La vida en Kamianets-Podilskyi, ciudad ubicada al oeste de la actual Ucrania, ya no daba para más cuando a partir de marzo de 1881 subió al trono el zar de Rusia Alejandro III y echó por tierra la política conciliadora de su padre, asesinado en un atentado terrorista. Retomó viejos hábitos nacionalistas, autoritarios y antisemitas heredados de su abuelo, y uno de sus blancos fue la población judía. Restringió los lugares donde podían vivir, desplazándolos de sus tierras y generando guetos, además de prohibirles trabajar en días festivos cristianos o los domingos.
Les cortó la libertad. El zar calculaba que, ante esa política, un tercio de ellos se reconvertiría y que otra emigraría, y que el resto debía ser eliminado. Los progroms se multiplicaron en Rusia y en diversos países de Europa. Había que irse no en busca de un futuro mejor, sino para salvar la vida.
En nuestro país gobernaba Julio A. Roca, quien apoyó la inquietud de José M. Bustos, un empresario que ofreció sus servicios gratuitos al gobierno para promover la emigración de los judíos rusos al Río de la Plata. Fue el ministro del Interior Antonio del Viso quien a través del decreto 12011 lo nombró agente honorario de inmigración en Europa.
Hubo opiniones a favor, pero también en contra de la decisión del gobierno de atraerlos “oficial y artificialmente porque constituyen en todas partes núcleos separados del resto de la sociedad…”.
Para los judíos rusos no fue sencillo salir. Primero debieron llegar a la frontera, y en trenes en los que se transportaba a obreros, arribaron al puerto de Bremen, ubicado en el noroeste de Alemania. Como no disponían de dinero para el pasaje en el vapor Wesser, fueron los mismos residentes los que contribuyeron a costearlo y muchos de ellos viajaron sin un documento. El Wesser era una nave de cien metros de eslora, que había sido botada en 1867. Allí se embarcaron 120 familias judías, un total de 828 personas.
El 14 de agosto de 1889 llegaron al puerto de Buenos Aires. Los lideraba el rabino Aaron Halevi Goldman, descripto en el sitio del museo que lleva su nombre como “el primer Rabino, Matarife y circuncidador (Mohel) en la República Argentina; pero también el primer hebraísta”. Lo único que traían de su lugar de origen eran los rollos de los Torá.
Vinieron con la esperanza de que los cobijaba la ley de inmigración, sancionada el 19 de octubre de 1876 durante la presidencia de Nicolás Avellaneda y por el impulso que el gobierno de Roca daba a la inmigración. A través de un argentino, aún estando en Europa habían adquirido tierras en Nueva Plata, en el actual partido de Pehuajó, en la provincia de Buenos Aires. Esta era una colonia agrícola fundada en 1888 por el periodista Rafael Hernández, el hermano menor del autor del Martín Fierro. Sin embargo, una vez en el país se enteraron que esas tierras no estaban disponibles, el trato se deshizo, el gobierno les devolvió el dinero y de buenas a primeras, se encontraron hacinados en el Hotel de Inmigrantes, en Retiro, sin conocer el idioma y sin tener dónde ir.
Un grupo de residentes judíos los conectó con Pedro Palacios, abogado de la Congregación Israelita, y dueño de grandes extensiones de tierra en la provincia de Santa Fe. Hacía allí irían.
La operación la hicieron con él. A cada familia se le vendió tierras a un precio muy superior en el mercado, a un promedio de 40 pesos la hectárea cuando la valuación oscilaba entre los 3 y 10 pesos. Las viviendas, herramientas, enseres y semillas que se les había prometido y que figuraban en los contratos firmados, nunca aparecieron.
De Buenos Aires fueron en barco a Rosario y de ahí en vagones de carga del Ferrocarril Central Argentino hasta una estación distante unos 18 kilómetros.
Encontraron el lugar desierto, y por meses debieron ocupar un viejo galpón de chapas de zinc y algunos vagones abandonados.
Apenas sobrevivieron, jaqueados por el hambre y por las enfermedades y cuando se declaró una epidemia de tifus, sesenta niños murieron. A esos judíos inmigrantes se los veía vagando pidiendo limosna y viviendo de la caridad de los obreros del ferrocarril. Muchos buscaron trabajo como peones en los poblados cercanos, otros fueron para las ciudades de Santa Fe o Buenos Aires y algunas pocas familias regresaron a Europa, de donde habían huido para salvar sus vidas.
Los gauchos judíos
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Hasta que pasó por el lugar Guillermo Loewenthal, un médico higienista que había sido contratado por el gobierno argentino para estudiar las condiciones sanitarias en el norte del país. Puso manos a la obra para mejorar las condiciones de vida de esos colonos que habían sido abandonados a la buena de Dios.
Elaboró un proyecto de emergencia para generar fuentes de trabajo las que, a partir de la dirección de una sociedad colonizadora, estableciera colonias con refugiados de judíos que escapaban de Europa, y en las que tuvieran prioridad los que habían venido en el Wesser. Para ello se puso en contacto con el Barón Maurice de Hirsch, fundador de la Jewish Colonization Association, una entidad filantrópica que ayudó a miles de judíos a establecerse en Argentina.
Para ello le compraron a Palacios las tierras que ocupaba Moisés Ville y ahí comenzó su verdadero desarrollo.
Cada familia recibió una quinta y una carpa con lona, postes de hierro, una vaca y herramientas para que pudieran trabajar la tierra. El asentamiento quedó bajo la administración de David Hurvitz.
No existió acta de fundación y el precario poblado se inició a fines de octubre. En diciembre cuando Palacios preguntó cómo llamarían a la colonia, el rabino respondió “Kiriath Moshé” que alguien tradujo a “Moisés Ville”, en homenaje al libertador que había sacado a los judíos de Egipto y los había conducido hacia la libertad.
Surgía así la primera colonia agrícola organizada en forma independiente. En “La Jerusalén argentina”, como se la dio en llamar, convivirían judíos, italianos y criollos.
Había todo por hacer. Pinjas Glasberg fue el que organizó un concejo municipal y ofició de juez de paz, anotando los nacimientos, casamientos y defunciones.
Era una sociedad donde el trabajo estaba perfectamente organizado, donde los hombres atendían las tareas del campo o el comercio, las mujeres se ocupaban de las tareas domésticas. El hospital fue fundado en 1897 y se mantenía con una cuota anual que los socios pagaban, los que les garantizaban atención médica gratuita y descuentos en los medicamentos. Por 1900 apareció una caja de préstamos y en la primera década del siglo veinte surgió la primera cooperativa.
Llevaría años para que el poblado se transformase en un centro urbano, administrativo, comercial y cultural de referencia de otros asentamientos situados en sus alrededores donde nacieron y trabajaron la tierra nuestros gauchos judíos.