Juan Bautista Alberdi estaba cansado, solo, con su carácter más melancólico que nunca. En 1879 obtuvo una candidatura a diputado nacional por Tucumán y se desempeñó como vicepresidente del cuerpo. “La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual”, fue el texto que había preparado, y que un colaborador leyó el 24 de mayo de 1880, cuando fue homenajeado en la Facultad de Derecho y se le otorgó el honoris causa.
Tanto Bartolomé Mitre como Domingo Faustino Sarmiento se habían ocupado de hacerle la vida imposible. El primero por su abierta oposición a la guerra del Paraguay y el segundo por la aguda polémica que ambos habían mantenido apenas caído Rosas y que quedó para la historia en las Cartas Quillotanas y Las Ciento y Una, aunque con el sanjuanino haría las paces.
Una úlcera gástrica lo tenía a maltraer. Hizo las valijas y partió nuevamente hacia Francia y en el viaje en barco, sufrió un ataque cerebro vascular que le inmovilizó un brazo y una pierna.
Acompañado por Angelina, su ama de llaves de siempre,ocupó un departamento en un segundo piso de la calle Richepanse. Aún conservaba gran parte de un característico pelo lacio, ya canoso. Caminaba con cierta dificultad, arrastrando la pierna y, tal como estaba de moda entonces, concurría a los baños termales.
No tardó en aparecer síntomas de senilidad y fue internado en un asilo de Neuilly-sur-Seine, donde solo lo visitaba su ama de llaves. No tenía a nadie en ese país, y nunca reconoció a un hijo que había nacido en Montevideo.
Había nacido el 29 de agosto de 1810 en San Miguel de Tucumán, en la tercera casa a la derecha del cabildo, frente a la plaza principal, solar donde hay un comercio gastronómico. Su mamá, Josefa Rosa de Aráoz de Valderrama, alta, delgada, rubia, nunca pudo recuperarse del parto y falleció siete meses más tarde. “Mi nacimiento fue mi primera desgracia”, se lamentaría años después. Lo crió su papá, Salvador Alberdi, un vizcaíno amigo de Manuel Belgrano. Juan Bautista nunca olvidaría los paseos que daba a caballo apeado junto al creador de la bandera.
Su papá se dedicaba al comercio y fallecería cuando Juan Bautista tenía 11 años. Bajo, de aspecto debilucho, sus cuatro hermanos siempre estuvieron pendientes de él. De su Tucumán natal recordaba los abrumadores tañidos de las campanas de las iglesias anunciando los triunfos de Chacabuco y Maipú.
Gracias a una beca, ingresó en 1824 en el Colegio de Ciencias Morales, en la ciudad de Buenos Aires. Al cuidado de su hermano y tutor Felipe, pidió abandonarlo por los atajos pedagógicos de enseñanza, basados en los castigos corporales y los encierros. “Me fue imposible soportar la disciplina”, escribiría en sus memorias. El rector -uno de los hermanos de Belgrano- había evaluado que el alumno tenía una especial aversión por los estudios y que solo le atraía la música. Tiempo después, arrepentido, volvería a las aulas.
Lo emplearon como dependiente en la tienda de Moldes, viejo amigo de su padre. En cualquier momento libre, era visto con un libro en la mano -Las ruinas de Palmira, de Volney fue el primero- y también se daba tiempo para estudiar música y componer. Solía usar el piano de Mariquita Sánchez de Thompson, ya que por un tiempo vivió en una habitación que ella le alquilaba.
En una oportunidad que cayó enfermo, una de sus tías le prohibió tomar medicamentos. Le aconsejó dejar los libros, ir a los salones de baile. “Ese fue el origen de mi vida frívola en Buenos Aires”, dejaría escrito.
Si bien en 1831 ingresó a la Universidad de Buenos Aires a estudiar Leyes, no soportó el espeso clima que se vivía en la ciudad por el rosismo, y siguió sus estudios en Córdoba, aunque allí no los completaría.
Pudo tener un sorprendente padrino cuando, con una carta de recomendación, se presentó ante Facundo Quiroga, que vivía en Buenos Aires. Alberdi deseaba progresar en la ciudad, y el riojano lo animó a continuar sus estudios en Estados Unidos, que él se haría cargo de los gastos. Ya con las valijas hechas, se echó atrás.
