Ver la bandera negra con una calavera cruzada por dos tibias con la leyenda “Religión o Muerte”, el estandarte del líder riojano Facundo Quiroga, fue lo que lo perdió a Gregorio Aráoz de Lamadrid. Era la mañana del viernes 27 de octubre de 1826 en los campos de El Tala, en el sureste de la provincia de Catamarca, y este general tucumano se enfrentaba al caudillo riojano Facundo Quiroga, en uno de los tantísimos combates que desangraron al país en el marco de otra grieta, la de unitarios y federales.
En el medio del fragor de la lucha, Lamadrid, de 30 años, vio que un grupo del Batallón de los Cívicos se había hecho de la bandera en cuestión y él, junto a un grupo de jinetes, cometió la imprudencia de dirigirse a ese lugar, plagado de soldados enemigos.
La lluvia de balas que recibió hizo que su caballo rodase pero logró incorporarse mientras sus soldados cerraron un círculo para protegerlo. A su lado el mayor Gregorio Paz fue herido.
A los enemigos les gritaba que los indultaría si se le rendían. Como respuesta una nueva andanada de disparos, pero milagrosamente ninguno le impactó.
Lamadrid no se amilanó y alentó a su gente a puro grito e insultos a volver a cargar, pero su furia contrastaba con la falta de entusiasmo de sus soldados, que cada vez eran menos y que lo que querían era irse de allí. Eso lo sacó de quicio.
Una vida en el ejército
Es que a Lamadrid lo que le sobraba era coraje. Huérfano de padre a temprana edad, luego de sus primeros estudios en la Escuela de San Francisco, a los 16 años fue incorporado al Regimiento de Voluntarios de Caballería. Su bautismo de fuego fue una derrota, en el combate de Nazareno. Por su valor en las batallas de Tucumán y Salta, se ganó el ascenso a teniente del Regimiento de Caballería del Perú.
Fue ayudante de campo de José de San Martín, peleó con Rondeau y al general Fernández de la Cruz, lo salvó de una muerte segura en Sipe- Sipe. Por el derroche de valor fue nombrado teniente coronel y tenía solo 21 años cuando organizó el Cuerpo de Húsares de Tucumán.
Belgrano le encomendó recorrer con 150 húsares el trayecto que va desde Tucumán hasta Oruro. Para sorpresa de los españoles, se apoderó de Tarija pero fue rechazado en Chuquisaca e inició una retirada. A su regreso lo hicieron coronel.
Apoyó el nombramiento de Manuel Dorrego como gobernador de la provincia de Buenos Aires y contribuyó a la restitución en el poder del gobernador Martín Rodríguez, y con el gobernador santafesino Estanislao López derrotaron a Ramírez y participó en 1822 de la campaña contra el indígena.
El 26 de noviembre de 1825 derrocó al gobernador de Tucumán y ocupó su cargo. Su apoyo al presidente Rivadavia llevó a los gobernadores de Córdoba Juan Bautista Bustos y de La Rioja Facundo Quiroga a atacar la provincia de Tucumán.
Y así sobrevino El Tala.
La tercera arremetida contra el enemigo sería la última. Su caballo volvió a rodar y, aunque se levantó, no se movió. Tenía su pecho acribillado por las balas y el fiel animal quedó sobre sus patas, pero se estaba muriendo. Su jinete se percató que había quedado solo en medio de una nube de quince jinetes enemigos.
La pelea fue demasiado desigual. Los sablazos que tiraba a diestra y siniestra aún montado eran insuficientes para detener a tantos hombres que giraban a su alrededor.
Recibió once golpes de sable en su cráneo; le habían roto la nariz y la punta le quedó colgando sobre el labio superior. Su oreja derecha casi partida en dos estaba unida por un hilo de piel. Otro sablazo le cortó el bíceps del brazo izquierdo y un bayonetazo se clavó en su omóplato.
Cuando cayó al piso, sin soltar su sable, lo molieron a culatazos, lo pisotearon con sus caballos y le quebraron costillas. Cuando le quitaban sus armas y ropas, Lamadrid juntó fuerzas y como pudo gritó que no se rendía. Su cuerpo estaba bañado en sangre y lo remataron con un disparo en la espalda. Se fueron dándolo por muerto.
