Ramón Castilla y Marquesado, nació en Tarapacá el 31 de agosto de 1797. Comenzó su carrera militar en las filas del ejército español, en la lucha contra las fuerzas independentistas mandadas por José Francisco de San Martín. En 1817 en la Batalla de Chacabuco fue hecho prisionero, y trasladado a Las Bruscas (Dolores, provincia de Buenos Aires) pero consiguió escapar y regresó al Perú. En 1822 decidió abandonar el ejército español y ofrecer sus servicios al general San Martín, pasando a las filas patriotas peruanas.
En 1824 participó en la batalla de Ayacucho en el ejército del Libertador Simón Bolívar, combate por el que Perú consiguió la independencia definitiva. Al año siguiente Ramón Castilla fue nombrado Gobernador de la Provincia de Tarapacá, cargo desde el que impulsó un gobierno conservador y de respeto a las costumbres y tradiciones peruanas, opuesto a los criterios más progresistas del Gobierno de Bolívar y en consonancia con los reclamos de la élite criolla del lugar.
Posteriormente durante la segunda presidencia del General Agustín Gamarra (1839-1841) otrora también subordinado de San Martín, se desempeñó como Ministro de Hacienda y Tesoro, ministerio desde el que Ramón Castilla organizó las primeras exportaciones de guano, producto altamente cotizado como fertilizante en los mercados internacionales ubicando al Perú como principal exportador de ese codiciado insumo. Las exportaciones se incrementaron notablemente a partir de 1845, una de las variables que influyó para que fuera elegido como presidente de la República.
El primer mandato de su presidencia que se extendió hasta 1851 fue de gran prosperidad y las exportaciones de guano se multiplicaron, gracias a sus convenios con el Reino Unido y Francia. El impulso económico y la necesidad de facilitar el transporte del producto, desde los propios centros de producción, llevaron a Castilla a desarrollar destacadas obras públicas, entre las que sobresale la extensión de la red ferroviaria (primera línea de ferrocarril entre Lima y Callao en 1851) y conectar las zonas interiores del país, y en cuya construcción, se autorizó la entrada de miles de inmigrantes asiáticos al país.
Al mismo tiempo introdujo importantes reformas económicas y financieras. Bajo su presidencia el país experimentó también avances en el campo de la educación, la defensa nacional y la justicia. El Perú durante esos tiempos logró los primeros años de estabilidad institucional, la vigencia de la libertad de prensa, como no había ocurrido desde la época del Protectorado, y es considerado uno de los períodos constitucionales fundantes de la República, en concordancia de los años de Gobierno de San Martín entre 1820 y 1822.
Castilla y San Martín
Los argentinos tenemos el deber de conocer y honrar al Mariscal del Perú, personaje americano de realce continental y vinculado al General San Martín por actos de amistad y noble generosidad, producidos en la época de su ostracismo. En su oportunidad, Castilla contribuyó a hacer menos duros los días del exilio de San Martín y anticipó sus propios juicios al juicio de la historia, proclamando, con palabra autorizada, las virtudes del héroe.
Promediando el siglo de la Independencia americana, Castilla ascendía a las más altas posiciones públicas en medio de entusiasmos exagerados. San Martín, pobre y enfermo, terminaba sus días envuelto en un dramático silencio nacional, turbado periódicamente por amables visitantes recogedores de impresiones para la prensa o el libro. Tomaban nota de sus achaques, de su estoicismo, de su persona, de sus discretas declaraciones, preparando así documentos de interés histórico. Castilla lo invitó a vivir en el Perú para “Pasar de un modo tranquilo y en medio de verdaderos amigos el último tercio de su vida” y ordenó que los sueldos atrasados de Generalísimo peruano, se reconocieran de inmediato como deuda nacional y fueran liquidados por el Estado.
San Martín, que observaba con serenidad filosófica estas andanzas alrededor de su existencia, le contestaba así al Mariscal: “Un millón de gracias por sus francos ofrecimientos. Yo los creo tanto más sinceros cuanto son hechos a un hombre que, por su edad y achaques, es de una entera nulidad”. También Mariano Balcarce, el fiel yerno del General, pudo exclamar al comunicar el fallecimiento de su suegro las siguientes palabras que por sí solas dan razón para que en nuestro país se rinda homenaje a la memoria de Ramón Castilla: “Agradecemos a V. E., mi Señora y yo, la parte tan directa que ha tenido el Señor Mariscal, en que los últimos días de nuestro venerado Padre hayan sido rodeados de todas aquellas cualidades de que hasta entonces había carecido”.
Con motivo de la intervención de Castilla para resolver favorablemente la situación económica del Libertador del Perú, los dos grandes hombres cambiaron correspondencia de evidente repercusión histórica. Una de ellas, la más importante, es de San Martín a Castilla, de fecha 11 de septiembre de 1848. La confianza y respeto que le despertaba este compañero de armas peruano, lo llevó a relatar lo siguiente: “Como usted, yo serví en el ejército español, en la Península, desde la edad de trece a treinta y cuatro años, hasta el grado de teniente coronel de caballería. Una reunión de americanos, en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etc., resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios en la lucha, pues calculábamos se había de empeñar. Yo llegué a Buenos Aires, a principios de 1812: fui recibido por la Junta gubernativa de aquella época, por uno de los vocales con favor y por los dos restantes con una desconfianza muy marcada. Por otra parte, con muy pocas relaciones de familia, en mi propio país, y sin otro apoyo que mis buenos deseos de serle útil, sufrí este contraste con constancia, hasta que las circunstancias me pusieron en situación de disipar toda prevención.”