Vida literaria y política
No era Buenos Aires la adecuada para mentes como la de Alberdi. Ya pertenecía a un grupo de intelectuales junto a Juan María Gutiérrez, Marcos Sastre, Vicente Fidel López, Esteban Echeverría y Miguel Cané, entre tantos otros. Este grupo fundó el Salón Literario. Allí se pondría al día con la corriente romántica y las ideas filosóficas de moda en Europa.
Lo que en un comienzo fueron charlas relacionadas al arte, la literatura y la música rápidamente se volcó hacia cuestiones más políticas y más peligrosas para ejercer bajo la mirada rosista, que todo lo percibía. Como así lo entendieron, fue en la clandestinidad que formaron la Asociación de la Joven Generación Argentina, que le haría erizar los cabellos al federal menos fanático. Abogaban por las ideas liberales, volver a los ideales de Mayo, terminar con la dicotomía entre unitarios y federales y establecer un gobierno constitucional. No se dieron a publicidad los nombres de sus integrantes ni dar a conocer su declaración de principios porque “nos seguían la pista los esbirros del Tirano”, como escribió Echeverría.
Sus primeros trabajos fueron “El espíritu de la música” y “Ensayo sobre un método nuevo para aprender a tocar el piano con la mayor facilidad”. El obispo de Tucumán lo describiría como un “joven de modales finos, de talento soberano, el Rossini tucumano”.
En 1838 Alberdi se exilió en Uruguay y a través de sus notas periodísticas criticaba a Rosas. “Me expatrié voluntariamente por no tolerar la tiranía”. No tenía su título universitario por negarse a prestar juramento de fidelidad a Rosas. Finalmente se recibió de abogado en Montevideo.
Había dejado ya los mensajes velados que, ingeniosamente colaba en La Moda, una publicación semanal dedicada a la música, la poesía, la literatura, que editó por algún tiempo en 1837, y donde sus notas las firmaba como “Figarillo”, ya que era un admirador de Fígaro.
“Tenemos ya una voluntad propia, nos falta una inteligencia propia. La inteligencia es la fuente de la libertad. La inteligencia emancipa los pueblos y los hombres. El pueblo es más pacífico a medida que es más inteligente. Y la primera condición de la libertad es la paz”, reflexionaba.
En 1842 publicó El gigante Amapolas, una obra satírica en la que parodia a Rosas. Pudo abandonar la ciudad sitiada de Montevideo y en 1843 viajó a Europa. Tuvo dos encuentros con el general José de San Martín, a quien encontró lúcido y vital. Ese año se estableció en Chile, donde ejerció como abogado y escribía artículos en diarios locales. En la nación trasandina escribió la Memoria sobre la conveniencia y objetos de un Congreso General Americano, que debería ocuparse de fijar los límites de los países del continente.
Las Bases
Alberdi entendió que la caída de Rosas en febrero de 1852 debía ser el inicio de la reorganización nacional. En mayo editó “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. En una de sus cartas, diría que “las Bases son un escrito ligero, hecho en veinte días de ocio en el feriado”.
Se lo envió a Justo José de Urquiza. Las Bases harían honor a su nombre, cuyo contenido servirían para elaborar la Constitución de 1853. En julio, editó una segunda edición, en la que incluyó un proyecto de Constitución. “El hombre libre no necesita tutores y, como artífice de su felicidad, si tiene que dar cuenta de sus acciones es a Dios y a sus jueces para satisfacción del bien y el orden universal”.
“Gobernar es poblar”, insistía. “El tipo de nuestro hombre sudamericano debe ser el hombre formado para vencer al grande y agobiante enemigo de nuestro progreso: el desierto, el atraso material, la naturaleza bruta y primitiva de nuestro continente”.
Sarmiento, que había alabado su trabajo, no le gustó nada ser desoído por Urquiza quien, según aquel, no había desarmado el aparato rosista, mantenía a algunos viejos funcionarios del régimen depuesto y se entendía con los caudillos federales del interior. Para el sanjuanino, Urquiza era la continuación de Rosas.
