El sábado 6 de julio los diputados que sesionaban en Tucumán escucharon atentamente a Manuel Belgrano, recién llegado de Europa. En diciembre de 1814 había partido junto a Bernardino Rivadavia en misión diplomática, y además del famoso retrato hecho por Carbonnier donde aparece sentado con las piernas cruzadas que se hizo pintar en Londres en 1815, el creador de la bandera traía información de primera mano de lo que pasaba en la convulsionada Europa, que se reacomodaba luego de la caída de Napoleón Bonaparte.
En sesión secreta, aseguró que el desorden y la anarquía de la revolución habían caído muy mal en el viejo continente, y que ninguna ayuda se podía esperar. Que viendo la restitución de las monarquías absolutistas, la solución era “monarquizarlo todo” y que lo más aceptable para estas tierras era una monarquía atemperada. En ese esquema, proponía a un miembro de la dinastía de los Incas, que tendría el descomunal trabajo de gobernar un vasto territorio comprendido por los actuales Perú, Bolivia, Chile y Argentina.
“Yo hablé, me exalté, lloré e hice llorar a todos al considerar la situación infeliz del país. Les hablé de monarquía constitucional, con la representación soberana de la Casa de los Incas todos adoptaron la idea”, escribió Belgrano.
El punto 3 del orden del día del congreso que sesionaba en Tucumán dejaba abierta la discusión sobre “qué forma de gobierno era la más conveniente”. La posibilidad de un monarca inca fue recibido por beneplácito especialmente por los diputados del norte, aunque cuando el congreso perdió impulso y se trasladó a Buenos Aires, la idea quedó en la nada.
En el libro “El Rey Inca” (Ediciones Biblioteca Nacional, 2023), que incluye las memorias de Juan Bautista Tupamaru y el trabajo “Juan Bautista de América”, de Eduardo Astesano, se estudia la vida del indígena que podría haberse convertido en monarca en América del Sur cuando en Tucumán se discutía qué forma de gobierno adoptar. Porque, para 1816, el sobreviviente más calificado de la dinastía de los Tupac Amaru era Juan Bautista, descendiente de Manco Inca, quien luego de la muerte de sus medio hermanos Atahualpa, Huaskar y Tupac Huallpa, fue reconocido en 1533 como emperador inca por Francisco Pizarro. Este lo necesitaba para poner fin a la resistencia indígena del general Quisquis.
La versión más difundida de un monarca inca es de Bartolomé Mitre, quien en su Historia de Belgrano escribió que “pareció tener por objeto propiciar la candidatura al fantástico trono de un descendiente de José Gabriel Tupac Amaru, que con el mismo nombre hace treinta y cuatro años yacía cautivo en las mazmorras españolas, o por lo menos señalar la rama de la dinastía incásica que debía continuar el reinado de los hijos del Sol”. Mitre agregaba que ese candidato había llegado a Buenos Aires en 1822 a la edad de 80 años, después de 40 años de cautiverio…”
El calvario
Juan Bautista era medio hermano del líder Tupac Amaru II, quien murió ajusticiado junto a su familia cuando su rebelión fue sofocada en 1780. Dedicado a sus tareas de agricultor, logró escapar de la violenta represión de los españoles.
Sin embargo, traicionado por un grupo de mujeres en el pueblo de Surimana, saquearon su casa y lo torturaron para que revelase donde guardaba dinero. Ahí comenzaría un calvario que sufriría los siguientes cuarenta años.
Lo llevaron a Cuzco y lo encerraron junto a criminales y ladrones. Estuvo un año alimentándose con comida podrida que desechaban del mercado y que disputaba con los perros callejeros. Maltratado por los carceleros y los soldados, su esposa y su madre también estaban encerradas y no se le permitía verlas.
Luego de un año se lo liberó, cuando se le pedían seis años de prisión. Entonces se transformó en un hombre distinto, que descreía de la justicia y de los hombres. Decidió encerrarse en sí mismo, solo rodeado de su familia.