Sus ropas, sombrero y armas se las alcanzaron al coronel Bargas y se las llevaron a Facundo Quiroga, quien para nada se conformó con los trofeos de su enemigo y ordenó que le llevasen el cadáver.
Para reconocer el cuerpo fueron con Ciriaco Vélez, cuñado de Lamadrid, quien había sido hecho prisionero. Entre los cadáveres hinchados por las altas temperaturas que aceleraban la putrefacción, buscaron un cuerpo con una cicatriz en su muslo izquierdo, producto de un balazo recibido en la batalla de Salta, y la falta de un diente en su maxilar inferior.
Cuando al atardecer regresaron del campo de batalla, lo hicieron con las manos vacías. Su cuerpo no estaba.
En el interín, soldados tucumanos habían regresado para enterrar a su jefe y descubrieron que aún vivía. Casi desnudo, colgaba de su cuello el escapulario de la Virgen de las Mercedes que le había enviado su esposa María Luisa Díaz Vélez, con quien se había casado en 1820, y un cordón donde Lamadrid llevaba su reloj. Lo subieron a un caballo pero se asustaron cuando divisaron a jinetes, presumiblemente enemigos. Lamadrid se dejó caer del caballo y les ordenó que lo dejasen, que él iba a morir de todas formas.
Esos soldados se fueron y los jinetes que habían visto también eran tucumanos y, nuevamente, Lamadrid les dijo que lo dejasen. Así estuvo casi un día y medio hasta que lo encontró un cabo, quien debió caminar una legua para alcanzarle agua a Lamadrid, que con su lengua y labios hinchados, se quejaba de la sed. El soldado le insistió que debían irse cuanto antes porque el lugar estaba lleno de enemigos.
La travesía fue lenta y trabajosa, porque el herido deliraba y, como cada tanto se quería tirar del caballo, el soldado lo ató.
Esa noche llegaron a un rancho y la mujer que los atendió mandó a su marido en busca de ayuda. Volvió con otros paisanos y con un curandero.
Allí Lamadrid recibió las primeras curaciones: además de ser lavado, le cosieron como pudieron la punta de la nariz, le terminaron de arrancar la parte de su oreja que aún le colgaba y lo vendaron. Como era peligroso permanecer en el lugar, improvisaron una camilla y caminando en el medio de la oscuridad, llegaron a Río Chico. Uno de los de la partida se adelantó a San Miguel de Tucumán para llevar la increíble noticia que Lamadrid, a pesar de sus heridas infectadas, de la pérdida de sangre, de la docena de golpes en la cabeza, de los bayonetazos y del balazo, estaba vivo.
Un pariente envió un carruaje a buscarlo. Desmayado entró a la ciudad en la mañana del 2 de noviembre. Los gritos de júbilo y el repicar de las campanas por su aparición lo sacaron de su inconsciencia. Cuando lo bajaron para alojarlo en la casa de una de sus primas, volvió a desmayarse y estuvo semanas sin recobrar la conciencia.
Permanecer en la ciudad no era seguro por la cercanía de las tropas de Quiroga, quien había ordenado fusilar a todo aquel que asegurase que su enemigo vivía, más aún cuando echó la rodar la leyenda de Lamadrid inmortal o “el resucitado del Tala”, como se referían a él. Lo llevaron al pueblo de Trancas donde, poco a poco, fue recuperándose.
Al despertarse, confesó que lo único que recordaba era haberse trenzado en lucha contra los riojanos. Nada más.
Para los médicos fue una terrible incógnita cómo no había muerto. Las heridas estaban infectadas, y los sablazos de la cabeza cicatrizaron solos, formando gruesas costras, ya que los profundos tajos no habían sido suturados, sin contar las costillas rotas y la bala que le había entrada por la espalda y que estaba alojada junto a su pulmón y que de casualidad no perforó. Además, no podía usar su brazo izquierdo.
Cuando supo que Quiroga ocupaba Tucumán, pidió papel y tinta y, sin que nadie supiera, le envió un mensaje al líder riojano: “El muerto del Tala desafía a los caciques Quiroga e Ibarra, para que lo esperen mañana a darle cuenta de las atrocidades que han cometido en su pueblo; pues la providencia le ha vuelto a la vida para que tenga la satisfacción de castigarlos como se merecen”.
