Corrían los primeros días de agosto de 1984, en el marco de una democracia recuperada que todavía no había cumplido ocho meses, cuando el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas pareció salir del deliberado letargo en que se había sumergido desde que el presidente Raúl Alfonsín diera la orden de que un tribunal militar juzgara a los miembros de las juntas por los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura.
El miércoles 1°, mientras los argentinos calculaban cuánto les constaría viajar a sus trabajos luego de los aumentos de combustibles, trenes y colectivos, y se conmovían con las alternativas de la investigación sobre el resonante asesinato de la profesora de inglés Oriel Briant, el Consejo citó a declarar al ex dictador Jorge Rafael Videla y luego de interrogarlo durante más de cuatro horas ordenó su detención en Campo de Mayo. Al día siguiente fue el turno del primer comandante de la Fuerza Aérea durante la dictadura, Orlando Ramón Agosti, que también quedó detenido luego de prestar declaración.
Para fin de mes, a esas detenciones se sumaron las del primer comandante de la Armada, Emilio Eduardo Massera, y del temible ex comandante del Tercer cuerpo del Ejército entre 1975 y 1979, Luciano Benjamín Menéndez.
El martes 28, día de la detención de Menéndez, se cumplían exactamente ocho meses desde que Alfonsín le diera la orden al Consejo para que iniciara la investigación y no pocos ciudadanos pensaron que, aunque con demoras, los militares juzgarían finalmente a sus pares a pesar de “la inquietud reinante en los cuarteles”, como decían algunos medios de comunicación, y las presiones de algunos sectores políticos cuyos dirigentes sostenían que lo mejor para el futuro del país era no mirar hacia el pasado aún cuando eso significara la impunidad de quienes comandaron la dictadura.
La resistencia dentro de las Fuerzas Armadas al juzgamiento de sus antiguos jefes se expresaba en lo más alto. El primer jefe del Ejército nombrado luego de la recuperación de la democracia, el general Jorge Hugo Arguindegui, había pedido el retiro el 4 de julio, luego de acusar al gobierno de llevar “una campaña de acción psicológica en contra del Ejército Argentino”. Su sucesor, el general Ricardo Pianta, no se quedó atrás y el mismo día de la detención de Menéndez pidió públicamente “una amnistía”.
Pese a todo, las detenciones de Videla, Agosti, Massera y Menéndez parecieron destrabar la situación. Fue una ilusión que duró unos pocos días: el 25 de septiembre, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, presidido por el brigadier de la Fuerza Aérea Luis María Fages, dictaminó que “las órdenes impartidas por los mandos superiores de las distintas Fuerzas, en la lucha contra la subversión, fueron inobjetables”. En otras palabras, dictaminaba la impunidad de los jefes militares.
La autoamnistía de los dictadores
Poco antes de abandonar el poder, los dictadores habían intentado garantizarse legalmente la impunidad, cerrando toda posibilidad de ser juzgados. Para eso, el 22 de septiembre de 1983, poco más de un mes antes de las elecciones presidenciales, dictaron la Ley 22.924, a la que llamaron “de Pacificación Nacional” pero quedó en la historia con el nombre de su verdadera intencionalidad: “Ley de autoamnistía”.
En su artículo 1, la ley establecía: “Decláranse extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982. Los beneficios otorgados por esta ley se extienden, asimismo, a todos los hechos de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas, cualquiera hubiere sido su naturaleza o el bien jurídico lesionado. Los efectos de esta ley alcanzan a los autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores y comprende a los delitos comunes conexos y a los delitos militares conexos”.
En otros artículos, dictaminaba que “nadie podrá ser interrogado, investigado, citado a comparecer o requerido de manera alguna por imputaciones o sospechas de haber cometido delitos o participado en las acciones a los que se refiere el artículo 1º de esta ley o por suponer de su parte un conocimiento de ellos, de sus circunstancias, de sus autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores”, y que “los Jueces Ordinarios, Federales, Militares u organismos castrenses ante los que se promuevan denuncias o querellas fundadas en la imputación de los delitos y hechos comprendidos en el artículo 1º, las rechazarán sin sustanciación alguna”.
