Recién se acostumbraba a la sorpresa de su nombramiento en la Primera Junta de Gobierno como vocal ad honorem por decisión propia cuando lo pusieron al mando de una expedición militar al Paraguay. Su gobernador Bernardo Velazco había resuelto reconocer al Consejo de Regencia de España y había que disciplinarlo en la línea de la revolución. Velazco era un veterano de la campaña del Rosellón contra Napoleón Bonaparte y además se había destacado durante las invasiones inglesas.
En sus memorias, Manuel Belgrano, de entonces 40 años, confesó que a pesar de que tenía acotados conocimientos militares, prefería mantenerse activo y alejarse del entretejido de un gobierno en el que cada día más se notaban las diferencias entre morenistas y saavedristas.
La misión era sencilla: según informes que se habían recibido de un tal coronel Espínola, Velasco perseguía a los partidarios de la revolución, y que unos 200 hombres alcanzarían para disciplinarlo.
Sus instrucciones eran las de poner en “evidencia y tranquilidad” a la intendencia del Paraguay. Debía remover a los funcionarios y a los miembros del Cabildo y, en caso de encontrar resistencia, usar la fuerza y las ejecuciones.
Cuando se aprestaba a partir, enfermó y debió aplazar la operación. Aún sin recuperarse del todo, inició la marcha.
Un ejército de apuro
Los hombres que comandó, sacados de los regimientos de granaderos y pardos, estaban mal armados, con carabinas que a los tres tiros quedaban inutilizadas. También epoco entrenados y peor vestidos. En el camino se incorporarían algunos veteranos y voluntarios, como los 200 de San Nicolás. También contó con efectivos de la Caballería de la Patria, de una compañía de Blandengues de Santa Fe y las milicias de Paraná. Llevaba cuatro cañones y otros tantos debió devolver a Buenos Aires por inutilizables.
En el trayecto al Paraguay, hizo de todo. En Santa Fe fustigó al cabildo por la escasa asistencia de los niños a la escuela, que la patria necesitaba de ciudadanos instruidos y que se debía presionar a los padres para que los mandasen a estudiar. Se ocupó en colaborar en la campaña de vacunación contra la viruela y hasta criticó la costumbre de enterrar a los muertos dentro de las iglesias.
El 16 de noviembre de 1810 fundó Curuzú Cuatiá - dispuso que el dinero de la venta de los solares fuera a la creación de escuelas- y organizó el pueblo de Mandisoví.
Alertó al gobierno que una fuerza naval había partido de Montevideo y temió que quedasen a sus espaldas, ya que tuvo noticias de que habían desembarcado en el Arroyo de la China, hoy Concepción del Uruguay. De Buenos Aires le indicaron continuar hacia el norte.
A poco de marchar, comenzaron las deserciones. Cuando se capturó a los dos primeros se los fusiló, para dar un ejemplo.
El desarrollo de la misión fue difícil: el ganado para alimentarse era escaso y flaco, contaban con pocos caballos y algunos de ellos debieron arrastrar la artillería. Por días soportaron fuertes lluvias y no contaban con tiendas de campaña.
El 26 de noviembre llegó al pueblo de Concepción, donde los pobladores quisieron conocerlo. Algunos se ofrecieron como voluntarios y Belgrano accedió a aceptar a Pedro Ríos, un niño de 12 años, luego de la insistencia del padre del chico. ”El tambor de Tacuarí” moriría de dos tiros en el pecho en ese combate, asistiendo al capitán Celestino Vidal, que tenía problemas en la vista.
Paraguary
Desde la estancia de Santa María de la Candelaria, envió a Ignacio Warnes con oficios al gobernador Velazco, al cabildo y al obispo, donde los invitaba a una conciliación y evitar el derramamiento de sangre. Warnes fue tratado de la peor manera: lo encerraron engrillado, le robaron todo lo que traía y lo amenazaron varias veces con matarlo. Los paraguayos se prepararon para resistir y en diciembre se declararon las hostilidades.
Belgrano tuvo la primera victoria en Campichuelo, cuando cruzaron el río Paraná con botes que habían construido con ayuda de lugareños y dispersaron a paraguayos que estaban en la otra orilla. Pero Velazco, que contaba con un ejército superior, sabía lo que hacía. Pretendía que Belgrano se alejase de su base de operaciones y que lidiase con un enemigo que no conocía, el terreno agreste.
Belgrano continuó su marcha y, según consigna en sus memorias, no encontró entre los lugareños una cerrada adhesión a los ideales de la Revolución de Mayo.
A 18 leguas de Asunción había un antiguo colegio de los jesuitas: en Paraguary, Velazco ubicó a su ejército a fin de defender el camino hacia la capital, y en la capilla montó su cuartel general.
Belgrano no podía retroceder para evitar la desmoralización de la tropa, que ascendía a 460 soldados, y dio batalla a un ejército enemigo de 2000 hombres al que veía perfectamente formado. En la noche del 17, Belgrano desde su cuartel en Cerro Porteño, donde se estableció el 16 de enero de 1811, les hizo llegar proclamas patrióticas con el fin de que algunos paraguayos se pasasen a sus filas. Pero no surtió efecto.
