El cajón de pino, cubierto por un paño negro, fue llevado en humilde procesión por un puñado de familiares y amigos del ilustre muerto, y depositado junto al altar en el convento de Santo Domingo. Hasta allí se dirigió el médico irlandés John Sullivan para practicar la autopsia al maltratado cuerpo del olvidado por muchos Manuel Belgrano.
Sullivan, que había llegado al Río de la Plata con las invasiones inglesas, era profesor de medicina y cirujano del ejército, y en los últimos dos meses fue uno de los profesionales que había atendido al creador de la bandera.
El otro era el escocés Joseph James Thomas Redhead. Había llegado a Buenos Aires alrededor de 1803. En 1806 viajó a Potosí donde se ocupó de suministrar la vacuna contra la viruela y tres años después se estableció en una finca en las afueras de la ciudad de Salta.
Organizó un herbario, donde cultivaba especies para el tratamiento de enfermedades. Enseñaba cómo preparar medicamentos y así evitar las boticas y farmacias que vendían el mismo preparado pero mucho más caro. Este clínico y obstetra introdujo la costumbre de hervir agua y verterla tibia en una bañera para que allí las parturientas dieran a luz. También estudió la naturaleza del lugar, especialmente cuestiones relativas a la minerología y topografía. Escribió “Dilatación progresiva del aire atmosférico”, que publicaría en Salta en 1819, dedicado a Belgrano.
Estando en el norte, se transformó en el médico personal y también en amigo de Belgrano. Lo trató de su paludismo con un medicamento elaborado en base a la corteza del árbol de quina y estuvo a su lado cuando su salud empeoró notoriamente.
Redhead estaba junto a Güemes cuando recibió un mensaje de su viejo amigo para que lo acompañase a Buenos Aires.
La autopsia
Sullivan se encontró con un cuerpo muy maltratado por las distintas enfermedades que había sufrido a lo largo de su vida: sífilis, paludismo, hematosis y además se sospechó que había contraído el mal de Chagas.
Extrajo cerca de medio litro de líquido en el abdomen; el bazo e hígado los encontró grandes; éste último estaba duro y detectó un tumor. Los intestinos estaban distendidos, con aire. Los riñones también estaban rígidos al tacto.
Los pulmones, del tamaño de una mano, estaban colapsados y llenos de líquido y el corazón también estaba agrandado. Sullivan quiso extraerlo y conservarlo, pero la familia no lo permitió.
Ese hombre de regular estatura, de ojos azulados, cabello rubio y de tez blanca, lampiño, lucía patilla corta a la inglesa. Mitre lo describe como de contextura delicada, aunque era una persona a la que era difícil seguirle el paso, de tan rápido que caminaba mientras daba órdenes e indicaciones, y no dormía más de tres o cuatro horas.
Lejanos habían quedado esas noches en que, montado a caballo, recorría las posiciones de su ejército, solo o acompañado por un ordenanza. El gobierno, desbordado por la crisis institucional no respondía sus reclamos del pago de los 18 sueldos atrasados, dinero que precisaba para pagar deudas. Solo recibiría 300 pesos.
“Se vio abandonado de todos el general Belgrano, nadie lo visitaba, todos se retraían a hacerlo”, se lamentaba José Celedonio Balbín, tal vez uno de los pocos amigos que le quedaban.
Fue Balbín quien le prestó los 2000 pesos que necesitaba, y que compañeros de antaño le habían negado, para que pudiese regresar a Buenos Aires, donde había decidido morir. El general lo tranquilizó, asegurándole que se lo devolvería luego que cobrase los sueldos. A Balbín también solía pedirle unos pesos para poder comer, cuando estuvo en Tucumán.
En febrero de 1820, emprendió su viaje a Buenos Aires desde esa provincia. Allí tuvo intención de encontrarse con María Dolores Helguero y Liendo, madre de su hija, Manuela Mónica del Corazón de Jesús. Pero muchas cosas habían pasado en el medio.
Se habían conocido en una de las tantas fiestas que se celebraron en esa provincia cuando se declaró la independencia. A mediados de 1818 Dolores quedó embarazada, pero el general no dio señales de formalizar la relación. Mientras Belgrano se encontraba con su ejército en Santa Fe, los padres de la muchacha la casaron con Manuel Rivas, con quien se fue a vivir a Catamarca. Y con ellos fue su pequeña hija Manuela Mónica, que había nacido el 4 de mayo. Con el tiempo, Rivas las abandonaría, viajando a Bolivia para no volver más.