En estos primeros párrafos San Martín explica la trascendental decisión de retornar a América, y cuenta brevemente la sospecha que despertó su llegada, sospecha que por otra parte la acompañaría toda su carrera pública, llegando asegurar en algún momento que: “El nombre del General San Martín ha sido más considerado por los enemigos de la Independencia, que por mucho de los americanos a quienes ha arrancado las viles cadenas que arrastraban”.
En otro interesante párrafo continúa diciendo: “En el período de diez años de mi carrera pública, en diferentes mandos y estados, la política que me propuse seguir fue invariable en dos solos puntos, y que la suerte y circunstancias mías que el cálculo favorecieron mis miras, especialmente en la primera, a saber, la de no mezclarme en los partidos que alternativamente dominaron en aquella época, en Buenos Aires, a lo que contribuyó mi ausencia de aquella capital, por el espacio de nueve años. El segundo punto fue el de mirar a todos los estados americanos, en que las fuerzas de mi mando penetraron, como estados hermanos interesados todos en un santo y mismo fin. Consecuente a este justísimo principio, mi primer paso era hacer declarar la independencia y crearles una fuerza militar propia que la asegurara. He aquí, mi querido general, un corto análisis de mi vida pública seguía en América; yo hubiera tenido la más completa satisfacción habiéndose puesto fin con la terminación de la guerra de la independencia en el Perú, pero mi entrevista en Guayaquil con el general Bolívar me convenció, (no obstante sus protestas) que el solo obstáculo de su venida al Perú con el ejército de su mando, no era otro que la presencia del General San Martín, a pesar de la sinceridad con que le ofrecí ponerme bajo sus órdenes, con todas las fuerzas que yo disponía”.
Escuetamente como era su costumbre San Martín explica los objetivos sobre los que asentó su misión y justifica su retirada de la escena americana a partir de la entrevista de Guayaquil. El líder de Los Andes recuerda en este párrafo el importante paso al costado que tuvo que dar para que la independencia americana pudiera ser finita. Y lo justifica exponiendo: “Si algún servicio tiene que agradecerme la América, es el de mi retirada de Lima, paso que no sólo comprometía mi honor y reputación, sino que me era tanto más sensible, cuanto que conocía que, con las fuerzas reunidas de Colombia, la guerra de la independencia hubiera sido terminada en todo el año 23. Pero este costoso sacrificio, y el no pequeño de tener que guardar un silencio absoluto (tan necesario en aquellas circunstancias) de los motivos que me obligaron a dar este paso, son esfuerzos que usted podrá calcular y que no está al alcance de todos el poderlos apreciar. Ahora sólo me resta, para terminar mi exposición, decir a usted las razones que motivaron el ostracismo voluntario de mi patria”.
Finalmente, San Martín explica al presidente del Perú las razones que lo motivaron a ese ostracismo cuando dice: “De regreso de Lima, fui habitar una chacra que poseo a las inmediaciones de Mendoza: y este absoluto retiro, ni el haber cortado con estudios todas mis antiguas relaciones, y sobre todo la garantía que ofrecía mi conducta desprendida de toda facción o partido, en el transcurso de mi carrera pública, no pudieron ponerme a cubierto de las desconfianzas del gobierno, que en esta época existía en Buenos Aires. Sus papeles ministeriales me hicieron una guerra sostenida, exponiendo que un soldado afortunado se proponía someter la República al Régimen militar y sustituir este sistema al orden legal y libre. Por otra parte, la oposición al gobierno se servía de mi nombre, y sin mi conocimiento, ni aprobación manifestaba en sus periódicos, que yo era el solo hombre capaz de organizar el estado y reunir las provincias, que se hallaban en disidencia con la capital. En estas circunstancias, me convencí, que por desgracia mía, había figurado en la revolución más de lo que yo había deseado, lo que me impediría poder seguir entre los partidos una línea de conducta imparcial: en su consecuencia, y para disipar toda idea de ambición a ningún género de mando, me embarqué para Europa, en donde permanecí hasta el año 29, en que incitado tanto por el gobierno, como por varios amigos, que me demostraban las garantías de orden y tranquilidad, que ofrecía el país regresé a Buenos Aires. Por desgracia mía, a mi arribo a esta ciudad, me encontré con la revolución del general Lavalle, y sin desembarcar regresé otra vez a Europa, prefiriendo este nuevo destierro a verme obligado a tomar parte en sus disidencias civiles”.