En un comienzo la arremetida patriota confundió a los paraguayos, guarnecidos en el monte, protegidos por 16 piezas de artillería, 800 fusiles y el resto con lanzas y espadas, mientras su caballería estaba a sus flancos.
La infantería enemiga retrocedió y así se capturaron los carros de municiones. Los hombres entraron a Paraguary y, siempre según el relato de Belgrano, se entretuvieron con el saqueo, descuidando el hecho de que la pelea no había terminado. En el interín, el oficial Ramón Espínola se dirigió resuelto a la capilla para capturar al propio Velazco pero fue atacado entre varios, terminó decapitado y su cabeza exhibida como trofeo.
Cuando regresaban al campamento con las municiones, fueron interceptados por los paraguayos y escaparon abandonando con lo que habían capturado. Esa avanzada patriota quedó resistiendo, acorralada.
Los paraguayos tenían en la mira el cuartel de Belgrano, donde se guardaban las municiones. “Vamos al campamento de los porteños”, escuchó Belgrano, pero fueron rechazados.
En esa acción, las fuerzas patriotas habían sido vencidas y entre muertos, heridos y prisioneros había perdido la quinta parte de sus hombres.
“Por el camino que trajimos” regresó Belgrano, sin ser perseguido por el enemigo y acampar en la orilla este del río Tacuarí, en la esperanza de esperar refuerzos.
De Buenos Aires le llegó la orden de apurar la expedición por los refuerzos que había recibido Montevideo, y lo sorprendió recibir los despachos de brigadier. Mientras marchaba, debió tomar previsiones porque el enemigo le seguía los pasos de cerca. Las deserciones continuaban.
Durante el tiempo que permaneció allí, se ocupó de la administración de las antiguas misiones y les hizo saber a los naturales del lugar que venía a devolverles su libertad, propiedad y seguridad y dictó un reglamento que no tenía nada que ver con las injusticias del sistema jesuítico, en los que consignó que “se ha abusado de los desgraciados naturales, manteniéndolos bajo un yugo de hierro, tratándolos peor que a las bestias, hasta llevarlos al sepulcro entre los horrores de la miseria”.
Tacuarí
En Tacuarí, recibió un feroz ataque paraguayo por tres puntos tanto por fuerzas terrestres como navales. Los hombres de Belgrano se defendieron como pudieron y cuando ya había perdido la mitad de su ejército, recibió a un parlamentario paraguayo, quien le intimaba rendición, caso contrario tanto él como sus hombres serían pasados a cuchillo.
Belgrano le respondió: “He contestado ya que las armas no se rinden en nuestras manos; dígale usted a su jefe que avance a quitarlas cuando guste”.
El combate que se reinició sorprendió a los paraguayos con el entusiasmo de la gente de Belgrano y forzó a acordar un armisticio con Cabañas, el general enemigo.
<b>Derrota militar, victoria diplomática</b>
Belgrano convenció a los paraguayos de que no había ido a hostilizarlos, sino a auxiliarlos y que evacuaría el territorio, cruzando el Paraná. Derrotado en las armas, intentó ganarse a los paraguayos por la diplomacia.
En la mañana del 10 de marzo inició la retirada. Sus 300 hombres desfilaron en columna de honor entre dos filas de los 2500 paraguayos. Se abrazó con Cabañas. Belgrano le entregó 70 onzas de oro para repartir entre las viudas y huérfanos de los paraguayos muertos y también le regaló su reloj. Belgrano relató a los paraguayos la situación política en Buenos Aires, las motivaciones de la revolución y la conveniencia de que los pueblos del interior adhiriesen a ella. De pronto, su figura ejerció un sorprendente magnetismo entre los oficiales paraguayos, y todos quisieron conocerlo y hablar con él.
El gobernador Velazco, enterado de este operativo seducción, intentó ir al campamento para neutralizar las conversaciones, pero nada pudo hacer. A fines de marzo, el ejército patriota llegó a la Candelaria, y se dio por terminada la campaña.
Fue el bautismo de Belgrano como jefe militar, y le había puesto el pecho a la apresurada decisión de la Junta de enviarlo a una expedición sin la preparación suficiente para formar un ejército como la gente.
Pero su acción rindió sus frutos. Dos meses después el gobernador Velazco fue destituido y el Paraguay se declaró independiente, perdiendo los españoles un valioso enclave.
Sin embargo, en Buenos Aires soplaban nuevos vientos. Moreno había sido desplazado, y los saavedristas tomaron el timón del gobierno, que en abril le ordenó a Belgrano dejar el mando del ejército. En junio se le inició un juicio por su derrota militar, pero el fiscal no pudo dar con algún oficial que criticase su desempeño como jefe. El 9 de agosto el tribunal lo sobreseyó, destacando “su valor, celo y constancia dignos de reconocimiento de la patria”. Y como ya estaba familiarizado con el Paraguay, fue enviado hacia allí junto a Vicente Echeverría en misión diplomática.
Comenzaba a vislumbrarse un Belgrano multifunción. Tendría, en el futuro inmediato, otras misiones con muchos sinsabores.