Su adversario en la política pero gran amigo de la vida no se animó a acompañarlo en los últimos momentos, tal como el condenado se lo había pedido. “No tendré valor para presenciar la muerte de un amigo”, dijo el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid, de quien el condenado era padrino de su hija Bárbara. Sí accedió a darle su chaqueta, ya que Manuel Dorrego le había encomendado que le hiciera llegar la suya a su esposa Angela Baudrix porque, en minutos, estaría muerto.
Manuel Críspulo Bernabé do Rego nació el 11 de junio de 1787 en Buenos Aires. Estudió en el Colegio de San Carlos y luego jurisprudencia en Chile, donde participó en 1810 de la revolución. Incorporado al Ejército del Norte, las dos heridas en el combate de Sipe-Sipe le valieron el ascenso a teniente coronel.
Volvió a demostrar su arrojo en las batallas de Tucumán y Salta, al mando de Belgrano, quien lo ascendió a coronel. Era tan valeroso como indisciplinado e irreverente, lo que le valió varios arrestos. Debido a su temperamento, el creador de la bandera lo marginó de la campaña que finalizaría con las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma. Belgrano llegó a decir que con Dorrego a su lado, no hubiese sido derrotado en estos combates.
Cuando San Martín se hizo cargo del Ejército del Norte, también fue sancionado por burlarse en público de Belgrano. Volvería a las armas para pelear contra Artigas.
Su oposición al Director Pueyrredón le valió un destierro, que debía ser en Santo Domingo, pero que las contingencias lo llevaron a Estados Unidos, donde vio el funcionamiento del federalismo. Cuando regresó, el país era un caos y la anarquía del año 20 de pronto lo sorprendió como gobernador interino. Con Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia en el poder, debió alejarse nuevamente. En 1827, luego de haber caído el gobierno, el Partido Federal lo nombró gobernador en agosto. Había recibido el apoyo de las provincias para continuar la guerra con Brasil y llegar a una paz aceptable. Presionado por los ganaderos y por la diplomacia inglesa y obstaculizado su propio gobierno por la burocracia que aún respondía a Rivadavia, debió rubricar la paz con Brasil, por la que aceptaba la independencia de la Banda Oriental. El coronel, de pensamiento auténticamente federal, de fuerte predicamento entre los gauchos y los más humildes, debió enfrentar el descontento de las tropas al sentirse traicionadas por el acuerdo de paz. Y comenzó la conspiración.
Que Juan Galo de Lavalle intentaba derrocarlo, fue una de las tantas advertencias que desechó. Pero lo cierto era que la revolución era un secreto que todos conocían. El antiguo granadero no estaba solo, sino que viejos compañeros de armas, como Soler, Alvear, Paz y otros también tramaban. Lavalle era un militar de 31 años recién cumplidos que había alcanzado su prestigio en los campos de batalla, primero con la campaña libertadora y luego en la guerra contra el Brasil. En buena ley se había ganado el apodo de “el león de Río Bamba”.
Ante el avance de las tropas de Lavalle, que no quería saber nada con parlamentar, el 1° de diciembre de 1828 Dorrego debió dejar la ciudad y se dirigió a la estancia de Rosas. Una elección exprés de unitarios realizada a la una de la tarde en la capilla de San Roque ungió a Lavalle gobernador por 79 contra dos, uno por Carlos de Alvear y el otro para Vicente López.
En su huida al sur de la provincia, descartó el consejo de Rosas que fuera para Santa Fe, dominios del caudillo Estanislao López. Decidió lo peor: enfrentar a las tropas de Lavalle en Navarro, con 2000 hombres y cuatro piezas de artillería, sumados unos doscientos indios pampas, que tenían sus tolderías en los dominios de Rosas. Este se quejaría más tarde: “Yo se muy bien que Dorrego es un loco”.
El fin
El 9 de diciembre fue rápidamente derrotado y en su huida, fue arrestado en Salto por una partida al mando de Federico Rauch y llevado a Navarro, donde acampaba Lavalle. Antes de despedirse de su hermano Luis, a quien permitieron que continuase viaje, se lamentó: “Luis, estoy perdido”. Su primer impulso fue escribirle a Guillermo Brown, interinamente a cargo del gobierno a quien le pidió garantías para dejar el país. Solo el almirante y José Miguel Díaz Vélez intercedieron por él.
El general golpista era presionado por los hombres de levita de Buenos Aires. El 12 por la noche recibió una misiva de Juan Cruz Varela: “Este pueblo espera todo de usted, y usted debe darlo todo (…) Cartas como estas se rompen…” Del Carril le enviaría cinco. En una afirmaba que “este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (…) habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra…”.