Durante un año vivió en la más extrema miseria hasta que un día el corregidor de Urcos se ensañó con él y volvió a quedar detenido en Cuzco. Mientras tanto, le robaron sus caballos, mulas y la plata que encontraron, bienes que se repartieron los españoles. A su primo Diego Cristóval (sic) lo mataron y sus extremidades desmembradas fueron exhibidas en las entradas de la ciudad. También asesinaron a su esposa, hermanas y cuñadas. Lo que Juan Bautista no se explicaba era por qué lo dejaban con vida, desconociendo que el virrey Avilés deseaba que muriese de a poco, en la dureza de un encierro de por vida.
Estuvo siete meses encarcelado. Junto a más de sesenta hombres y con niños de 3 a 8 años, caminaron encadenados a Lima. A veces pasaban dos o tres días sin comer ni beber, y cada paso por un pueblo la historia se repetía: la gente los repudiaba, los agredía e insultaba, y si alguna mano compasiva intentaba hacerles llegar alimentos, sus custodios lo impedían y si pedían algo, eran golpeados.
En esa marcha imposible con poco o nada para comer y beber, vio impotente cómo su madre moría de sed.
Cuarenta días después llegaron a Lima y fueron encerrados en una habitación, en la que permanecían encadenados. Cinco meses después fueron llevados al puerto de El Callao, y en el trayecto se repitieron las torturas, los tormentos y los repudios. Con su familia fueron embarcados en la fragata Peruana y sus compañeros en el San Pedro.
El capitán de La Peruana era, según describió Tupac Amaru, particularmente cruel y feroz. Fueron encadenados y solo tenían para abrigarse un poncho viejo y una piel de oveja. El alimento siempre era escaso y casi siempre eran huesos y nunca ni el capellán ni el médico a bordo los atendieron. Cuando el buque llegó a Río de Janeiro, la mitad de sus compañeros habían muerto de escorbuto, y los dos hombres con los que estaba encadenado habían fallecido la noche anterior y hasta el día siguiente sus cadáveres permanecieron recostados sobre él.
Tal como ocurrió con su madre, vio morir a su esposa, y le quedó grabada la risa de los carceleros mientras veían cómo un sobrino pequeño sucumbía retorcido por los cólicos.
En la travesía hacia España, el calvario continuó. De día eran amarrados casi desnudos al palo mayor y a la noche, a la corriente, sometidos al sol, el frío y las lluvias. Algo más de diez meses después llegaron a Cádiz, el 19 de marzo. Llevado de los hombros por dos granaderos, porque por el agotamiento no podía caminar, entró al castillo de San Sebastián, donde acondicionaron algunas habitaciones como celdas: paredes y piso de piedra, con un agujero que hacía de ventana, cruzado por dos fierros. Esa primera noche se apostaron centinelas en la puerta, en la ventana y en el techo.
Los guardias españoles eran durísimos en el trato, no así cuando le tocaban suizos o de otras nacionalidades, ya que le permitían salir al sol y eran más compasivos.
En San Sebastián estuvo tres años y tres meses. Cuando Juan Bautista creía que el rey Carlos III los liberaría, fueron repartidos en los presidios de Orán, Alhucema, Melilla El Peñón y Málaga.
Un día fueron a buscarlo, le ataron los brazos y lo colocaron en el medio de una escolta y una vez más presintió que sería ejecutado, pero lo alojaron en otra cárcel. Cuatro o cinco días después fue trasladado a la Isla de León y, siempre con los mismos padecimientos de sed y hambre, lo subieron a un buque de carga. Amarrado sobre un cargamento de sal, el 16 de junio de 1788 llegó a Ceuta.
