los espectadores se comunicaran con sus familiares).
Recién en la última semana encontraron un catering. Ninguna empresa estaba dispuesta a darles de comer durante tres días a 50 mil personas (en ese momento el cálculo había ascendido a esa cifra). Contrataron a alguien sin demasiada experiencia pero con la voluntad de preparar hamburguesas y salchichas para esa multitud (lo que no sabían era que los vendedores al finalizar la primera noche cambiarían la comida por drogas o la regalarían).
A último momento levantaron el alambrado que delimitaba el lugar y dispusieron las vías de acceso. Los alambrados no los fijaron con cemento, solo los enterraron en el terreno (situación que facilitó de manera hasta ridícula su derribo posterior). Lo más increíble es que mientras terminaban de construir el escenario, instalar el sistema de sonido, montar las columnas de luces y plantar los alambrados una oleada de gente comenzó a llegar al lugar y a acampar.
El martes, a tres días del evento, se calcula que merodeaban por el lugar más de 10 mil personas. El miércoles la cifra ascendía a 25 mil. En ese momento los organizadores comprendieron que sus cálculos habían sido poco optimistas. El festival de Woodstock se había convertido en un suceso nacional, en un hecho generacional.
La contratación de los artistas fue progresiva. El elenco fue ecléctico. Los empresarios se impusieron un límite de 15 mil dólares de honorarios. El único que superó esa frontera fue Jimi Hendrix que recibió el doble pero con la condición de que tocara dos veces (evento que no sucedió). Janis Jopin, Creedence, Santana, Grateful Dead, Joe Cocker, Joan Baez, Tim Hardin, The Band y Jefferson Airplane fueron algunos de los 32 artistas contratados.
El día jueves por primera vez se tuvo noción de lo que sucedería en las horas posteriores. La gente llegaba con sus pequeñas carpas, bolsas de dormir o sin nada de eso a quedarse todo el fin de semana. El ingreso se hizo imposible de controlar. Derribaron las barreras de contención, nadie controlaba las entradas. De facto, Woodstock se convirtió en un evento gratuito. Todos entraban.
El día de inicio, el viernes 15 de agosto de 1969, la ruta de acceso colapsó. El tránsito se detuvo. Al principio del día los conductores tardaron casi 10 horas para hacer los 10 kilómetros finales. Luego, ya nadie avanzaría. Los autos fueron dejados a los dos costados de la ruta y después sobre la ruta misma. Más de 40 kilómetros de cola. A nadie pareció importarle. El público cantaba y bailaba empujado por la música que salía de los autos, las drogas y el espíritu de época.
A mediados del viernes el tráfico dejó de ser una preocupación: la situación era imposible de solucionar y todos asumieron que esa fila infinita de autos permanecería inmóvil hasta la madrugada del lunes.
Pero semejante atasco impedía también que llegaran los artistas que estaban alojados en un Holiday Inn en las afueras del pueblo. Eso ocasionó que se debiera modificar la programación. El grupo que estaba programado para iniciar el festival era Sweetwater pero sus integrantes no podían llegar al lugar. Los organizadores debieron salir a buscar helicópteros.
Durante esos tres días tuvieron la flota más nutrida de helicópteros de los Estados Unidos. En uno de ellos subieron a Richie Havens, quien se animó a ser el primero en presentarse en el escenario. La multitud esperaba impaciente. El concierto llevaba tres horas de retraso. Tim Hardin rechazó la oferta para ser el que rompiera el fuego. Demasiada responsabilidad (y demasiadas sustancias: cuando le tocó presentarse su actuación fue un largo balbuceo de 45 minutos). Havens fue el elegido porque en el escenario solo lo acompañaban un guitarrista y dos percusionistas y en ese primer helicóptero, además del piloto solo podían ir otros cuatro tripulantes. Havens apareció y cautivó al público con sus canciones, covers de los Beatles y hasta una improvisacíón como "Freedom". Su set debía ser de 40 minutos pero estuvo más del doble cantando porque no había quien lo sucediera ante el micrófono.
Luego de él, mandaron a Joe McDonald que tocaría al día siguiente con su banda pero como estaba en el backstage se le pidió el favor. Un gurú aprovechó el caos para dejar su mensaje a la multitud que no paraba de crecer. Era un mar de gente, de cabezas que se bamboleaban con la música.
Al avanzar la noche, los músicos fueron arribando y se normalizó la programación. Uno de los puntos altos de ese día fue la actuación de una Joan Baez embarazada que cautivó con su voz y sus canciones aguerridas.
Al finalizar el día, más allá del inconveniente del tránsito, los organizadores estaban satisfechos. Pero los problemas comenzarían a surgir casi sin solución de continuidad. Una mera cuestión matemática: lo que estaba previsto para 35 mil personas colapsó con la llegada de medio millón.