La ley partió las aguas de la campaña electoral y puso al peronismo y al radicalismo en veredas opuestas. Mientras el candidato del Partido Justicialista, Ítalo Argentino Luder, planteó que se trataba de una ley válida que cerraba todas las puertas a la posibilidad de juzgar a los militares, el candidato radical, Raúl Alfonsín, prometió derogarla si era elegido presidente.
En su discurso de asunción, Alfonsín reafirmó su promesa: “Se propiciará la anulación de la Ley de Amnistía dictada por el gobierno militar y se pondrá en manos de la Justicia la importante tarea de evitar la impunidad de los culpables”, dijo. Lo hizo el 13 de diciembre de 1983, tres días después de llegar a la Casa Rosada, cuando envío al Congreso el proyecto de ley para derogarla y fue rápidamente aprobado.
Los decretos de Alfonsín
Casi al mismo tiempo, el flamante presidente promulgó tres decretos que resultarían clave para el desarrollo del camino que culminaría con la realización del histórico juicio a las Juntas Militares.
El decreto 158/83, del 13 de diciembre, ordenaba someter “a juicio sumario ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a los integrantes de la Junta Militar que usurpó el gobierno de la Nación el 24 de marzo de 1976 y a los integrantes de las dos juntas militares subsiguientes”. Los ex comandantes acusados eran Jorge Rafael Videla, Roberto Viola y Leopoldo Fortunato Galtieri; del Ejército; Emilio Massera, Armando Lambruschini y Jorge Anaya; de la Marina; y Orlando Agosti, Omar Graffigna y Basilio Lami Dozo; de la Fuerza Aérea.
Al mismo tiempo emitió otro decreto que pretendía jugar en espejo con el 158. Con el número 157, ordenaba enjuiciar a siete dirigentes relacionados con las organizaciones guerrilleras, por delitos cometidos luego del 25 de mayo de 1973.
El tercer decreto, con el número 187, establecía la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), encabezada por el escritor Ernesto Sábato, con la misión de recabar testimonios y documentar casos concretos de violaciones de los derechos humanos cometidos por la dictadura en todo el país.
El plan original de Alfonsín era que fueran las Fuerzas Armadas las que juzgaran los crímenes de lesa humanidad cometidos por los comandantes de las tres primeras juntas. Por eso, 28 de diciembre de 1983, el Consejo Supremo de las FFAA comenzó, al menos formalmente, la investigación de los delitos cometidos por los comandantes que habían integrado las tres primeras juntas.
La reforma del Código
Sin embargo, el líder radical tuvo la precaución de abrir una puerta para que interviniera la justicia civil si el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas intentaba desactivar los juicios a los comandantes. Las leyes vigentes establecían que los militares solo podían ser sometidos a juicio en tribunales militares, sin que sus fallos pudieran ser revisados por la justicia civil.
Para eliminar ese obstáculo, en el mismo decreto que ordenaba juzgar a los comandantes, Alfonsín estableció que las sentencias del Consejo Supremo podían ser apeladas ante la Cámara Federal en los Criminal y Correccional de la Capital Federal. En los fundamentos, el decreto establecía que la imposibilidad de apelar las sentencias ante un tribunal ordinario constituía “tanto un privilegio como una desprotección para el procesado, ambos vedados por la Constitución”.
Cuando el proyecto de reforma del Código de Justicia Militar llegó al Congreso, el senador Elías Sapag, que tenía dos sobrinos desaparecidos, propuso incluir una modificación fundamental: la facultad de la Cámara Federal de hacerse cargo directamente del juicio en caso de que el tribunal militar se mostrara reticente o moroso en la investigación y el enjuiciamiento. Además, la Cámara alta incluyó otro cambio por iniciativa del propio Sapag e impulsada por el radical Adolfo Gass, que tenía un hijo desaparecido, y por el peronista Eduardo Menem. Así quedó establecido que en ningún caso se podía aplicar la “obediencia debida” en los casos de delitos aberrantes.
Con estas modificaciones, el 13 de febrero de 1984, el Congreso sancionó por unanimidad la Ley 23.049 de reforma del Código de Justicia Militar. De inmediato, Alfonsín comenzó a recibir presiones para que vetara los cambios establecidos por los senadores, pero se negó a hacerlo.
