Los de La Valle no eran una familia cualquiera. Venían de un linaje europeo de hombres que se lucieron en las cortes de España, ya desde los tiempos en que se luchaba contra los árabes. Con el correr del tiempo hubo descendientes que nacieron en América. El padre de Juan, Manuel José de La Valle llegó a Buenos Aires a principio de 1790 como representante legal de su hermano José Antonio, para encargarse del negocio de la compra de esclavos y de diversos productos. Cuando le echó el ojo a la veinteañera María Mercedes, el padre de la chica -de una reconocida familia local- se opuso porque desconocía quiénes eran los La Valle, y Manuel José debió recurrir a la justicia. Terminaron casándose el 15 de octubre de 1790. Tendrían 14 hijos. Al quinto, que nació el 17 de octubre de 1797, lo llamaron Juan Galo.
El joven Juan aún no había cumplido los 15 años cuando fue aceptado en agosto de 1812, con el aval de su padre, como cadete en el Regimiento de Granaderos a Caballo. En la solicitud que elevó escribió su apellido todo junto: Lavalle, quitándose el “de”, de reminiscencias españolas.
Para su desazón, no estuvo en San Lorenzo, el bautismo de fuego de su unidad. En diciembre de 1813 se lo ascendió a teniente de la segunda compañía del cuarto escuadrón. Hervía de indignación: no solo no había sido seleccionado para luchar en San Lorenzo, sino que tampoco fue enviado junto al grupo de granaderos como refuerzo del Ejército del Norte ni tampoco al litoral para terminar con las guerrillas artiguistas. Sabía que en la ciudad las malas lenguas rumoreaban que había quedado en los cuarteles del Retiro por cobarde o inepto. Tuvo su oportunidad cuando dos escuadrones de dicha unidad fueron enviados para sumarse al sitio de Montevideo, donde los españoles se habían hecho fuertes.
En medio del incesante fuego enemigo de cañoneo, bombas y granadas, su actitud temeraria motivó que fuera reconvenido en más de una oportunidad. La rendición de la plaza fue un duro trago para él, a pesar de la medalla de plata que se le otorgó “a los libertadores de Montevideo”. Es que no había tenido la chance del combate cara a cara.
Le tocó combatir en el litoral a las órdenes de Manuel Dorrego y ya entonces le causó mala impresión en esas luchas contra las fuerzas artiguistas, donde tomaba decisiones militares a su entender equivocadas.
Lavalle, que aún no había cumplido los 20 años, recuperó el entusiasmo cuando el regimiento fue movilizado a Mendoza para participar del cruce de los Andes, donde integró la vanguardia, al mando del brigadier Miguel Estanislao Soler. En Las Achupallas protagonizó la primera de sus memorables cargas de caballería al mando de 25 granaderos: pusieron en fuga a una treintena de españoles. “El valiente oficial Lavalle”, según consignó el parte; también formó parte del combate de Las Coimas, en el camino del valle de Putaendo contra una patrulla de reconocimiento enemiga. En la batalla de Chacabuco estuvo con las fuerzas de Soler, que debían acometer contra el flanco izquierdo realista. Luego de la victoria, en la que pudo tomar varios prisioneros, dijo “somos vencedores como valientes”. Fue promovido a capitán de la segunda compañía del cuarto escuadrón.
También se destacó en el combate de la Vega de Talcahuano y sufrió la vergüenza de tener que dar la espalda al enemigo en la sorpresa de Cancha Rayada. En Maipú, el cuarto escuadrón es el que estuvo a la cabeza del ataque y fue el que más prisioneros tomó, entre ellos al coronel Antonio Morgado. Este veterano de las guerras napoleónicas se sorprendió de la juventud del oficial, a quien ofreció su espada en señal de rendición, pero el argentino no se la aceptó.
Río Bamba
Pero en el ínterin, el joven Lavalle en septiembre de 1820 pisó tierra peruana y su primera misión fue la de participar de la toma de Pisco, en el combate de Nazca y en el ataque sorpresa en Jauja y en el Cerro de Pasco.
Dicen que en sus peores momentos, cuando lo tildaban de traidor o la propaganda rosista se ensañaba con él adjudicándole el mote de “asesino de Dorrego”, o si alguien osara deslizar su cobardía, Juan Lavalle se prendía en su brazo izquierdo el escudo bordado en oro que el gobierno del Perú había mandado a hacer para él y para sus valientes granaderos cuando en tierra ecuatoriana derrotaron en dos épicas cargas de caballería a fuerzas españoles mucho mayores en número. “El Perú al heroico valor en Río Bamba”, era lo que tenía bordado. Era una leyenda que encerraba una historia.
Lavalle tenía 24 años y estaba al frente de un escuadrón de 96 granaderos. Antonio José de Sucre era el comandante del ejército del sur. Con su ejército perseguía a los españoles y tejía pacientemente su estrategia de marchas y movimientos para poder derrotarlos definitivamente.