Pero estaba demasiado débil, casi sin probar bocado y lo hicieron desistir de la locura que planeaba. Igual recibió la respuesta de Felipe Ibarra, su viejo amigo con quien había peleado en las guerras de la independencia: “Me alegro mucho de que ya estés mejorado para servir a tus amos los porteños: pero respecto al castigo con que nos amenazas, ¡lo veremos!”
Quiroga abandonaría la provincia y Lamadrid entraría a la capital el 5 de diciembre, ya libre de enemigos. Tenía otras cuestiones más urgentes para resolver: cómo recuperarse.
Los médicos insistían en quitarle el proyectil oculto entre las costillas, aunque no se sabía a ciencia cierta dónde estaba alojado. Costó trabajo convencerlo de que se dejase operar. No encontraron la bala, pero sí le extrajeron restos de una costilla y del omóplato.
Como insistía que debía volver a la campaña, lo hacía en carruaje porque no podía montar. Sus heridas de la oreja, en las costillas y de la espalda seguían supurando y hasta un médico lo intervino de urgencia en una posta del camino por un dolor agudo que sentía en su costado. Era otra astilla de costilla.
Un extraño tratamiento
En Santiago del Estero un paisano le aseguró que le curaría la herida de bayoneta de la espalda. El propio Lamadrid describió en sus memorias el procedimiento: “Poniéndose no se qué en la boca la aplica a la herida y me dio un chupón tan fuerte y continuado y sentí su impresión desde el fondo de la herida, como si me extrajeran algo como un fuelle; enseguida escupió una porción de humor, se enjuagó la boca con vino aguado y repitió otra con el mismo éxito. En efecto, sentí un consuelo, pues conocía visiblemente que se me había descargado un peso”.
Los resultados fueron evidentes: el hombre fue nombrado su médico de cabecera y no se apartaba de su lado por nada del mundo.
Ocho meses después Lamadrid volvería a combatir a Quiroga en Rincón de Valladares, y fue derrotado. En su fuga hacia Bolivia, sus heridas se le abrieron porque no había mantenido el reposo aconsejado. En Potosí la pasó mal con la altura y en Chuquisaca descubrió unas termas que lo aliviaron notoriamente.
Quiso ir a Buenos Aires, donde su esposa también estaba enferma. De paso por Santiago del Estero, fue recibido con toda amistad por Felipe Ibarra, con quien se había enfrentado. Allí le aplicaron unos medicamentos que lo mejoraron mucho. En Buenos Aires los médicos no entendían cómo había sobrevivido; insistían en que había que extraer el proyectil, pero Lamadrid se mantuvo firme, las operaciones eran un verdadero martirio, la herida se cerró y no volvió a supurar más.
Se había curado.
Ya repuesto, volvió a Tucumán, pero fue atacado, en 1827 y debió huir a Bolivia para salvar su vida. Con grandes penurias logró volver a Buenos Aires. A pesar de estar en la vereda de enfrente, acompañó a Dorrego en sus últimos momentos. Peleó en San Roque, La Tablada y Oncativo.
Involucrado en las guerras intestinas, por sus derrotas debió exiliarse nuevamente, primero en Bolivia y luego en Montevideo, y volvió a Buenos Aires en 1840.
Rosas lo envió a Tucumán para que se apoderase de la provincia pero terminó participando de la Coalición del Norte que apoyaba a Lavalle. Cuando Pacheco lo derrotó en Rodeo del Medio no le quedó más remedio que cruzar a Chile, donde sobrevivió viviendo de una panadería. Regresó para luchar junto a Urquiza en Caseros el 3 de febrero de 1852. Sarmiento, quien lo ayudó en el país trasandino, lo describió como “el más valiente de los valientes”.
Falleció en la ciudad de Buenos Aires el 5 de enero de 1857, treinta años después de El Tala, y enterrado en la Recoleta en la bóveda de los Díaz Vélez. Tenía 61 años.
Al cumplirse el centenario de su nacimiento, se dispuso trasladar sus restos a Tucumán. Al abrir el féretro, el asombro fue total. Impresionaban en el cráneo las marcas de los sablazos y, por supuesto, aún entre las costillas, el bendito proyectil que recibió por la espalda ese valiente tucumano que, pese a todo, nunca se rindió.