Gregorio Aráoz de Lamadrid estaba furioso porque Facundo Quiroga había logrado escapar. El jueves 25 de febrero de 1830 el ejército unitario había aplastado a los federales a orillas de la laguna de Oncativo, y el jefe unitario había ofrecido una recompensa para capturar vivo al riojano para llevárselo a su jefe. Tan colérico estaba que mandó lancear, sin más, a dos soldados que eran escoltas del general derrotado.
Cuando escuchó a un soldado alertar que “¡Aquí está el fraile Aldao!”, Lamadrid ordenó capturarlo vivo. Aldao fue quien les dijo que “ese que iba a mi lado con el caballo cansado, ese era Quiroga”.
Fue uno de los 700 prisioneros hechos en esa jornada. El general José María Paz, quien no ocultaba su satisfacción ni su desprecio por Aldao, luego de decirle algunas palabras de ocasión, lo dejó en manos del coronel Hilarión Plaza, quien ordenó despojarlo de sus pertenencias y de sus ropas. Semidesnudo, atado y montado en un burro, lo hicieron entrar a la ciudad de Córdoba, mientras la gente le hacía sentir su repudio.
José Félix Aldao había nacido en Mendoza el 11 de octubre de 1785 y quizá más por imposición familiar que por vocación entró a la orden de los dominicos y luego se doctoró en la Universidad de Chile.
Junto a sus hermanos José y Francisco se incorporó al Ejército de los Andes. José Félix lo hizo como capellán, auxiliando espiritualmente a los soldados en el campo de batalla hasta que en el combate de Guardia Vieja cambió su vocación. Ese 4 de febrero de 1817, cuando un batallón se trabó en lucha con un centenar de españoles, dejó el crucifijo, tomó las armas y peleó como uno más. Y lo hizo con tal determinación que Las Heras lo recomendó a San Martín, quien lo nombró teniente de Granaderos. Ya como soldado participó de las acciones en Chile y luego en Perú, donde se le encomendó la guerra de guerrillas y sublevar a las poblaciones indígenas, con tal éxito que fue ascendido a teniente coronel.
Cuando San Martín se retiró luego del encuentro con Simón Bolívar en Guayaquil, Aldao hizo lo propio y luego de vivir un tiempo en Lima, regresó a Mendoza donde prosperó como viñatero en su campo “La Chimba”, cercano a Las Heras.
De nuevo en el ejército, en 1828 quedó encargado de la defensa de la frontera con el indio, delimitada por los fortines de San Carlos, Aguanda, San Juan y San Rafael, y logró mantener a raya las incursiones indígenas, y frenó las tropelías de los temibles hermanos Pincheira, un grupo de cuatreros que tuvo en vilo la región por aquellos años.
Facundo Quiroga influyó para que se uniese a la causa federal. Aldao armó una compañía de Caballería de la República hasta que debió dejar la provincia para ponerse a las órdenes del riojano, cuando se conoció el fusilamiento de Manuel Dorrego.
En el combate de La Tablada, donde los federales fueron derrotados, terminó herido y en el del Pilar, el 22 de septiembre de 1829, desató su furia cuando su hermano Francisco, a quien había enviado como parlamentario, terminó muerto. Luego de derrotar a las fuerzas unitarias, mandó ejecutar a los prisioneros y a los que habían logrado dispersarse. Allí encontraría una muerte horrible Francisco Laprida, quien había sido congresista en Tucumán, mientras que el joven Domingo F. Sarmiento y su padre lograron salvar milagrosamente sus vidas.
Aldao tomó el poder de Mendoza, su provincia y luego sobrevendría Oncativo, donde fue hecho prisionero. Cuando el General Paz fue capturado en mayo de 1831 por las fuerzas del gobernador de Santa Fe Estanislao López, su suerte cambió. Por un tiempo, los unitarios lo mantuvieron como rehén y luego fue liberado.
Fue comandante general en su provincia y participó de la campaña contra el indio planeada por Juan Manuel de Rosas. Comandó la columna que partió de Mendoza, y logró recuperar gran número de cautivos y de hacienda.
Cuando surgió la Liga del Norte, formada por Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja y Córdoba, fueron sus esfuerzos junto a los de Felipe Ibarra los que impidieron que esa coalición se hiciera fuerte en Cuyo y en Santiago del Estero.