La basura se empezó a acumular, así que en esa primera madrugada hubo que despertar a los que dormían cerca del escenario (unos cuantos miles) para poder sacarla del lugar, la comida y el agua empezaron a escasear cuando faltaba todavía casi el setenta por ciento del festival y el uso indiscriminado de drogas comenzó a tener sus efectos inevitables. Como si todo eso fuera poco, en las primeras horas del sábado empezó a llover y el terreno se transformó en barro.
Los médicos del lugar no daban abasto para atender las urgencias. No se trataba solo de un problema de cantidad. Los médicos del pueblo no estaban acostumbrados a tratar pacientes con sobredosis o alucinando por el ácido.
Abbie Hoffman, el ícono de la contracultura de los sesenta, ayudó a montar unas "Carpas Freak" para tratar a los afectados por un mal trip de ácido con procedimientos alternativos (Hoffman tuvo otra participación célebre en esos días; irrumpió en el set de The Who e intentó copar el micrófono. Pete Townshend casi lo desnuca con un golpe de su guitarra y lo echó luego de insultarlo).
En esos tres días hubo dos nacimientos y tres muertes. Dos por sobredosis y una provocada por un tractor que arrolló a un joven que dormía en el suelo. Las drogas corrían libremente pero su cantidad y calidad nadie las controlaba. Píldoras, marihuana, LSD, cocaína y hasta heroína. Algunos mezclaban todas las que podían.
La paranoia se instaló cuando alguien desde el escenario alertó: "Tengan cuidado con el ácido verde". El rumor indicaba que estaba envenenado. El problema: circulaban ácidos de una gama de al menos veinte verdes.
Las noticias de lo que estaba sucediendo en Woodstock llegaron a todo el país. El New York Times habló de "Una pesadilla" y comparó a los cientos de miles de asistentes con "lemmings que se dirigen hacia el mar a encontrar su muerte". El gobernador Rockefeller declaró a ese sitio como "Zona de Desastre".
Los helicópteros de la Guardia Nacional sobrevolaban el área (debe haber sido el lugar con mayor afluencia de helicópteros de la historia), pero los organizadores lograron que ni el ejército ni la policía ingresaran al lugar. Pensaron que eso provocaría pánico y efectos impredecibles. Pero el estado proporcionó comida, agua, montó tiendas de campañas médicas y proveyó servicios de emergencias para asegurarse la subsistencia de esas 500 mil personas.
La música seguía. La del sábado fue la noche de The Who y su gran actuación y también la de Santana y Joe Cocker que deslumbraron con sus apariciones. Cocker abrió el día. Al finalizar su presentación, unas nubes negras cubrieron el cielo. Empezó a llover. Las gotas tenían el tamaño de pelotas de golf. Se desató un temporal. Los plomos corrían a tapar los equipos, desde el escenario pedían a las decenas de personas que estaban colgadas de las columnas que se bajaran de ellas (si alguna caía los muertos se contarían de a cientos). El viento era arrasador. Las carpas volaban sin control. Las actuaciones se suspendieron pero nadie se movió de su lugar. Cuando el temporal amainó, la música continuó. La gente permaneció sentada en un lodazal. Probablemente el más grande y célebre lodazal de la historia.
El barro se convirtió en un evento más. Carreras de deslizamiento, otra excusa más para la desnudez, para la celebración de la libertad.
El domingo, el último día, fue el de Jimi Hendrix. Fue la última actuación. Su versión del himno de Estados Unidos, Star spangled banner, fue, tal vez, el tema más célebre del festival. Paradójicamente fue el que menos público tuvo. Ya había amanecido el lunes, eran cerca de las 6 de la mañana y solo quedaban 40 mil personas.
A las 10 de la mañana de ese lunes los cuatro organizadores tuvieron que acudir a una reunión en Wall Street. El banco quería saber cómo pagarían sus deudas. El recital había resultado un éxito pero en el medio se convirtió en gratuito y ellos no sabían los juicios que debían afrontar de los que habían pagado las entradas y de los que habían sufrido daños. El quebranto parecía inevitable. Pero les quedaba una carta en la manga. La película del festival producida por la Warner y ganadora del Oscar al mejor documental no solo los salvaría económicamente sino que ayudaría a perpetuar la leyenda de Woodstock.
Antes y después hubo otros festivales de rock. Con carteleras más rutilantes, con mayores comodidades (ningún mérito), con mejores resultados artísticos. Pero ninguno tuvo la relevancia cultural de Woodstock. Definió a una generación y representó por sí mismo un tiempo.
La épica del barro, la música, la convivencia pacífica durante tres días, la desnudez, la libertad.
El festival fue una especie de milagro, un accidente, un fenómeno que a 50 años todavía estamos intentado develar. Jimi Hendrix desde el escenario brindó el colofón a esos tres días míticos, a los que el recuerdo hace más grandes que cuando sucedieron. El guitarrista le dijo a esos últimos mohicanos, a ese menos del diez por ciento que todavía permanecía: "Ustedes han probado al mundo de lo que somos capaces con un poco de amor, entendimiento y música".
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