A Giuseppe Garibaldi lo sorprendió una bajante del río Paraná que hizo que su buque Constitución, de importante calado, quedase varado. Fue en un paraje conocido como Costa Brava, en el límite de Corrientes y Entre Ríos, cerca de la isla Curuzú Chalí. Años después analizaría que ese hecho había sido el puntapié inicial del fracaso de su expedición.
El almirante Guillermo Brown, que vivía su retiro en Buenos Aires, tenía 64 años cuando fue nuevamente convocado para combatir a José Fructuoso Rivera, que intentaba aumentar su influencia en el litoral. Brown fue nombrado comandante en jefe.
La escuadra argentina estaba compuesta por el Echagüe, Chacabuco, Argentina, Vigilante; el buque insignia era el Nueve de Julio.
Garibaldi había nacido en Niza en 1807. Involucrado en el movimiento de la Joven Italia, que lideraba Mazzini, su cabeza tuvo precio y logró escapar a América. Primero se radicó en Río Grande do Sul y por 1841 se estableció en Montevideo. Se ganaba la vida enseñando matemáticas.
Cuando la flota del comandante Joe Coe fue destruida, el gobierno de Montevideo nombró al italiano en su lugar. Su primera misión era complicada: debería enfrentar a Brown.
El combate que se venía sería tanto por agua como por tierra. Por de pronto, Garibaldi concentró su artillería en la dirección por la que vendría la escuadra federal, al mando de Brown, que iba a su encuentro con sus tres naves.
El italiano conocía el prestigio del almirante, al que consideraba uno de los marinos más hábiles del mundo y una verdadera celebridad en América.
Según los especialistas militares, Garibaldi había equivocado su estrategia. A lo largo del Paraná, al ser hostilizado sin cesar y para asegurarse provisiones, asoló poblaciones ribereñas, que no hicieron más que alimentar la antipatía al italiano.
Con la idea de fustigar a los barcos que se le venían, el italiano mandó por tierra un destacamento al mando del mayor Pedro Rodríguez. Brown, viejo zorro, anticipándose a esta medida, mandó una fuerza conducida por el mayor Rufino Montaña. Cuando se encontraron en el norte de la isla de Curuzú Chalí, los hombres de Montaña hicieron retroceder a los de Rodríguez.
Mientras tanto, la escuadra argentina avanzaba gracias a remolcadores y sirgadores, por la falta de viento.
Por la noche hubo un intercambio de disparos entre fusileros con infantería garibaldina. Se batió con tal fiereza que Brown le regalaría su espada al joven teniente Mariano Cordero. Al mediodía del 15 de agosto de 1842, en Costa Brava sería el combate.
Garibaldi fue el primero en abrir fuego y su artillería pareció sacar ventaja. Pero cuando Brown vio que los tenía a tiro de cañón, respondió el fuego contra los barcos que Garibaldi había dispuesto en un abanico defensivo. El almirante decidió concentrar el fuego en la nave insignia enemiga, aunque además dañó a los buques orientales Pereyra y Joven Esteban. Cuando la escasa luz del atardecer complicó la visibilidad, el duelo terminó.
Garibaldi no sabía cómo salir de la trampa en la que estaba. Encima, algunos de sus hombres desertaron esa misma noche. Decidió organizar un ataque sorpresa sobre uno de los barcos de Brown, que estaba sobre la costa.
Pero la maniobra fue descubierta por un centinela y el disparo de una ráfaga de fusiles hacia la oscuridad hizo que el jefe de esa expedición , el comandante de la Pereyra, terminase con una bala en la cabeza. Los 50 atacantes se dispersaron.
Garibaldi intentó otra medida: envió un buque incendiado hacia el corazón de la escuadra de Brown. El almirante no se desesperó. Hizo que en un bote con cuatro remeros llevasen baldes para apagar el fuego. El grumete Bartolomé Cordero, de apenas 12 años, abordó el barco y torció su rumbo. Al regresar, Brown lo abrazó: “Usted será con los años la gloria de la escuadra argentina. Lo que ha hecho en cumplimiento del deber es mucho para su edad; pero así se forman los hombres”. Cordero había ingresado a los 10 años a la armada como guardiamarina en el bergantín Manuel Belgrano, y había tenido su bautismo de fuego el 3 de agosto del año anterior. En 1890 sería el jefe del estado mayor de la armada.
Una hora después Garibaldi mandó hacia los barcos enemigos una barca con barriles de pólvora y alquitrán, pero no causó ningún daño. El propio Brown lo abordó, las mechas se habían apagado solas y lo llevó al amparo de una barranca.
Al amanecer del 16, se reanudó el intercambio de artillería, pero Garibaldi, quien ya no disponía de balas, usaba eslabones de cadenas y pedazos de hierro, los que no eran efectivos. Además, a Brown se le incorporaron más naves que habían quedado rezagadas.
Para al mediodía, la situación de Garibaldi era desesperante. Sobre la cubierta de sus barcos, prácticamente destruidos, yacían muertos y muchos heridos, a los que decidió llevarlos a tierra, a sabiendas que de un momento a otro Brown ordenaría un abordaje que sería fatal.
Una voladura fatal
Para que no cayeran en poder del enemigo, Garibaldi hizo volar la corbeta Iberá y el bergantín Pereyra. Al mismo Garibaldi le sorprendió la magnitud de la explosión que hizo desaparecer a ambas embarcaciones, lo supuso una tragedia adicional: muchos hombres, borrachos con aguardiente, no tuvieron tiempo para escapar cuando las mechas ya se habían encendido. Garibaldi ayudó a los que pudo pero otros desaparecieron con los barcos. En el lugar que ocupaban solo se veía agua y muchos pedazos cayeron estrepitosamente sobre la costa. Este hecho sería magnificado por la prensa rosista. El propio Garibaldi lo recordaría con amargura, consciente que había abandonado a esos hombres.
Al ver que el barco enemigo Joven Esteban se estaba incendiando y se acercaba peligrosamente a la flota de Brown, éste mandó en un bote a los hermanos Bartolomé y Mariano Cordero a que apagasen el fuego, mientras los tripulantes huían.
Garibaldi decidió retirarse. Los hombres de Brown propusieron perseguirlo, ya que su captura hubiese sido sencilla. “No, déjenlos que se escapen. Garibaldi es un valiente”.
En su parte a Rosas, el almirante contó que “la conducta de estos hombres, excelentísimo señor, ha sido más bien de piratas, pues que han saqueado y destruido cuanta casa o criatura caía en su poder, sin recordar que hay un Poder Supremo que todo lo ve y que tarde o temprano nos premia o castiga según nuestras acciones”.
Luego de la caída de Rosas, el viejo almirante se retiró a su casa frente al río, donde murió el 3 de marzo de 1857. Garibaldi pasó a Montevideo y continuó su lucha hasta que en 1848 regresó a Italia, donde sería protagonista de las luchas por la unificación italiana, muy lejos de aquel asedio al que lo había sometido el almirante más prestigioso de América.