Los realistas estaban cerca del poblado de Río Bamba. Ese domingo 21 de abril de 1822 llovía persistentemente en la llanura de Tapi. Sucre seguía atentamente los movimientos del enemigo, que con tres escuadrones de caballería al mando del coronel Narciso López, protegía la infantería y cubría la retirada.
En esa instancia, evaluó que los hombres de Lavalle eran entonces la caballería más experimentada con la que contaba. También estaban los Dragones de Colombia, desmoralizados porque venían de ser derrotados, y por último los Cazadores a Caballo del Perú, que aún no contaban con la experiencia necesaria.
Le ordenaron que fuera a estudiar qué es lo que estaba haciendo el enemigo. Atravesó el pueblo y cuando con sus 96 granaderos alcanzaron una lomada, con el volcán Chimborazo -la montaña más alta de Ecuador- de mudo testigo, vieron a 420 húsares españoles formados en tres escuadrones de 120 hombres cada uno.
El argentino contempló que el enemigo se introducía en una suerte de desfiladero, para lo cual debía desarmar la formación que tenían. Sin pensarlo dos veces, comprendió que ése era el momento. Ordenó a sus hombres desenvainar sus sables, gritó “¡A degüello!” y arremetió con fiereza contra la caballería española.
Tal fue la sorpresa y el empuje que, “cuando vieron morir a cuchilladas tres o cuatro de sus más valientes”, describió Lavalle, los españoles retrocedieron hasta donde aguardaba la infantería, en completo desorden, dejando varios muertos. Lavalle, para evitar quedar a tiro de fusil, ordenó una retirada al trote.
Mientras tanto Sucre estaba convencido de que los españoles habían aniquilado a los granaderos y por eso decidió no mandar tropas para socorrerlo. “El comandante Lavalle ha querido perderse, que se pierda solo”, dijo. Sucre le respondió que si quería ir, que fuera. Ibarra lo hizo al frente de 50 Dragones de Colombia.
Llegaron justo al campo de batalla cuando la caballería española, herida en su orgullo, se había reagrupado y se dirigía a todo galope hacia los campos donde estaban los granaderos. Iba a su frente el general Tolrá. Lavalle, lejos de amilanarse, ordenó cargar en el centro de los cuatro escuadrones. “Era preciso ser insensible a la gloria para no haber dado una segunda carga”, admitió en el parte. La proporción eran cinco españoles contra un patriota.
Los argentinos, peleando como fieras, volvieron a derrotar a los realistas, quienes se retiraron. Dejaron en el campo 52 muertos, cuarenta heridos, armas y municiones. Entre los muertos hubo cuatro oficiales y 45 soldados. Los patriotas sufrieron la muerte del granadero Timoteo Aguilera y del sargento de Dragones Vicente Franco. Resultaron heridos el sargento Julio Vicente Vega y el soldado Pedro Lucero.
En su parte de guerra, Lavalle distinguió el desempeño del sargento mayor de granaderos Alejo Bruix, al teniente Francisco Olmos, a los sargentos Díaz y Vega y al granadero Lucero. Ese parte se lo mandó a José de San Martín.
Cuando Sucre se enteró, escribió que Lavalle “tuvo la elegante osadía de cargarlos y dispersarlos con una intrepidez del que habrá raros ejemplos”. Se refirió al “valor heroico” y a “una serenidad admirable”. Los españoles se retirarían y el 24 de mayo de ese año, al pie del volcán Pichincha, serían derrotados, se logró la liberación de Quito y su incorporación al territorio hasta entonces liberado.
Lavalle pasó a ser conocido como “el león de Rio Bamba”.
De regreso a Buenos Aires, participó en la guerra contra el Brasil. En una genial maniobra, simuló retirarse del campo de batalla y sorprendió a las fuerzas brasileñas que lo perseguían, dispersándolas. Paralelamente, el general Paz se lanzó sobre una división imperial y logró que la caballería enemiga huyese, aún cuando el militar cordobés perdiera la mitad de sus hombres por el fuego enemigo.
Fue Lavalle quien rescató el cuerpo de Federico de Brandsen, ordenó a sus soldados presentar armas en honor a tan valiente militar. Recogió su sable y su cartera, donde guardaba el diario de campaña de la segunda división.
Conspirador
Que Lavalle intentaba derrocarlo, fue una de las tantas advertencias que Dorrego desechó. Pero lo cierto era que la revolución era un secreto que todos conocían. El antiguo granadero -convertido en un fanático unitario- no estaba solo, sino que viejos compañeros de armas, como Soler, Alvear y Paz, también conspiraban.
Fácilmente derrotado, Dorrego fue traicionado por dos de sus oficiales y entregado a Lavalle que acampaba en Navarro. Presionado por el círculo de unitarios, ordenó fusilarlo. “La historia, señor ministro, juzgará imparcialmente si el señor Dorrego ha debido o no morir, y si al sacrificarlo a la tranquilidad de un pueblo enlutado por él, puedo haber estado poseído de otro sentimiento que el del bien público. Quiera el pueblo de Buenos Aires persuadirse que la muerte del coronel Dorrego es el mayor sacrificio que puedo hacer en su obsequio”.
