A fines de octubre de 1914 había regresado de su estancia La Argentina y planeaba irse un tiempo a su campo en La Larga luego de asistir al traslado de los restos a una nueva sepultura del general Luis María Campos, viejo compañero de armas y su ministro de Guerra en su segunda gestión presidencial. Todo comenzó con un resfrío y a los días lo sorprendieron violentos ataques de tos, pero su médico el salteño Luis Güemes, nieto del prócer, no le dio tanta trascendencia.
Como no se sentía bien, el 15 de octubre Julio A. Roca le escribió una carta a Justa Urquiza, viuda de Campos, excusándose por no poder participar de la ceremonia.
Guardó reposo y al día siguiente, como se despertó bien, decidió ir a dar un paseo por Palermo. Lo acompañaron Norberto Quirno Costa y Gregorio Soler. Fue su última salida: de ahí volvió a la cama.
A los 61 años había entregado el gobierno a Manuel Quintana, quien sería acompañado por José Figueroa Alcorta y dejó el escenario político porteño, buscando tranquilidad en Ascochinga.
Tenía tres estancias: La Larga -regalo de la provincia de Buenos Aires por la campaña al desierto- y La Argentina, ambas en territorio bonaerense, y La Paz, en Córdoba, cerca de Ascochinga, que había pertenecido a la familia de su esposa Clara Funes.
En febrero de 1905, cuando los radicales hicieron su revolución, quisieron capturarlo, pero lograron advertirle a tiempo y en honor a su apodo de “zorro”, engañó a los conspiradores: hizo correr la voz que se dirigía a las sierras junto a doscientos hombres para organizar la resistencia, puso a su familia a salvo en un hotel en Ascochinga y se subió a un tren a Santiago del Estero. Volvió al día siguiente cuando el movimiento ya había fracasado.
El 25 de mayo se embarcó en el Cap Bianco con destino a Europa, un poco para alejarse del ambiente político y otro para aprovechar a realizar refacciones a su casa de la calle San Martín 577. Una de sus hijas se casaría e iría a vivir al lado, en el 579, en un terreno que había pertenecido a uno de sus hermanos.
Viajó acompañado por sus hijas. “Por más que los viajes sean agradables extraño la tierra, la casa, mis hábitos y hasta las incomodidades diarias”, escribió. Echaba de menos a Guillermina de Oliveira Cézar, la esposa de Eduardo Wilde, uno de sus mejores amigos. Por años habían mantenido una relación clandestina de la que todo Buenos Aires estaba al tanto. En su segunda presidencia, nombró a Wilde ministro plenipotenciario primero ante los Estados Unidos y luego a España y Bélgica. Con él fue Guillermina, con la que mantenía correspondencia. “Mi querida ausente…” la llamaba él.
Fue en plan de descanso y recibió innumerables homenajes. Pasó una larga temporada en París, a la que describió como “una Babel donde se confunden los hombres y las lenguas de toda la tierra”. Cuando regresó en 1907, el país había cambiado: Quintana había muerto y el vice Figueroa Alcorta era el presidente, con quien no se llevaba bien.
Por eso en 1910 sacrificó un viejo sueño: se volvió a Europa y se quedó con las ganas de participar de los festejos del Centenario, por el temor a ser ninguneado por las autoridades o tener algún cortocircuito con ellas.
A su regreso de Europa, pasó largas temporadas en La Larga, aunque no se desenchufó de la realidad, ya que le llegaban cartas, informes, comentarios y noticias de la ciudad de Buenos Aires. Se considera que es el hombre público que más cartas escribió.
Sin embargo, ante los periodistas intentaba desentenderse de la política. “Fuera de que mi salud no es buena y de que los médicos me han prescripto el mayor reposo, estoy dispuesto a no meterme en política. Esta decisión no es de hoy, y debe tenerse por definitiva”, aseguró en 1911, a su regreso del viejo continente. Es que desde la muerte de Bartolomé Mitre, el 19 de enero de 1906, Roca era la mayor figura política.
Tenía un buen pasar. Percibía su retiro de teniente general, arrendaba algunas de las tierras de La Larga y cobraba el alquiler de una casa en la ciudad de Río Cuarto.