La noticia de su arribo reunió a gran cantidad de gente en el puerto, pero Tupac Amaru bajó confundido en un grupo de asesinos y ladrones. Para su sorpresa, lo apartaron de los prisioneros y lo llevaron a ver al gobernador Conde de las Lomas, quien le dijo que no estaría con ellos. Le encomendó a un ayudante que lo acomodase en una casa. Así se alojó en la vivienda de un platero, quien aceptó tenerlo para congraciarse con el gobernador, aunque lo trató como el peor de los sirvientes. No tenía lugar dónde dormir, comía de vez en cuando, tanto el dueño de casa como la esposa lo maltrataban y pidió al ayudante del gobernador poder vivir solo. Aceptaron, con la condición de presentarse dos días a la semana al jefe de la plaza.
Se estableció en un huerto, que pudo cultivar y le sirvió para mantenerse. Por no hablar español era habitual que fuera engañado o estafado.
Pasaron los años. Marcos Durán Martel, otro americano preso, se apiadó de este octogenario. Debe haber sido una ayuda valorada porque Tupac Amaru recuerda el día que lo conoció: 1 de junio de 1813. Decidió hacerse cargo del huerto para aliviar de las labores diarias a ese anciano que ya había perdido las esperanzas de regresar al Perú.
En su largo cautiverio, había visto pasar a tres reyes. Las instituciones cambiaban, el tiempo pasaba, y era el único viejo detenido al que no le daban la libertad.
Por fin libre
En 1820, gracias al pronunciamiento del teniente coronel Rafael de Riego -que determinó que no se enviase una fuerza a recuperar las colonias en América- se decretó que todos los americanos presos por opiniones políticas fuesen liberados y se les diesen dinero para que puedan viajar; pero Tupac Amaru quedó al margen de esta medida, ya que el auditor Antonio García Veas se negó a liberarlo, aduciendo que estaba detenido por el Consejo de Indias.
Su amigo Martel le aconsejó reportarse enfermo para ser llevado a Algeciras a atenderse y que, si allí no conseguía la libertad, podría asilarse en Gibraltar. Camino al muelle para subirse al barco que lo llevaría a esa ciudad, cayó por una escalera, se rompió un brazo y sufrió diversas contusiones. Cuando por fin se recuperó, viajó y tuvo la suerte de ser presentado al general americano Demetrio O’Dali, quien le permitió andar libremente.
Durante un año y medio intentó pasar subrepticiamente a Gibraltar, pero el hombre que debía ayudarlo cada vez pedía más dinero, lo que el viaje le resultaba imposible de hacer.
Sin embargo, luego de un nuevo pedido, le fue otorgada la libertad y se dirigió a Cádiz y, ante la imposibilidad de embarcarlo en un buque español, fue otro vía crucis conseguir el modo de subir a un barco de otra nacionalidad que aviniese a llevarlo. Suplicó a un hombre que se estaba por embarcar hacia Buenos Aires, que lo ayudase a negociar el precio con el capitán. Se embarcó, enfermo, el 3 de julio de 1822 y zarpó hacia América un mes después. Tenía 84 años.
El viaje fue complicado. A los diez días se descompuso por los mareos y por ingerir carne mal cocida, pero luego de los cuidados de su amigo Martel, llegaron a Buenos Aires.
Varios amigos lo recibieron y se alojó en la casa del marino recién retirado Juan Bautista Azopardo, con quien había compartido cinco años de encierro en Ceuta. Un decreto del gobierno le asignó una pensión de 30 pesos y una vivienda. Allí en la casa del marino que vivía en Corrientes y Cerrito -los fondos daban a la Iglesia de San Nicolás, donde hoy está el Obelisco- escribió sus memorias, con los detalles volcados en estas líneas gracias a los textos publicados por el Centro de Estudios sobre Pueblos Originarios, dependiente de la Biblioteca Nacional.
Murió el 2 de septiembre de 1827. Un reducido cortejo acompañó sus restos al convento de Santo Domingo. En algún lugar del cementerio de la Recoleta, que el tiempo se ocupó en ocultar, descansan los despojos de quien podría haberse transformado en un rey inca para los americanos.