El país cayó en un caos institucional de proporciones en el momento en que San Martín volvía de Europa con la idea de radicarse en su chacra en Mendoza. Hubo emisarios que le ofrecieron se hiciese cargo del gobierno. El Libertador no podía creer lo que su antiguo subordinado había hecho, a tal punto que no bajó del barco, volvió a Montevideo y de ahí nuevamente al viejo mundo para no regresar más.
Alejado del gobierno, Lavalle se exilió en la Banda Oriental. De ahí, en coordinación con los unitarios, armó una fuerza que tenía como objetivo invadir el litoral y unir fuerzas con las del general Paz. Era 1840 y sería su última campaña, que lo llevaría a la muerte. Terminó siendo perseguido hacia el norte por un ejército muy superior que lo buscaba para terminar con él. En septiembre de 1841 la derrota sufrida en Famaillá fue un adelanto del final.
Su muerte
El 8 de octubre se enteró de que sus enemigos habían enviado partidas a Salta y a Jujuy. Le insistieron rumbear directamente hacia la Quebrada de Humahuaca. En Jujuy, eligieron una casa para pasar la noche, que estaba en la calle Del Comercio a media cuadra de la iglesia de San Francisco. Contaba con tres patios, galerías y varias habitaciones.
Un centinela quedó en el portón de entrada. En las habitaciones del frente se alojaron Frías y Lacasa y en el patio los soldados. Luego de la sala había otra habitación, que fue la que ocupó Lavalle. Los caballos quedaron en el segundo patio.
En el amanecer del 9, el centinela sorprendió con un “quién vive” a una partida al mando del teniente coronel Fortunato Blanco. Eran cuatro tiradores y nueve lanceros. Al escuchar los gritos, el edecán Lacasa se asomó por la ventana. El jefe federal lo intimó a rendirse. Lacasa corrió hacia adentro gritando “¡Tiradores! ¡A las armas!”. Alertó a Lavalle de que los enemigos estaban frente a la casa. Cuando le dijeron que eran una veintena de paisanos, los tranquilizó. Mandó ensillar y se propuso abrirse paso.
Lavalle no imaginó que en la calle un piquete de soldados enemigos, pie a tierra, apuntaban hacia la puerta. Y cuando cruzaba el primer patio hacia la calle, se produjo una descarga de fusiles.
Dicen que fueron tres disparos contra la puerta, apuntando hacia la cerradura. Un proyectil que habría rebotado en el filo de la puerta o que tal vez entró por el agujero de la cerradura fue a dar a su garganta. Lavalle cayó al piso y trató de arrastrarse unos metros. Y quedó ahí.
Sus acompañantes fugaron por los fondos de la casa. José Bracho, su supuesto matador, entró a la casa, vio el cuerpo de Lavalle pero no lo reconoció. Volvió a salir para sumarse a buscar a los soldados que acampaban en las afueras.
En el patio quedó el cuerpo del general, con su cabello rubio, rizado, barba larga y canosa. Sus ojos azules estaban abiertos.
Sus soldados se propusieron rescatar su cuerpo. Le quitaron las botas, le taparon el rostro con un lienzo y lo subieron a un caballo, con la cabeza y los brazos colgando hacia un lado y las piernas al otro. Lo taparon con un poncho azul y se fueron del pueblo con el propósito de ir a Bolivia.
Al mando iba el puntano Pedernera, quien llegaría a ser vicepresidente de Santiago Derqui. Al cadáver lo subieron al tordillo de pelea de su jefe y lo cubrieron con la bandera argentina que las damas de Montevideo habían bordado y con la que Lavalle soñaba entrar triunfante en Buenos Aires.
En la tarde del día siguiente, por Tilcara, se detuvieron en Tumbaya, frente a la iglesia. Pensaron en dejarlo allí; los enemigos, que venían cerca, seguramente no se atreverían a profanar un cadáver dentro de una iglesia. Debieron seguir viaje porque el párroco José Antonio Durán y Rojas los quiso delatar.
El general Oribe mandó una partida a perseguirlos. Quería el cadáver para hacerse del trofeo más preciado, su cabeza.
El 11 llegaron a Humahuaca y enfrentaron a una partida federal. En Volcán, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Jujuy, el cadáver estaba en avanzado estado de descomposición.
Se propuso llevar solamente la cabeza, y uno de los integrantes de la partida, el coronel de origen francés Alejandro Danel lo descarnó. Pidió un cuero y salmuera, y solo con su cuchillo emprendió la tarea. Fue a orillas del arroyo Huancalera y mientras separaba carne y vísceras, el cabo Segundo Luna lavaba los huesos que acomodó en una caja con arena fina. Pedernera conservó la bala que le provocó la muerte. La cabeza fue envuelta en un pañuelo blanco y su corazón fue puesto en un frasco con aguardiente. Los restos fueron envueltos en el cuero y los sepultaron cerca de la capilla. El 16 pasaron por La Quiaca y el 17 cruzaron la frontera.
Ese día Lavalle, el león de Río Bamba y el fusilador de Dorrego, hubiese cumplido 44 años.