En la previa del cruce de los Andes, los dos lados de la cordillera eran un hervidero de espías, de fingidos desertores que brindaban datos falsos, vecinos respetables que no lo eran tanto, y traidores a la orden del día. Los españoles se veían venir al ejército libertador que se armaba en Mendoza, pero ignoraban por dónde. José de San Martín se propuso confundirlos para que dividiesen sus fuerzas y colocarlos en inferioridad de condiciones. Para eso echó mano a distintos recursos, entre ellos el dato falso. Además, necesitaba saber si los pasos cordilleranos habían sido fortificados.
San Martín contaba con espías del otro lado de la cordillera, como era el caso de Juan Pablo Ramírez, que le informaba todo lo que pasaba en Concepción y en Talcahuano. También estaba Diego Guzmán, Ramón Picarte y Manuel Fuentes en la capital chilena, y Manuel Rodríguez en la región del Aconcagua. Además, envió distintos supuestos desertores, entre ellos dos sargentos de su confianza, que proporcionaron datos falsos a los españoles.
En busca de los espías españoles
De la misma forma, el jefe del ejército libertador debía cuidarse de los espías que rondaban por Cuyo. Para eso, había implementado un sistema para identificarlos. Si lo supo fray Bernardo López, agente secreto del gobernador español de Chile, el mariscal Casimiro Marcó del Pont. El religioso fue apresado ni bien llegó a Mendoza. Cuando San Martín ordenó fusilarlo en 24 horas, el fraile dejó de lado su discurso de inocencia, reveló todo lo que sabía y entregó las cartas que llevaba escondidas en el forro de su sombrero, que debía entregar a diversos vecinos españoles que vivían en Mendoza.
A Pedro Vargas le ordenó simular que se había pasado a los españoles, lo hizo encarcelar a propósito, y así ganarse la confianza de los europeos. Dicen que tan bien interpretó su papel que hasta su propia esposa estuvo por romper el matrimonio con su marido traidor.
Pero San Martín planeaba una arriesgada misión. Debía conocer al dedillo los distintos pasos por la cordillera, y alguien debía relevarlos con la mayor precisión posible. Eligió para semejante tarea a Alvarez Condarco. Este tucumano, nacido en 1780, que había estudiado ingeniería, se las arreglaba con la física y con la química.
Estaba a cargo de la fábrica de pólvora que se había instalado en los terrenos que la cordobesa Tiburcia Haedo -la mamá del futuro general José María Paz- tenía entre la quinta de Allende y el pueblo de La Toma. Tuvo la idea de construir un molino que salió de su cabeza, y así se dejó de hacer la pólvora a mano. De dos quintales diarios, se la llevó a cerca de 400 libras, y resultó ser de mejor calidad que la que se compraba a otros países.
El hombre clave del ejército de San Martín
Era un hombre con experiencia. En 1813 manejó el arsenal del batallón de Auxiliares Cordobeses que estaba al mando del coronel Juan Gregorio de Las Heras. Cuando San Martín lo conoció, no lo dejó ir: lo nombró su ayudante de campo, también fue su secretario privado y como era un ingeniero con amplios conocimientos, fue el director de los talleres militares y el subdirector de la fábrica de pólvora.
Habría sido el autor de la orden de que nadie con espuelas podía ingresar al depósito de pólvora, a riesgo que el roce del metal provocase una chispa que hiciese volar todo por los aires. Y que por esa orden un centinela le había prohibido la entrada al propio San Martín, quien acató la disposición y además felicitó, en plena formación, al centinela en cuestión.
Lo que José de San Martín conocía de este ingeniero era su memoria prodigiosa. Lo desvelaba reconocer al dedillo los distintos pasos para cruzar esa tremenda mole que es la cordillera de los Andes. El mismo hizo varias incursiones y mandó a diversos oficiales con el mismo propósito. Sin embargo, sabía que alguien haría el trabajo a la perfección.
A Álvarez Condarco le encargó que atravesase la cordillera, memorizase todos los detalles, llegase a Chile y regresase a Mendoza, donde debía volcar en papel lo que había visto.
Iría bajo el paraguas de una misión parlamentaria. La orden era que fuera a Santiago de Chile y entregase a Marcó del Pont un mensaje, en el que San Martín lo invitaba a reconocer la declaración de independencia.