Dorrego había llegado a las 13 horas del 13 de diciembre escoltado por cincuenta hombres del Regimiento de Húsares y quedó detenido en la estancia El Talar, al norte de Navarro, propiedad de Juan de Almeyra. El general golpista, alojado en el casco del establecimiento, se negó a recibirlo, mientras el detenido esperaba expectante en el carruaje.
Tamaña sorpresa le produjo a su edecán, Juan Estanislao Elías, cuando su jefe le ordenó comunicarle a Dorrego que, en el término de una hora, sería fusilado por traición.
Dorrego no lo podía creer. “¡Santo Dios!”, exclamó mientras se golpeaba la frente. “A un desertor al frente del enemigo, a un enemigo, a un bandido, se le da más término y no se lo condena sin permitirle su defensa. ¿Dónde estamos? ¿Quién ha dado esa facultad a un general sublevado? Hágase de mi lo que se quiera, pero cuidado con las consecuencias”, le dijo a Lamadrid.
Dorrego pidió hablar con Lavalle. Este se negó. “General, por qué no lo oye un momento aunque lo fusile después”, intercedió La Madrid. “¡No lo quiero!”, gritó.
Lavalle no pensaba por sí mismo ni tampoco en las consecuencias. En una reunión la noche previa al estallido del golpe, lo convencieron de que el gobernador debía morir. Julián Seguro Agüero, Salvador María del Carril, los hermanos Florencio y Juan Cruz Varela, Ignacio Alvarez Thomas, José Miguel Díaz Vélez, Valentín Alsina encabezaban la lista de conspiradores. También Rosas estaba en la lista de individuos a matar, pero Lavalle se negó.
Dorrego pidió un cura, lápiz y papel. Le escribió a su esposa: “Mi querida Angelita: En este momento me intiman que dentro de una hora debo morir. Ignoro por qué; más la Providencia divina, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos y suplico a mis amigos que no den paso alguno en desagravio de lo recibido por mí. Mi vida: educa a esas amables criaturas. Sé feliz, ya que no lo has podido ser en compañía del desgraciado Manuel Dorrego”.
En 1811, cuando contaba 16 años, Angela Baudrix había conocido a Manuel Dorrego, de 28. Se casaron en 1815, aún con la oposición de los padres de ella. Tendrían dos hijas: Isabel, nacida en 1816, y Angelita, en 1821. Luego, fue el turno de sus hijas. “Mi querida Angelita: te acompaño esta sortija para memoria de tu desgraciado padre”; “Mi querida Isabel: te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”.
Otra carta fue para Estanislao López, y le pidió que perdonase a sus victimarios, y que su muerte no fuera causa de más derramamiento de sangre.
Se confesó con el cura Juan José Castañer, párroco de Navarro, quien además era su primo. Cuando dijo estar listo para morir, se le indicó que subiese al carruaje, porque el sitio del fusilamiento estaba a unos quinientos metros, pero prefirió caminar.
Al llegar al lugar, vio a la tropa del 5º de línea formada y saludó cálidamente a su jefe el capitán Páez. Luego se arrodilló para recibir la última bendición del cura. Cuando se incorporó, le pidió al jefe del pelotón que transmitiese sus saludos a los otros oficiales.
Se le vendó los ojos con un pañuelo amarillo. En la tarde de ese 13 de diciembre de 1828 una descarga terminó con su vida. Su cuerpo permaneció algunas horas en el lugar donde cayó, hasta que el cura lo sepultó, sin féretro, cerca de la capilla, exactamente a cinco varas y media de la puerta principal, con una diferencia de dos tercios en que daba hacia su parte lateral izquierda. Una cruz de ñandubay señalaba la sepultura.
Exhumación
Al mediodía del 14 de diciembre de 1829 exhumaron sus restos, operación supervisada por el médico Cosme Francisco Argerich y por el camarista Miguel Villegas, que representó al gobierno y otros funcionarios. El cura que lo había enterrado les dio la ubicación exacta de la sepultura.
Lo primero con lo que se encontraron fue con sus botas y sus pantalones de paño oscuro. En su cuello tenía un pañuelo de seda negro y estaba el paño amarillo con el que le habían vendado los ojos.
La cabeza, destrozada, posiblemente con un fuerte culatazo de fusil, estaba casi separada del cuerpo. Vieron que la mandíbula inferior tenía todos los dientes y eran evidentes algunas viejas heridas. Su cuerpo tenía una chaqueta de lana escocesa. Sus manos estaban cerradas y se veía una herida de bala en el lado izquierdo del pecho.
Se sacaron los restos de la fosa y se lo limpió. Se lo sumergió durante algunas horas en un líquido que le quitó las impurezas a los huesos, los que una vez secados, fueron embebidos en aceite de trementina y colocados en una urna.