No fue el primer romance del general. Había tenido antes otro hijo con María Josefa Ezcurra, con quien había comenzado a noviar antes de la Revolución de Mayo. Cuando el padre de la muchacha se enteró, sin dudarlo llamó a un primo de España, con el que la casó. Luego de mayo de 1810 el hombre, ciento por ciento español, se volvió a su país, dejando a Josefa sola.
Ella no lo dudó. Viajó al norte donde se encontró con Belgrano. Embarazada, se dice que para ocultar su estado, se recluyó en una estancia de Santa Fe donde dio a luz a Pedro Pablo en julio de 1813. Adoptado por su cuñado Juan Manuel de Rosas, el chico, cuando se enteró de quien era su padre, pidió llevar también el apellido Belgrano.
Cuando se encontraba en Tucumán, postrado, en la noche del 11 de noviembre de 1819 fue detenido por el capitán Abraham González, quien había sublevado una guarnición. Quiso engrillarle las piernas ya deformadas por la hidropesía que sufría, pero la oportuna intervención de su médico Redhead, lo impidió. Era tiempo de partir hacia Buenos Aires.
El principio
Había nacido en Buenos Aires el 3 de junio de 1770. Era hijo de un pudiente comerciante genovés, Domingo Belgrano Peri y de la porteña María Josefa González Casero. Gracias a la fortuna familiar, el joven Manuel pudo estudiar en las universidades de Salamanca y Valladolid, donde se recibió de abogado en 1793. Su primer empleo fue como primer secretario del Consulado, donde se había propuesto el fomento de la agricultura y del comercio.
Cuatro años más tarde, durante las invasiones inglesas, se incorporó a las milicias criollas en una compañía de caballería; llegaría a sargento mayor del flamante Regimiento de Patricios.
Al final de la convulsionada semana de Mayo lo encontró como vocal de la flamante Primera Junta de Gobierno, luego de una activa participación en esos días. Había tenido antes un fracaso político cuando, junto a su primo Juan José Castelli, Hipólito Vieytes y otros habían tentado a Carlota Joaquina de Borbón, hermana de Fernando VII, a instituirse como regente del virreinato, en momentos en que Napoleón Bonaparte se había apoderado de España. Carlota, rodeada de su corte en Río de Janeiro, finalmente descartó la propuesta.
Sin experiencia militar, se le encomendó la expedición al Paraguay, Litoral y Banda Oriental, con dos centenares de soldados entresacados de otros cuerpos. Fundó los pueblos de Curuzú Cuatiá y Mandisoví. Luego de un triunfo militar, fue derrotado en Paraguarí y Tacuarí. El desplazamiento de los morenistas del gobierno tal vez influyó a que fuera juzgado, aunque terminaría sobreseído.
De vuelta en Buenos Aires, fue designado jefe del Regimiento de Patricios. Fue muy resistido entre la tropa, muy fiel a Cornelio Saavedra, su antiguo comandante. En el fondo, subsistía esa puja entre morenistas y saavedristas. En ese enfrentamiento había que buscar las razones del famoso “motín de las trenzas”.
Más tarde, fue enviado a custodiar las costas del Paraná por posibles desembarcos de españoles, que se habían hecho fuertes en la vecina Montevideo. Entonces, recibió el visto bueno cuando se le ocurrió diseñar una escarapela que identificase a sus soldados. Sería de “color blanco y azul celeste”.
Pero el Triunvirato desaprobó cuando el 27 de febrero enarboló por primera vez la bandera argentina. Le había escrito al gobierno que “siendo preciso enarbolar bandera, y no teniéndola, mandela hacer blanca y celeste, conforme a los colores de la escarapela nacional. Espero que sea de la aprobación de V.E….”. Entonces tuvo que guardarla -”haga pasar como un rasgo de entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola disimuladamente”- le escribió entonces Bernardino Rivadavia.
No las tuvo fáciles. Luego de la derrota de Huaqui, debió hacerse cargo del desmoralizado y mal equipado Ejército del Norte. Algo debió tener para organizar el famoso éxodo jujeño, en agosto de 1812, para dejarle al invasor español solo tierra arrasada y desobedeció al gobierno que le ordenaba bajar a Córdoba.