Detalles de la misión
Debía ir por el camino de Los Patos, que era el más largo. San Martín sabía que el jefe español, si es que no lo mandaba a fusilar, lo haría regresar por el paso más corto, que era el de Uspallata. De esta forma, podría reconstruir dos caminos.
“Quiero que me levante en su cabeza un plano de los pasos de Los Patos y de Uspallata, sin hacer ningún apunte, pero sin olvidarse ni de una piedra”, le ordenó el jefe.
Vestido de paisano, y sin portar ninguna documentación que lo pudiera comprometer, se puso en marcha. Cuando llegó al primer puesto español, al oeste de Los Patos, el oficial a cargo lo hizo seguir. Pero como estaba anocheciendo y no podría registrar las características del camino, se hizo el enfermo, pernoctó en el lugar y así lo recorrió a plena luz del día.
Todo salió según lo previsto. Llevado en presencia de Marcó del Pont, el español se ofuscó de tal manera, que ordenó que al día siguiente el verdugo quemase en la plaza la declaración de la independencia que le había entregado Condarco.
Marcó del Pont le había puesto precio a la cabeza de San Martín. A fines de 1815 se había hecho cargo de Chile, reemplazando a Mariano Osorio, y había implementado diversas medidas, como el toque de queda o el decomiso de armas en manos de particulares. Era un militar que había sido prisionero de Napoleón y que había rechazado su ofrecimiento de sumarse a su ejército. Perteneciente a una respetable familia, era devoto de la Virgen María.
Mientras tanto, el mensajero fue alojado en la casa del coronel Antonio Morgado, jefe del Regimiento de Dragones de Concepción. Marcó del Pont lo tenía entre ceja y ceja, olía algo sospechoso y sus oficiales debieron convencerlo para que el tucumano no terminase en el paredón de fusilamiento. Antes de dejarlo ir, el mariscal le advirtió que cualquier otro parlamentario que enviase San Martín “no merecerá la inviolabilidad y atención con que dejo regresar al de esta misión”. Y sentenció: “Yo firmo con mano blanca y no como lo de su general que es negra”, aludiendo a su traición al rey de España.
El mapa del Cruce de Los Andes
Al otro día fue despachado, y por el camino más corto. A su regreso, Condarco volcó en papel las características de ambos pasos, que sirvieron para el cruce del ejército libertador.
En 1817 participó en la batalla de Chacabuco: fue el que llevó a orden de San Martín a Soler que apurase su ataque por el flanco para que O’Higgins no recibiese todo el fuego. Cuando Marcó del Pont fue apresado luego de Chacabuco, al intentar escapar en barco, lo llevaron a la presencia de San Martín. Cuando el jefe español intentó entregar su espada, aquel le respondió: “Venga esa mano blanca, mi general”.
Luego de Chacabuco, Marcó del Pont intentó escapar, pero en el buque que pensaba hacerlo zarpó sin él. Fue apresado y remitido a San Luis junto a los prisioneros tomados en ese combate, donde permaneció encerrado. Fiel a su palabra de no volver a tomar las armas contra los patriotas, no participó de la sublevación de enero de 1819 y fue trasladado a otro campo en el interior puntano. Ya estaba enfermo y el 11 de mayo de 1821 falleció.
Condarco también peleó en Maipú y en 1818 lo mandaron a Gran Bretaña para negociar la compra de buques para la campaña libertadora del Perú. Contrató para jefe de esa flota al controvertido almirante Thomas Cochrane.
Ya retirado, Chile lo empleó un tiempo en el departamento de Ingenieros y Caminos, y se las arreglaba dando clases de matemática. Cuando quiso regresar al país, no pudo hacerlo porque era antirrosista. Vivió en el país vecino donde murió el 17 de diciembre de 1855 en la miseria, al punto de no dejar testamento porque no disponía de bienes, y sus amigos debieron costear su sepelio.
En la década de 1980 en Tucumán surgió el proyecto de repatriar sus restos y rendirle el homenaje correspondiente. Pero ya era tarde. Su tumba, abandonada por décadas ya no existía y sus huesos fueron a parar al anonimato eterno en el fondo de una fosa común.