Ella era una jovencita menuda, de cabellos oscuros, boca muy chica, labios finos y ojos grandes, de una renombrada familia. Él era un morocho nacido en el litoral, que se había ido a los 6 años, de un marcado acento español que no conocía a casi nadie, salvo a Martín Jacobo Thompson, el esposo de Mariquita, con quien había sido compañero en la Academia de Guardiamarinas de Cádiz. Confesó entonces tener “pocas relaciones de familia”. El Primer Triunvirato lo recibió con desconfianza, y se murmuraba que era una espía inglés. El era José Francisco de San Martín y ella María de los Remedios de Escalada, cuya intensa vida se comprimió desde los 14 años, cuando se casó, cuatro años después fue mamá y que fallecería a los 25.
Nació en la noche del lunes 20 de noviembre de 1797 en una de las viviendas más lujosas de la ciudad de Buenos Aires, en lo que hoy es Hipólito Yrigoyen y Defensa. Como era una importante edificación de planta baja y un piso, con balcón corrido, se la conocía como “los altos de Escalada”, frente a la Plaza del Fuerte. Décadas después se reconvirtió en un conventillo y sobrevivió hasta 1894. Más tarde, la familia se mudó a una mansión emplazada sobre la esquina oeste de las actuales calles Juan Domingo Perón y San Martín, en el microcentro porteño.
Los hermanos Robertson, amigos del dueño de casa, al visitar la vivienda familiar, quedaron impresionados por los pesados cortinados que cubrían las amplias ventanas y por las alfombras que habían hecho traer de Europa. Sobre las paredes colgaban espejos venecianos y pinturas traídas del Alto Perú y Quito.
Su familia estaba ligada con el arzobispo de Buenos Aires Mariano de Escalada Bustillos y Zeballos y del obispo de La Plata Juan N. Terrero y Escalada. Antonio Escalada, influyente funcionario y organizador de tertulias donde se daba cita lo mejor de Buenos Aires, había heredado junto a su hermano una inmensa fortuna de su padre, y se convirtió en el hombre más rico de la ciudad. Se había casado con Petrona Salcedo, sobrina del virrey Juan José Vértiz, con quien tuvo a Bernabé Antonio y María Eugenia. Ella falleció a los 29 años y cuatro años después, a los 32 años, el viudo se casó con Tomasa de la Quintana. Vendrían más hijos: Manuel, María de las Nieves, María de los Remedios y Mariano.
De toda la prole, Remedios era la consentida del padre.
Cada domingo acompañaba a su madre Tomasa a misa. Allí lucían sus prendas más finas, con bordados en oro y plata, combinadas con elegantes zapatos de raso.
La muchacha conoció a José de San Martín en una de las fiestas que daba su familia: los presentó Carlos de Alvear, un miembro de la sociedad local con un perfil altísimo, extrovertido, que contrastaba con el carácter parco del recién llegado.
Con 14 años ella quedó prendada de una mirada, un gesto o una insinuación y decidió aceptarlo. La negativa familiar ante la relación fue inmediata, pues se trataba de un completo desconocido sin fortuna. Además, la jovencita se había comprometido con Gervasio Antonio Josef María Dorna, un joven de unos 22 años de una familia respetable; además de su vocación militar, había abierto un comercio en el centro, muy cerca de la plaza.
Escalada terminó accediendo a las súplicas de su hija para que rompiese el compromiso. El muchacho, desolado, no tuvo mejor idea que enrolarse en el Ejército del Norte de Manuel Belgrano y hacerse matar en Vilcapugio el 1 de octubre de 1813.
Doña Tomasa jamás aceptó a su yerno. Lo hizo víctima desde el principio de los mayores desprecios. Se refirió a él en todo momento como “soldadote” o “plebeyo”, no cruzaban palabras y él la hizo objeto de desplantes. Como cuando fue a cenar junto a su edecán, y como a éste lo mandaron a comer a la cocina, San Martín lo acompañó.