El bloqueo del Consejo
Esa era la situación el 11 de julio de 1984 cuando, basándose en la ley de reforma del Código de Justicia Militar, la Cámara Federal le ordenó al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que investigara si hubo una metodología establecida en las violaciones de los derechos humanos cometidas durante la dictadura y si eso era responsabilidad de los miembros de las juntas militares.
En un acto de rebeldía silenciosa, el tribunal militar no respondió a la exigencia de la Cámara, que al cumplirse el plazo de 30 días que había fijado, decidió otorgar una extensión de otros 30 días.
Finalmente, el 25 de septiembre -cuando Videla, Agosti, Massera y Menéndez ya estaban detenidos- el Consejo Supremo respondió con una resolución en la que le decía al tribunal civil que “según resulta de los estudios realizados hasta el presente, los decretos, directivas, órdenes de operaciones, etcétera, que concretaron el accionar militar contra la subversión terrorista son, en cuanto a contenido y forma, inobjetables”. En su dictamen, el tribunal militar no aportaba ningún fundamento ni explicaba qué investigaciones había realizado.
Años más tarde, otro jefe del Ejército, el general Martín Balza, condenaría de manera lapidaria esta manera de actuar del tribunal militar. “Este Consejo defeccionó en su rol de juzgar a sus pares, y de esa manera perdió una oportunidad histórica generosamente ofrecida por Alfonsín, para que las propias Fuerzas hicieran el saneamiento institucional”, dijo.
Ante la evidencia de la negativa injustificada de la justicia militar para enjuiciar a las juntas de la dictadura, el 4 de octubre de 1984 la Cámara Federal tomó entonces la decisión de desplazar al tribunal militar y hacerse cargo directamente de la causa.
El Juicio a las Juntas
Así se gestó el Juicio a las Juntas Militares que sentó en el banquillo de los acusados a Jorge Rafael Videla, Orlando Ramón Agosti, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola, Omar Graffigna, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge Anaya entre el 22 de abril y el 9 de diciembre de 1985.
En uno de los párrafos de la sentencia, se señalaba todo lo contrario a lo que había pretendido imponer el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas en cuanto a la existencia de un plan sistemático de represión ilegal. “Puede afirmarse que los comandantes establecieron secretamente un modo criminal de lucha contra el terrorismo. Se otorgó a los cuadros inferiores de las Fuerzas Armadas una gran discrecionalidad para privar de libertad a quienes aparecieran, según la información de inteligencia, como vinculados a la subversión; se dispuso que se los interrogara bajo tormentos y que se los sometiera a regímenes inhumanos de vida, mientras se los mantenía clandestinamente en cautiverio; se concedió, por fin, una gran libertad para apreciar el destino final de cada víctima, el ingreso al sistema legal (Poder Ejecutivo Nacional o Judicial), la libertad o, simplemente, la eliminación física”, decía.
Videla y Massera fueron condenados a reclusión perpetua e inhabilitación absoluta con accesoria de destitución; Viola fue penado con 17 años de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución; Lambruschini fue condenado a 8 años de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución; y Agosti recibió 4 años y 6 meses de prisión y a inhabilitación absoluta perpetua con la accesoria de destitución.
Omar Domingo Rubens Graffigna y Arturo Basilio Lami Dozo fueron absueltos porque asumieron la comandancia después que se cerrara el único centro de detención de su fuerza. Leopoldo Fortunato Galtieri y Jorge Isaac Anaya fueron absueltos porque no se pudo demostrar que personal a su cargo siguiera cometiendo alguno de los delitos del sistema ilegal de represión implementado cuando ellos asumieron el poder.
Juicios posteriores, a partir de nuevas pruebas y testimonios, demostrarían la responsabilidad de los absueltos, que también serían condenados.
Al dictarse la sentencia, todavía resonaban en la sala del tribunal las palabras que el fiscal Julio Strassera había pronunciado en su alegato final y que quedaron escritas para siempre en la historia argentina: “Señores jueces: quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ‘Nunca más’”.