Además en esta carta, el Liberador muestra, a pesar de su edad y su ceguera, un interés y actualidad en las cuestiones americanas, interés que ha mantenido durante toda su vida casi como un “vicio” del que jamás ha podido apartarse. Ese que alimenta con la lectura de su correspondencia y los “papeles públicos” que le llegan de América más las noticias que publican los diarios de Europa, y que le permiten asegurar a su interlocutor: “Los cuatro años de orden y prosperidad, que bajo el mando de usted han hecho conocer a los peruanos las ventajas, que por tanto tiempo les eran desconocidas, no serán arrancados fácilmente por una minoría ambiciosa y turbulenta. Por otra parte, yo estoy convencido, que las máximas subversivas, que a imitación de la Francia quieren introducir en el país, encontrarán en todo honrado peruano, así como en el jefe que los preside, un escollo insuperable: de todos modos, es necesario que los buenos peruanos interesados en sostener un gobierno justo, no olviden la máxima que más ruido hacen diez hombres que gritan que cien mil que están callados. Por regla general los revolucionarios de profesión son hombres de acción y bullangueros; por el contrario los hombres de orden no se ponen en evidencia sino con reserva: la revolución de Febrero, en Francia, ha demostrado esta verdad muy claramente, pues una minoría imperceptible y despreciada por sus máximas subversivas de todo orden, ha impuesto por su audacia a treinta y cuatro millones de habitantes la situación crítica en que se halla este país”.
Concluía San Martín esta extensa misiva -que hemos recortado- con estas afectuosas palabras: “Al demostrar a usted mi agradecimiento por los sentimientos que me manifiesta en su carta, reciba usted, mi apreciable general, mis votos sinceros por que el acierto presida a todas su deliberaciones, permitiéndome, al mismo tiempo, tenga la honra de titularse amigo de Usted su servidor q.b.s.m. José de San Martín”.
En esta carta, que bien puede considerarse como el “Testamento Político” del Libertador o como uno de sus trazos autobiográficos, San Martín termina recomendando, como lo ha hecho en años anteriores en otros escritos a los Presidentes de Chile, Colombia, y las Provincias Unidas del Río de la Plata, el “acierto en sus deliberaciones”, lo que equivale a decir la justicia, el equilibrio y el bien general presente en las decisiones de esos altos mandatarios. Quienes durante los años de exilio del Gran Capitán recibieron siempre su palabra sencilla y clara, que sin pretender ser un consejo, jamás el Libertador se hubiera atrevido a tanto, pero que sin duda se convirtieron en una luz y guía del “primer americano”, palabras que lamentablemente muchas veces fueron ignoradas por los destinatarios de su tiempo.
Los últimos años del Mariscal Castilla
En 1851 traspasó la presidencia al general José Rufino Echenique, a quien el propio Castilla había elegido como sucesor, pero pronto se manifestaron las diferencias entre ambos y acabaron enfrentándose militarmente (1854-1855). Nuevamente Ramón Castilla, aliado con los liberales, en acuerdo con quienes lograron suprimir la esclavitud y el tributo indígena, fue elegido nuevamente presidente en 1855, primero con mandato provisorio y luego constitucional hasta el año de 1862, período durante el cual promulgó una nueva Constitución la que estuvo vigente hasta 1920.
En 1864 Ramón Castilla fue elegido Senador por Tarapacá, su tierra natal, y presidente de la Cámara alta; desde ese lugar condenó la política internacional del gobierno de Juan Antonio Pezet y Rodríguez de la Piedra (otro de los subordinados de San Martín) frente a la agresión de la escuadra española del Pacífico, por lo que fue apresado y desterrado hasta las playas del Peñón de Gibraltar, en febrero de 1865.
Tal medida no favoreció al gobierno, por el contrario avivó los ánimos de los seguidores de Castilla y de todas formas el presidente Pezet fue derrocado, entre otras cosas por la chispa revolucionaria que dejó encendida el ex presidente Castilla antes de partir al destierro. En su ausencia se produjo el Combate del Dos de Mayo, última acción de la flota española de aguas peruanas, que fue celebrado como una victoria por el Perú y sus aliados sudamericanos. De regreso al Perú, el 17 de mayo de 1866, Castilla fue objeto de homenajes en Lima, en uno de los cuales, al momento de alzar la copa, dijo: “Brindo, señores, por los viejos que conquistaron la independencia y por los jóvenes que el 2 de mayo supieron consolidarla”. Tiempo después se opuso al presidente Mariano Ignacio Prado y fue deportado a Chile; desde allí, ya septuagenario, se rebeló en defensa de la Constitución moderada de 1860, la que intentaba ser reemplazada por la Constitución liberal de 1867. Desembarcó en Pisagua (puerto de Tarapacá, entonces territorio peruano) con una pequeña escolta, regresando de este modo al Perú con el propósito de tomar por quinta vez las riendas del gobierno. Murió durante el viaje hacia la ciudad de Arica, en el valle de Tiliviche, el 30 de mayo de 1867, y sus últimas palabras fueron: «Un mes más de vida Señor y haré la felicidad de mi patria, sólo unos días más».
Los autores son académicos sanmartinianos y escribieron “San Martín más allá del bronce” (2017)