La boda se llevó adelante de manera privada el 12 de noviembre de 1812, siendo testigos “entre otros -dice la partida original- el sargento mayor de granaderos a caballo, don Carlos de Alvear, y su esposa Carmen Quintanilla”. Los casó el padre Luis José Chorroarín, el responsable de incluir el sol en la bandera de guerra.
La fiesta fue en la casa de sus suegros y la luna de miel la pasaron en la quinta que su hermana María Eugenia tenía en San Isidro. “He oído citar a los San Martín como un matrimonio feliz”, describió el norteamericano Enrique Brackenridge.
Los zapatos blancos y la mantilla que vistió ella en la ceremonia se conservan en el museo de San Martín en Mendoza.
Al casarse y vincularse con los Escalada, San Martín completó su primer movimiento para formar una unidad militar profesional. Esa posición atrajo a sus filas un cuadro de oficiales envidiable. Entre ellos, sus hermanos políticos Manuel y Mariano. Todos querían ser parte del naciente Regimiento de Granaderos a Caballos. A su vez, apellidos como Necochea, Lavalle, Olavarría y otros dieron brillo a la formación.
A las semanas, él partió con sus granaderos. En febrero se batiría con los españoles en San Lorenzo.
En 1814 San Martín se trasladó a Mendoza. Gervasio de Posadas le adelantó por carta que “en breve tendrá allá su costilla, con cuya compañía se acabará de poner bueno”. El 1 de octubre de ese año ella viajó gracias a 600 pesos que el propio Posadas le prestó y que su marido luego devolvió. Junto a su esclava Jesusa, fue acompañada por Manuel Corvalán, que iba a San Juan a asumir como teniente gobernador y por su esposa Benita Merlo. También fueron de la partida Encarnación Escalada de Lawson y Mercedes Álvarez de Segura.
La realidad de Remedios cambió por completo y los lujos a los que estaba acostumbrada desaparecieron. La pareja vivió sencillamente en una casa de la capital provincial, propiedad de Trinidad Álvarez, que el Cabildo le alquiló. Estaba ubicada en Corrientes 343, por años funcionó un taller mecánico, y en excavaciones hallaron restos del piso original, además de trozos de vajilla y otros objetos. Hoy se destina a exaltar la memoria y el paso del Libertador por la provincia.
Pese a que había sido criada prácticamente como una princesa, la joven se adaptó a la humildad de su nuevo hogar. Incluso lejos de incomodarse o reclamar, Remedios colaboró con la empresa sanmartiniana organizando eventos para recaudar fondos y generó vínculos fundamentales con las familias más importantes.
Fueron los años más felices en la pareja. Generalmente, al caer la tarde, luego de un día laborioso, solían visitar los locales ubicados en la famosa Alameda mendocina. Allí, entre café y chocolates, trataban de manera amena con los habitantes. La vida tenía mucho más para ofrecerles. En 1816, mientras su marido gestaba la mayor hazaña americana, en el vientre de Remedios crecía Mercedes Tomasa. La niña llegó al mundo el 24 de agosto de aquel año y fue bautizada por el Padre Güiraldes, el mismo que bendijo la bandera del Ejército de los Andes.
La pareja celebró la Navidad de 1816 en la casa de Manuel de Olazábal. Fue en el brindis cuando San Martín manifestó el deseo de tener una bandera para su ejército. Dolores Prats, Margarita Corvalán, Mercedes Álvarez y Laureana Ferrari pusieron manos a la obra. Durante días estuvieron recorriendo, sin suerte, la calle Mayor en la búsqueda del color adecuado y de seda de bordar color carne para las manos del escudo. San Martín insistía en que estuviera lista para Reyes.
El 30 de diciembre, Laureana y Remedios volvieron a recorrer la ciudad hasta que en una tienda de mala muerte de la calle Del Cariño Botado dieron con el color adecuado, aunque no consiguieron seda, sino sarga. Remedios cosió la bandera, de dos abanicos. Para completarla tomaron algunas lentejuelas de oro; se procuraron perlas de un collar de Remedios y de una roseta de diamantes sacaron piedras para el sol del escudo. Como no encontraron género rosado para los brazos del escudo, destiñeron una tela roja con ceniza de jume para tener el color, y para el marrón de los tallos de los laureles hicieron lo mismo con un paño con agua de nogal.
