Los Avellaneda, entre el espanto y la amargura: un padre degollado y un hijo presidente que prefería olvidar su gobierno

De niño, Nicolás huyó a Bolivia junto a su madre y cuatro hermanos luego de que su padre, Marco Avellaneda, fuera ejecutado después de la derrota de Lavalle en Famaillá. Con los años se convirtió en el presidente más joven de nuestra historia. Tuvo como enemigo a Mitre y envió a Julio Argentino Roca a combatir a los indígenas. Su muerte en alta mar

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Marco Manuel Avellaneda, decapitado luego de la derrota de las tropas de Lavalle en Famaillá por orden de Manuel Oribe
Marco Manuel Avellaneda, decapitado luego de la derrota de las tropas de Lavalle en Famaillá por orden de Manuel Oribe

Nicolás Remigio Aurelio Avellaneda (1837-1885) cumplió cinco años el día que mataron a su padre. El 3 de octubre de 1841, Marco Manuel Avellaneda era degollado en Metán por orden del general Manuel Oribe, pocas semanas después que las tropas de la Liga del Norte, lideradas por Juan Lavalle, fuesen derrotadas en la batalla de Famaillá.

Dolores Silva-Zavaleta de Avellaneda decidió poner a salvo a su familia huyendo a Bolivia. Hacia Tupiza partió con sus cinco niños: Nicolas, el mayor, quien con el tiempo sería el más joven de los presidentes argentinos; Marco, futuro senador de la provincia de Tucumán; Manuel; Eudoro, quien fue diputado por su provincia; y una beba recién nacida, Isabel Juliana, quien murió en la travesía, acrecentando el dolor de esa madre y viuda perseguida por la desgracia.

En Tupiza, rápidamente se integraron a los exiliados argentinos opositores al rosismo, integrada por figuras como el exgobernador Frías, el doctor Colombres –que llegaría a obispo– y el padre Córdoba, docente de Nicolás.

También se refugió en Tupiza la familia de Diego Wilde, cuyo hijo Eduardo, futuro médico y estadista, describiría su infancia en el destierro, donde los niños jugaban a la rayuela, armaban ejércitos con huesos de cordero y asistían fascinados a ver los camellos que un enigmático noble criaba a las afueras de la ciudad.

Esta comunidad de desterrados estaba unida por el pensamiento contrafáctico de lo que hubiese pasado si… si Lamadrid hubiera vencido a Quiroga, Lavalle a Oribe, Vilela a Pacheco, Avellaneda a Maza…. de no haber sido derrotados en Quebracho Herrado, en San Cala o en Famaillá .... Nada de eso tenía remedio, pero oficiaba de consuelo en esas horas de desesperanza.

Así pasaron 5 años hasta que los Avellaneda volvieron a Tucumán, donde la familia vivió en casa de su abuelo Silva (hoy convertida en museo), devastada durante la ocupación de las tropas federales. En esa casa había morado el general Oribe con su estado mayor durante la ocupación. Una curiosa paradoja, una burla del destino: en su hogar habían vivido los asesinos de su padre.

Nicolás Avellaneda
Nicolás Avellaneda

En 1850, Nicolas partió rumbo a Córdoba con los hermanos Paz, Manuel Zavaleta y Agustín Molina a educarse en su Universidad. Nicolas se recibió de abogado, obtuvo el doctorado en Buenos Aires, y con el tiempo sería ministro del presidente Sarmiento (a quien asistió en su cruzada educativa), senador, presidente de la República y, por último, rector de la Universidad de Buenos Aires. De todos los puestos a los que accedió, solo quería ser recordado por su función en la alta casa de estudios, porque su primera magistratura estuvo signada por los sinsabores de ejercer el poder en un país desbastado por las guerras y los rencores.

Avellaneda fue, como proclamó Domingo Sarmiento, el primer presidente argentino que desconocía el uso de las armas. Hasta entonces, todos sus predecesores habían sido formados como militares (aún al mismo Sarmiento le fue concedido el grado de general).

La presidencia de Avellaneda estuvo marcada por las revoluciones. Comenzó con la de 1874, por la rebeldía del general Mitre, quien acusó de fraudulentas a las elecciones que consagraron presidente a Avellaneda y finalizó su mandato con la revolución del 80, que lo obligó a fijar la residencia del Poder Ejecutivo en la entonces ciudad de Belgrano.