En su estancia se ocupaba de la administración del establecimiento. Se levantaba a las 7 de la mañana y hasta la noche no paraba, y no entendía cómo otros no veían las faltas que para él eran evidentes. Decía que su ocupación en el campo le hacía bien a su salud. “Esta vida es la que me da vida”, decía.
Roca tenía un gran confidente, que era su mayordomo, el gallego Gumersindo García. Había comenzado a trabajar para él en 1886, cuando tenía 28 años. De una lealtad a toda prueba, era serio, honesto y muy confiable. Vivía en la casa con su mujer Margarita.
Cuando en su segunda presidencia los ánimos se caldearon por el famoso proyecto de unificación de deuda -que le costaría la enemistad de por vida con Carlos Pellegrini- García durmió en la puerta de la habitación de su jefe, por las dudas.
“Me complace saber que ayer ha cumplido sano y bueno y en gracia de Dios sus 55 años, y de ellos 27 a mi servicio”, le escribió Roca. “Pocos servidores pueden decir otro tanto y espero que usted ha de cerrar mis ojos cuando dé el último suspiro de habitante de esta tierra”.
Volvió una vez a la Casa de Gobierno a comienzos de 1912 cuando concurrió a saludar al presidente Roque Sáenz Peña.
El viejo general que había ganado sus ascensos en los campos de batalla, no estaba solo. En su viaje a Europa había conocido en Niza a una bella joven rumana llamada Elena. Volvió con ella a Buenos Aires y le construyó una casa a unos mil metros del casco de la estancia La Larga, donde ella vivió. Fue presionado por sus hijas por el escándalo que significaba la relación y él cortó el planteo diciéndoles que tenían razón, y que había resuelto casarse con ella. Entonces ya no volvieron a hablar del tema. Cuando Roca murió, sus hijas la echaron.
Además de sus hijos, cuando comenzaba su primera presidencia apareció en su casa una chica que aseguraba ser su hija. “Hay una mujer que dice que es su hija, y la verdad es que es igual a usted”, expresó su mayordomo. Se llamaba Carmen Robles, y era el fruto de un idilio que Roca había mantenido con Ignacia Robles, cuyos padres siempre se habían opuesto a la relación. Ayudó a la chica en sus estudios para maestra y le consiguió trabajo. Siempre estuvieron en contacto.
En 1913 fue como enviado extraordinario ante la República Federativa del Brasil para firmar un convenio de limitación de armamentos navales. El gobierno argentino, al mandarlo al país vecino, estaba dando un gesto de buena voluntad y retribuía la visita que había hecho el ex presidente Campos Salles a Buenos Aires, con el mismo objetivo.
En su cumpleaños que festejó ese año, escribió: “Cuando uno va para viejo se le olvidan muchas cosas. No importa, sobre todo cuando los olvidos se pueden reparar enseguida, como usted lo ha hecho. Llegó esta mañana el mate olvidado y la canasta con golosinas de Tucumán, que me vienen de perilla. Pasado mañana cumplo 70 años. Es un buen trecho de permanecer sobre la tierra y cuando quiera, puede venir la muerte sin encontrarme en pecado ni remordimientos”.
Disfrutaba de la compañía de su media docena de nietos y de las visitas ocasionales de sus sobrinos y sobrinos nietos. Cuando estaba en la ciudad por las mañanas solía caminar. Algunos viejos amigos de la política y unos pocos militares con los que había hecho la campaña del desierto lo frecuentaban ocasionalmente. Lo derrumbó la noticia de la muerte de Artemio Gramajo, ocurrida el 11 de enero de 1914. Este santiagueño había sido su edecán, pero fundamentalmente su amigo y compañero. Lo consideraba un hermano.
El 19 de octubre, a las 8 de la mañana, sufrió un fuerte ataque que le hizo perder el conocimiento. Falleció dos horas después. Lo acompañaban sus hijas Elisa y Clara.
Al día siguiente fueron las exequias. Primero a su casa concurrieron familiares y amigos y luego una multitud acompañó los restos a la casa de gobierno, donde fueron velados. Se decretó dos días de duelo y bandera a media asta. Se iba uno de los últimos exponentes de un país que cambiaba, en el que él había tenido mucho que ver.