Su esposa había quedado en la indigencia, y le negaron una y otra vez la pensión que le correspondía por su esposo. Debió ganarse la vida cosiendo uniformes en la ropería de Simón Pereyra, cobrando una miseria. Debería esperar 17 años para que Rosas autorizase el reconocimiento. Dicen que el pedido había sido cajoneado por Encarnación Ezcurra, la esposa de Rosas, ya que consideraba a Dorrego un federal cismático, y no apostólico.
Lavalle asumió toda la responsabilidad. “Participo al Gobierno Delegado que el coronel don Manuel Dorrego acaba de ser fusilado por mi orden, al frente de los regimientos que componen esta división. La Historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio. Saludo al señor ministro con toda consideración, Juan Lavalle”.
La noticia cayó de la peor manera en Buenos Aires, que se enteró del desenlace al día siguiente. Juan Manuel Beruti escribió en sus Memorias Curiosas que “mientras gobernó, no hizo mal a ninguno; no entró al gobierno por revolución sino por la junta de la provincia que lo nombró”.
El cónsul norteamericano escribió que “es difícil describir el pavor y profunda tristeza que esta noticia ha infundido en la ciudad”.
Lavalle intentó justificarse cuando dijo que “sacrifiqué a Dorrego con la intención más sana”. Sin embargo, en sus memorias Félix Frías recordó que Lavalle “comenzó a sentirse atormentado por esta decisión. Con los años la carga no haría más que incrementarse de una manera insoportable”. Del Carril le aconsejó mentir y labrar un acta falsa.
La situación política fue capitalizada por Rosas, que comenzó su rápido camino al poder desde la campaña bonaerense. Lavalle terminaría retirándose.
Hasta el fin de sus días, Lavalle recordó el 13 de diciembre. Siempre planeó que, cuando regresase a la ciudad de Buenos Aires, le pediría perdón a la viuda e hijas de Dorrego. Pero la muerte lo sorprendería el 9 de octubre de 1841.
Homenajes
El domingo 20 de diciembre de 1829, un año y una semana después de haber sido fusilado, entró a la ciudad la urna con sus restos. Cuando la carroza estuvo a la altura del pueblo de Flores, el centenar de ciudadanos que había ido a su encuentro, desengancharon los caballos y condujeron el carruaje a pulso hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Piedad. Un grupo de curas se había adelantado cuatro cuadras a recibir la carroza, en medio de la gente que se agolpaba en las calles y que muchos pujaban por entrar al templo colmadísimo, donde se ofició una misa.
Toda la ciudad le rindió homenaje. Los soldados con brazaletes negros, las banderas con crespones, las campanas de las iglesias desde el mediodía de ese día hasta las 8 de la noche del siguiente no dejaron de tocar a muerto y hasta los postes de la vereda los cubrieron con ramos de olivo.
En un cortejo encabezado por el gobernador, quien había asumido el 8 de diciembre de ese año, y detrás sus funcionarios -todos de luto- acompañaron los despojos a una capilla, donde se volvió a rezar. Cañonazos cada media hora, altares alusivos, guardias de honor. Todo refería al desgraciado que había sido fusilado en San Lorenzo de Navarro.
Al día siguiente, más misas y procesiones. Nuevamente la iglesia, ceremonias, cañonazos, otros recuerdos y alabanzas. A las seis de la tarde todos fueron al cementerio, al que llegaron dos horas después. Dicen que el gobernador estaba conmovido. Cuando éste dejó caer una guirnalda sobre la fosa, todo concluyó.
Su hija Isabel nunca se casó, y desde el día del fusilamiento de su padre, siempre vistió de luto.
En 1868 Mariano Miró inauguró su mansión, en la manzana comprendida entre Avenida Córdoba, Viamonte, Libertad y Talcahuano. Once años más tarde, justo enfrente se instaló el monumento a Juan Lavalle. Para la esposa de Miró fue como una burla atroz: ella era Felisa Dorrego, sobrina del fusilado. Desde ese momento hasta el día de su muerte, puertas y ventanas que daban al monumento permanecieron siempre cerradas.
En el Museo Histórico Nacional se conservan el anillo y los tiradores que dejó a sus hijas, reproducciones hechas en la época de sus últimas cartas, retratos, la mesa en la que Lavalle escribió la carta donde comunicaba su muerte, su sable y la litografía de la nota sobre el funeral, de la imprenta Bacle. Casi todos sus objetos están en la exposición permanente Tiempo de Provincias, menos el sable y sus tiradores que están en la Reserva Patrimonial.
El 27 de diciembre de 1936 se inauguró un monumento en el sitio donde la tradición señalaba que allí había sido fusilado con sus ojos tapados por un pañuelo amarillo y vistiendo una chaqueta prestada de su compadre, quien no se animó a verlo morir.