En el ínterin, debió afrontar la eterna problemática de la deuda externa argentina, viéndose obligado a declarar que “gobernaría sobre el hambre y la sed de los argentinos”. La prensa en general le fue hostil (lo llamaban “Taquitos” por las botas que usaba para aparentar ser más alto), el mitrismo ejercía una férrea oposición, a pesar que Avellaneda hacía todo lo posible para que reinase la armonía. Hasta la repatriación de los restos del general San Martín tenían el fin no tan secreto de reconciliarse con Mitre, autor de la biografía del Padre de la Patria escrita durante su reclusión por la revolución del 74.

Su ministro de guerra, Adolfo Alsina, ordenó cavar la franja que llevó su nombre a fin de contener el avance de la indiada que destruyó pueblos vecinos a la ciudad de Buenos Aires. A la inesperada muerte de Alsina, Avellaneda designó a su co provinciano, el general Julio Argentino Roca, quien cambió la política defensiva por una campaña agresiva para conquistar lo que entonces llamaban el desierto. La repartición de las tierras incorporadas a la nación también se convirtió en un problema para su gobierno.

Por todo esto, no resulta tan extraño que Avellaneda prefiriese olvidar los sinsabores de su pasaje por la administración pública.

Su vida parecía signada por la espantosa ejecución de su padre, Marco Avellaneda, acusado de haber colaborado con el asesinato del gobernador Alejandro Heredia y de haber promovido el alzamiento contra Rosas de la llamada Liga del Norte. Por tal razón, cuando huía después de la desastrosa campaña de Lavalle, fue traicionado y entregado a las huestes de Oribe, quien designó al coronel Mariano Maza para juzgar sumariamente a Avellaneda y encargarse de su ejecución.

No fue azarosa la designación de Mariano Maza, sobrino de Manuel Vicente Maza y primo de Ramón Maza, acusados ambos de encabezar una revolución contra el Restaurador. Mariano Maza debía ostentar un exacerbado fervor rosista a fin de no ser acusado de traidor a la causa. De allí su empecinamiento con todos los prisioneros, y especialmente con Marco Avellaneda, a quien ordenó degollar con un cuchillo mellado para prolongar su agonía. No contento con esta crueldad, permitió que la soldadesca profanase el cuerpo del caído, haciendo maneas con su piel y clavando la cabeza cercenada en una pica ubicada frente a la catedral de Tucumán.

El presidente Nicolás Avellaneda, el flamante ministro Julio A. Roca y su antecesor, Adolfo Alsina. Tres de los actores claves en lo que se llamó la conquista del desierto y la guerra contra el indio
El presidente Nicolás Avellaneda, el flamante ministro Julio A. Roca y su antecesor, Adolfo Alsina. Tres de los actores claves en lo que se llamó la conquista del desierto y la guerra contra el indio

Esta cabeza fue robada una noche por la señora Fortunata García de García para evitar la ignominiosa exhibición de quien sería llamado de allí en más “el Mártir de Metán”. Fue ella quien le entregó a Nicolás el macabro recuerdo que ordenó enterrar en el cementerio de la Recoleta, bajo un monumento que proclamaba a Marco Avellaneda víctima de “los seides de Rosas” (neologismo basado en el nombre de un sirviente de Mahoma llamado Said o Zayd –al Habib– evocado en una obra de Voltaire).

Nicolás Avellaneda no tenía un claro recuerdo de su padre; es más, conoció sus rasgos por un retrato pintado por el padre de Carlos Pellegrini. Sin embargo, se dice que llegó a conocer al asesino de su padre, al coronel Maza, refugiado en Uruguay después de Caseros y convertido en yerno de Manuel Oribe, su antiguo jefe. El coronel Maza se desempeñó como edecán del presidente Latorre.

En un viaje que Avellaneda realizó a Montevideo, durante una función en el teatro Solís vio de lejos a Maza. Ambos se contemplaron a la distancia y no se cruzaron ni una palabra, pero los dos sabían quién era el otro.

Concluida su presidencia, Avellaneda fue víctima de una insuficiencia renal (que entonces llamaban enfermedad de Bright). Partió hacia Francia a fin de buscar un tratamiento para su mal. Los pronósticos de los médicos fueron ominosos, no había nada que hacer. Después de permanecer tres meses en París, volvió desahuciado a Buenos Aires con el deseo de morir en su patria, deseo que no pudo ser cumplido ya que falleció en alta mar el 25 de noviembre de 1885.

Nicolás Avellaneda no solo fue el presidente más joven de los argentinos, sino el que falleció a más temprana edad, a poco de cumplir 48 años.

Como el mismo Avellaneda dijo refiriéndose a su historia de vida: “El infortunio hace precoces a los hombres”.

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