Así fue como el 5 de enero a la mañana San Martín tuvo su bandera, que fue bendecida por el cura Güiraldes.
Cuando el Ejército finalmente se marchó, en enero de 1817, toda esa felicidad se desvaneció para siempre. Al momento del cruce, madre e hija regresaron a Buenos Aires. Se llevó de regalo un par de sandalias que sus amigas le habían hecho con los restos de tela que habían comprado para la confección de la bandera y que San Martín usaría ya anciano.
Luego del triunfo de Maipú, en 1818, él viajó a Buenos Aires. A su regreso a Mendoza, lo hizo con su esposa e hija. Vivieron en “Los Barriales”. Quiso acompañar a su marido a Chile, pero ya estaba débil, y costó trabajo que entrase en razón para que regresase a la casa de sus padres. En marzo de 1819 realizó un penoso viaje, que sería el último de su vida. Por las dudas llevaban un ataúd, por si llegaba a ocurrir lo peor durante la travesía.
Para entonces, estaba muy enferma de tuberculosis y agonizó en Buenos Aires, siempre con la esperanza de volver a ver a su esposo. Hacía cuatro años que no se veían. Él había llegado a Mendoza, previa escala en Chile, luego de un largo viaje desde Perú, donde había renunciado a sus cargos. En su chacra mendocina recibió una carta de su esposa, quien le reclamaba que fuese a Buenos Aires, que se estaba muriendo de tisis, y que lo quería ver antes de morir.
Abatida y enferma, la muerte de su padre en noviembre de 1821 fue un golpe demasiado duro. Los médicos poco podían hacer por entonces y le aconsejaron que se trasladara al campo. Tomasa no lo dudó y llevó a todos a la quinta familiar, ubicada en lo que hoy es avenida Caseros y Monasterio, en Parque Patricios. La quinta era de su hermano Bernabé y ocupaba unas tres hectáreas y media. Tenía entrada por Caseros y la vivienda estaba en el cruce de esta avenida con Monasterio. Seguramente llevaron a la chica a ese lugar, pleno campo, en búsqueda de un aire más benigno.
La mujer sostuvo a su hija con fuerza hasta el final, el 3 de agosto de 1823.
San Martín escribió desolado a Nicolás Rodríguez Peña. Señaló que su ánimo estaba “agitado y su paz perturbada”. Confesó que “uno puede conformarse con la pérdida de una mujer, pero no con la de una amiga”, apuntó. No era seguro para él regresar a Buenos Aires porque sabía que existían planes para matarlo en el camino, y culpaba a Rivadavia. “Me cercó de espías, mi correspondencia era abierta con grosería; todo reducido a anónimos y otras cartas… decían que encabezaba un partido opositor; querían honrarme con el glorioso título de Corifeo Revolucionario”. Tenía algo en claro: no podría vivir tranquilo en su propia patria.
Cuando decidió regresar a Buenos Aires, el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, le escribió que lo esperaría en El Desmochado para llevarlo en triunfo hasta la misma plaza de la Victoria. “Iré, pero iré solo, como he cruzado los Andes y estoy entre mis mendocinos”, le respondió.
A fin de ese año finalmente entró a Buenos Aires y el 4 de diciembre apareció en la casa de los Escalada. Se encontró con la oposición de su suegra, quien intentó quedarse con la niña, a la que San Martín encontró malcriada y hecha “un diablotín”.
El plan original era buscar en Europa una institución que educase a su hija y regresar.
Antes de partir a Europa, encargó al francés Felipe Bertrés, militar, guerrero de la independencia y agrimensor, un mármol de 1,20 de alto, 0,70 de ancho y 0,03 de espesor para la tumba de su esposa, al que hizo grabar la leyenda: “Aquí descansa Remedios de Escalada, esposa y amiga del General San Martín”, que no era más que una muchacha que había esperado hasta último momento a ese morocho de acento español que la había encandilado para siempre.