En el hospital de Mesina se atendieron a muchos de los heridos de una increíble batalla naval, una de las últimas en las que se enfrentarían galeras y galeazas impulsadas a remo. En uno de los camastros luchaba por su vida un joven de 24 años, Miguel de Cervantes Saavedra. Había recibido dos arbabuzazos, uno en el pecho y otro en el brazo izquierdo, el que le quedaría inutilizado para siempre. Por esa discapacidad, al futuro autor de El Quijote de la Mancha se lo conocería como “el manco de Lepanto”.
Era hijo de hidalgos pobres. El papá Rodrigo era médico y cirujano y su mamá se llamaba Leonor de Cortinas. De muy joven había estudiado humanidades con Juan López de Hoyos, quien le hizo descubrir su inclinación por la poesía.
Al momento de la batalla en cuestión, era un soldado inexperto. Se había enrolado en el tercio del maestre de campo Miguel de Moncada. En Lepanto le cupo una de las tareas más peligrosas: la de proteger a los arcabuceros y arrojar bombas incendiarias a los barcos enemigos. El capitán le había ordenado dejar la cubierta por estar enfermo de fiebre, pero no quiso dejar su puesto.
El origen del conflicto
La Serenísima República de Venecia fue la que había dado la voz de alarma. Era una ciudad estado, que otrora había sido una potencia que dominó el comercio en el Mediterráneo, pero que a partir de la expansión de España a América, de Portugal a África y especialmente la toma de Constantinopla en 1453 por parte de los turcos, habían marcado su decadencia económica.
Luego de un durísimo asedio, los turcos se habían apoderado en mayo de 1571 de la isla de Chipre, en poder de los venecianos, y éstos dieron la voz a Pío V, quien desde hacía cinco años era Papa. Ante la seria amenaza del imperio otomano sobre las costas españolas e italianas, más su expansión sobre Hungría -llegó a las puertas de Viena- tuvo la idea de armar una confederación de estados cristianos para echar a los turcos del Mar Mediterráneo, pero su predicamento no surtió el efecto deseado.
El único que se interesó fue Felipe II, rey de España quien, consciente del peligro que encerraba la expansión del Imperio Otomano sobre Europa, mandó a la Santa Sede a sus negociadores para lo que sería la conformación de la llamada Liga Santa. Porque al monarca le preocupaba dejar en claro qué aportaría cada Estado que se involucraría, quien estaría al frente de la armada que se crearía y, además, cómo se repartiría el botín obtenido.
España sería la principal fuente de financiamiento y Venecia aportaría barcos y el know how de sus experimentadísimos marinos, que conocían al Mediterráneo como la palma de sus manos.
Por más que los venecianos intentaron presionar para poner a uno de los suyos en el mando de la armada, España se impuso ya que fue el principal aportante de hombres y naves, y el que terminó aportando menos tanto en hombres como en naves fue el Sumo Pontífice. Juan de Austria, hijo ilegítimo de Carlos I y hermano por parte de padre de Felipe II, tendría el mando supremo, mientras que el príncipe y almirante italiano Marco Antonio Colonna comandó las galeras pontificias y Sebastiano Veniero, administrador del gobierno de la República de Venecia y procurador, se ocupó del mando de las naves venecianas.
Los más apurados eran los venecianos, quienes al momento de discutirse la alianza, Chipre aún no había caído al asedio turco. Y cuando la isla finalmente sucumbió, intentó negociar una paz con los turcos a espaldas de sus socios, lo que hizo tambalear a la Liga Santa. Pero esas conversaciones fracasaron y el Papa calmó a los españoles, que acusaban de traidores a los venecianos.
Se lograron juntar cerca de 300 barcos, cincuenta mil soldados de a pie, 4.500 jinetes, además de los miles de hombres que estarían dedicados a operar los remos de las naves. El plan indicaba que todos debían concentrarse en Messina, en el nordeste de la isla de Sicilia.
Del otro bando, también se preparaban. Los otomanos, además de las galeras propias, engrosaron la flota con naves argelinas y alejandrinas, y llegaron a reunir un poco más de 300 naves y 60 mil hombres. La flota estaba al mando de Alí Bajá, también llamado Alí Pashá, quien abordó la galera Sultana, que exhibía un gran estandarte verde, conocida como la “Bandera de los Califas”, que llevaba bordados en oro versículos del Corán. La bandera de la Liga Santa era en seda azul, y ostentaba un crucifijo y los escudos de España, del Papa y de Juan de Austria.
La batalla
Navegaron en búsqueda de la flota de la Liga Santa, que había zarpado el 16 de septiembre y que a fin de mes se reunieron en Corfú, una isla griega situada en el Mar Jónico. Allí se enteraron de que Chipre estaba definitivamente en manos turcas. Había que pararlos antes de que fuera demasiado tarde.
En las primeras horas del 7 de octubre, ambas flotas se encontraron en el golfo de Lepanto, una ciudad al este de Grecia que desde 1407 estaba en poder de Venecia, que la había fortificado y a la que había bautizado Lepanto.
Hubo indecisión en ambos bandos porque los vientos favorecían a unos y a otros alternativamente y tuvieron mucho trabajo los galeotes, los encargados de remar, a los que para animarlos se les había dado previamente comida y vino. En caso de necesitarlos, se los armaría para que se sumasen a la lucha, cosa que no podrían hacer los turcos, porque los galeotes eran esclavos cristianos.
La disposición de la flota europea fue en tres cuerpos en línea, con una reserva que se mantuvo en retaguardia, mientras que los turcos presentaron batalla en una suerte de medialuna.
El combate, que duró varias horas, comenzó cerca del mediodía con un duelo de artillería, en la que la Liga Santa tuvo las de ganar. Los arcabuceros españoles debieron protegerse de la puntería de los arqueros musulmanes y fue incesante los disparos de armas de fuego de distinto calibre, bombas incendiarias -el famoso fuego griego- y la lluvia de todo tipo de proyectiles.
Cuando las naves se entremezclaron, y las de mayor porte embistieron a las enemigas, fue el momento del combate cuerpo a cuerpo.
La moral de los otomanos decayó cuando su jefe máximo, Alí Bajá murió de un disparo de mosquete en la cabeza, la que el enemigo cortó y exhibió en una pica. Precisamente su oponente, el noble veneciano Agostino Barbarigo también murió cuando una flecha atravesó su ojo derecho.
Al concluir la lucha, la alianza se había apoderado de la mitad de los barcos turcos, que tuvieron 25 mil muertos, mientras que la Liga Santa perdió a ocho mil hombres. Algunos barcos turcos lograron escapar.
La noticia de la victoria desencadenó festejos en toda Europa y Juan de Austria apareció en España como el héroe del momento.
Pero no todo fue alegría. Los Estados de la Liga Santa se separaron y Venecia terminó negociando con el imperio otomano. Aceptó ceder Chipre con la condición de mantener sus otras posesiones y poder navegar libremente por el Mediterráneo.
Miguel de Cervantes se recuperó y se mantuvo en el ejército, donde estuvo en Nápoles, Túnez y Palermo. Cuando en 1575 regresaba a España en la galera Sol, cayó en poder de corsarios argelinos. Estuvo cautivo cinco años hasta que su familia y el trinitario Juan Gil reunieron el rescate. Después se casaría y se dedicaría a las letras y al teatro, y publicaría en 1605 la primera parte del “Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha” y la segunda en 1615. Falleció el 23 de abril del año siguiente muy lejos de ese golfo donde peleó contra los turcos y que como recuerdo le quedó un brazo inútil y un apodo que lo haría conocido.