Belgrano había decidido no dejarle servido a los realistas todo el norte. Los derrotaría en Tucumán, el 24 de septiembre de 1812 y en Salta en 20 de febrero del año siguiente. Sin embargo, luego que en un mes y medio fuera derrotado en Vilcapugio y Ayohuma, José de San Martín lo relevaría.
El 6 de julio de 1816, en sesión secreta en el Congreso de Tucumán, les relató a los congresistas sus impresiones del viaje a Europa que había emprendido con Bernardino Rivadavia. En el Viejo Continente, derrotado Napoleón, volvían a “monarquizarlo todo”, tal cual escribió. Se mostró partidario de una monarquía constitucional, coronando a un rey inca. Las discusiones entre los congresistas sobre la forma de gobierno a adoptar fueron largas y el proyecto de un monarca indígena quedó solo en una idea.
Por los triunfos de Tucumán y Salta, la Asamblea del Año XIII lo premió con 40.000 pesos, una verdadera fortuna. Belgrano dispuso destinarlos a escuelas públicas que debían construirse en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Tan entusiasmado estaba que redactó un reglamento para su funcionamiento destacando, entre varios artículos, la labor del maestro, a tal punto que debía honrárselo en posiciones de privilegio en ceremonias oficiales, “reputándosele por un Padre de la Patria”.
El final
En febrero de 1820 se puso en marcha hacia Buenos Aires, acompañado de su médico, el capellán Villegas y sus ayudantes de campo Jerónimo Elguera y Emilio Salvigni. Tenía las piernas muy hinchadas por la hidropesía y en cada posta debían alzarlo y conducirlo directamente a la cama. Llegó a Buenos Aires en marzo y se estableció en la casa paterna, donde había nacido, a metros del convento donde sería enterrado.
Pasaba sus días sentado en un sillón y a la noche le era difícil conciliar el sueño, ya que no podía acostarse del todo. Sullivan solía tocar el clavicordio para distraerlo, aunque a veces Belgrano echaba a los visitantes para quedarse solo.
Estuvo rodeado por sus hermanos y por su médico, a quien le obsequió el único bien que le quedaba: un reloj de bolsillo de oro y esmalte, con cadena de cuatro eslabones con pasador, con el monograma “Belgrano” grabado. Había sido un obsequio del rey Jorge III de Inglaterra. También le cedió el carruaje en el que había viajado del norte.
Murió a las 7 de la mañana del 20 de junio de 1820 en una Buenos Aires anárquica y asolada por la guerra civil que llegó a tener ese día tres gobernadores distintos: Ildefonso Ramos Mejía, Estanislao Soler y el Cabildo. Solo los que cinco días después leyeron el “Despertador Teofilantrópico Místico Político” del Padre Francisco de Paula Castañeda, se enteraron de su muerte. Tan desapercibida pasó que el gobierno, cuando consideró que el ambiente político estaba un poco más tranquilo, ofició el 29 de julio de 1821 los funerales que habría merecido entonces.
Fue enterrado en el convento de Santo Domingo, con los hábitos de esa orden, según dispuso, y se usó el mármol de la cómoda de su madre para la lápida.
En 1902 exhumaron sus huesos para colocarlos en el monumento donde actualmente descansan. Dos ministros enviados por el presidente Julio A. Roca dieron la nota: Joaquín V. González y Pablo Riccheri, del Interior y de Guerra, se habían llevado dientes del prócer. “Para mostrárselos a Mitre”, se disculparon al devolverlos. “Que devuelvan esos dientes al patriota que menos comió en su gloriosa vida con los dineros de la Nación”, reclamó el diario La Prensa.
En cuanto al dinero donado para la construcción de escuelas, la de Tarija se inauguró en 1974; la de Tucumán en 1998 y la de Jujuy en 2004. No hay datos de la de Santiago del Estero.
Y del famoso reloj, que había sido donado al Museo Histórico Nacional en 1901 por Carlos Vega Belgrano, sería robado en julio de 2007. Desde 1938 se fijó el 20 de junio como el día de la bandera, cuando fue la jornada más triste en la que un ilustre muerto pasó con un estruendoso silencio a la eternidad.