Continuó luchando contra los unitarios con suerte diversa. Había quedado en el recuerdo sus inicios como dominico, y se alteraba cuando sus enemigos aludían a él como “el fraile Aldao” o “el cachudo Aldao”. Era un mujeriego empedernido, tuvo muchas parejas con las que convivió y se dice que tuvo, por lo menos, una docena de hijos. A poco de tomar los hábitos había sido padre de Regina, fruto de un romance con Concepción Pose del Castillo. En Perú convivió con Manuela Zárate y ya cuando se hizo nombrar gobernador en 1841, vivía con dos mujeres.
Como gobernante, trascendió su medida más insólita. Dedicado a perseguir a los unitarios, los declaró privados de todo derecho, porque “han manifestado estos últimos un desquicio completo en su cabeza” y hasta instruyó al jefe de policía a buscar una vivienda del Estado para encerrar a los más fanáticos. Para él, eran dementes.
Más allá de eso, fundó una escuela de primeras letras, la cátedra de Gramática y la de Filosofía y Derecho Civil; como una medida de salubridad, impulsó levantar un cementerio fuera de la ciudad, y dejar de enterrar a los muertos en los cementerios de las iglesias.
Hizo reparar los diques dedicados al sembradío, prohibió la caza del guanaco, reglamentó la molienda de granos, saneó la administración provincial, reactivó la actividad agrícola, reglamentó el sistema de aguas, se ocupó de la administración de justicia, logros que hicieron que en junio de 1844 fuera reelecto por la legislatura provincial. Pero ya estaba seriamente enfermo de un tumor en la frente que le impidió concurrir al recinto a prestar el juramento.
Una larga agonía
A principios de 1844, sobre su frente, arriba del ojo derecho, le asomó un grano, que Cayetano Garviso, médico español radicado en Mendoza, trató con ungüentos, cataplasmas y presionándolo con los dedos. Rápidamente, ese grano tomó la dimensión de un huevo de gallina y Aldao, desesperado, le pidió ayuda al propio Rosas, luego de una frustrada operación que le hizo Garviso. Rosas le mandó a su cuñado, el médico y profesor Miguel Rivera.
Aldao comenzaría una lenta agonía que lo llevaría a la muerte. Rivera, que había llegado en julio de 1844, vivió en su casa y lo asistió permanentemente. Encontró que su paciente sufría de insomnios por los dolores de cabeza, con el espíritu abatido y con arranques de ira, complicados por la mujer que convivía con él, también de fuerte carácter y que rápidamente se enfrentó al médico. Comenzó a aplicarle diversos medicamentos y lo sometió a una dieta, que no hizo más que debilitarlo. Aldao le tomó extrema confianza a Rivera, y Garviso terminó desplazado.
Se acordó con el paciente hacerle una operación para extirpar lo que el médico describió como un tumor fungoso fibrocelular del pericráneo. Lo operó y removió todo el tumor y Rivera destacó que Aldao la soportó sin mover su cabeza y sin quejarse. Cuando todo parecía encaminarse, el tumor volvió a aparecer y el paciente comenzó a debilitarse. Le armaron una mesa de juegos junto a su cama y diariamente sus amigos iban a distraerlo, visitas que se fueron espaciando con el correr de las semanas.
En diciembre, manifestó su deseo de reconciliarse con Dios y que prometía dedicar su vida a la religión si se curaba. Para ello convocaron a fray Rodríguez, un padre dominico quien, lejos de consolarlo, había usado “un tono aterrador” que luego suavizó. Se armó un altar en la casa, donde se rezaba misa todos los días. Aldao lucía colgado de su cuello un escapulario y a fines de diciembre comenzó a arreglar su testamento y pidió ser enterrado con el hábito de los dominicos y con su uniforme e insignias de brigadier, gobernador y capitán general, y recomendó que su entierro fuera modesto.
El tumor ya había tomado parte de su frente, la nariz y el ojo derecho. El 8 de enero de 1845 había delegado el mando en su ministro De la Cuesta. El 19 amaneció muy débil, al mediodía ya no podía hablar y a las seis y media de la tarde falleció. Al día siguiente lo sepultaron en la iglesia matriz, delante del Altar de las Animas.
Pobre Aldao, ni flores para su tumba. El violento terremoto del 20 de marzo de 1861 que destruyó la ciudad de Mendoza casi por completo, hizo que sus restos desaparecieran, aunque perviven el recuerdo de ese fraile mujeriego e irascible que había declarado locos a sus enemigos unitarios.