El sanjuanino volvió a exiliarse en Chile, donde acusó a Alberdi de ser un agente del entrerriano. En realidad, Alberdi consideró que Sarmiento atacaba injustamente a Urquiza en el libro “La Campaña del Ejército Grande”. Es así que desde el poblado chileno de Quillota escribió un folleto titulado “Cartas sobre la prensa y la política militante en la República Argentina”, en el que criticaba duramente el libro en cuestión. Pasaría a la historia como “Cartas quillotanas”, en las que le enrostraba a Sarmiento que desconocía que con la caída de Rosas había comenzado una nueva etapa, que su pluma no servía a los intereses de la República y que destruir era sencillo, pero que edificar requería de aprendizaje, entre otras críticas.
Sarmiento, enfurecido, le respondió con cinco folletos que llamó “Las ciento y una”, en las que lo acusaba a Alberdi de contratarlo para destruirlo, no lo creía honrado en política, lo acusaba de mentiroso y que hacía buena letra porque buscaba un puesto de embajador en el nuevo gobierno.
Para Alberdi, la caída de Rosas significó una oportunidad que se abría para construir una nación civilizada, con una economía de mercado abierta a todo el mundo. Miraba hacia Europa y promovía la inmigración a fin de transformar las costumbres y los hábitos locales y que contribuyese a poblar el país.
Otra de las obras claves fue el “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina y de la integridad argentina bajo todos los gobiernos”, en el que defiende el nacionalismo económico, fustiga los impuestos confiscatorios y llama “malversación” a los gastos excesivos del gobierno.
“Hambre de instrucción”
Escribía que “nuestras capitales ociosas eran escuelas de vagancia, de donde salían, para desparramarse en el resto del territorio, los que se habían educado entre las fiestas, el juego y la disipación, en que vivían envueltos los virreyes, corruptores por sistema de gobierno. Nuestro pueblo no carece de pan, sino de educación, pues aquí tenemos un pauperismo mental. Nuestro pueblo argentino muere de hambre de instrucción, de sed de saber, de pobreza de conocimientos prácticos en el arte de enriquecer”.
En 1855 fue nombrado encargado de negocios de la Confederación Argentina ante Francia, Gran Bretaña, España y la Santa Sede. El 29 de abril de 1858 lograría el reconocimiento de España de la Confederación y firmaría dos tratados sobre comercio y navegación. Escribiría que “por el primero, España renuncia al territorio de la República Argentina que fue colonia; por el segundo, lo recupera como mercado libre”.
En 1858 reflexionó: “Nos dice igualmente la ciencia de la riqueza que la pobreza, su reverso, tiene por causas la ociosidad y el dispendio, es decir, dos malas costumbres de la sociedad o del hombre de que ella está formada. Sin embargo, los mismos que repetimos a cada instante los teoremas de esa ciencia nos creemos opulentos en medio de los andrajos de la miseria, de la deuda y de la insolvencia, si poseemos un territorio vasto, fértil, variado y de buen clima, sin advertir, por un momento, que la sociedad ociosa y disipada es origen y causa de su pobreza, aunque habite el suelo más privilegiado del mundo; y con doble razón si el suelo no está habitado por sociedad alguna, ni trabajadora ni ociosa”.
Para mal, su suerte cambió cuando Urquiza fue derrotado en Pavón, y Mitre lo despojó de su cargo y los años de sueldos que le adeudaban quedaron en el limbo eterno. Su único ingreso fue un alquiler de una propiedad que poseía en Chile.
Cuando estalló la guerra de la Triple Alianza, fue un férreo defensor del Paraguay. Algunos creyeron que su libro “El Crimen de la Guerra”, de 1870, fue un alegato contra este conflicto bélico. Lo tildaron de traidor.
Sus “Obras completas” fueron editadas a instancias del presidente Roca quien, ya viviendo sus últimos días de vida, le otorgaría una pensión, de la que nunca se enteraría.
Murió el 19 de junio de 1884 y fue sepultado en el cementerio de Père Lachaise. El presidente Miguel Juárez Celman dispuso la repatriación de sus restos en 1889, los que llegaron a bordo del vapor Azopardo.
Llevado al cementerio de la Recoleta, hace algunos años, descansa en la casa de gobierno de su provincia natal, aquel quien aseguraba que “amo la libertad para poseerla, aunque esta expresión escandalice a los que no la aman sino para violarla. Pero no hay más que un modo en poseer su libertad, y ese consiste en poseer la seguridad completa de sí mismo”.
Fuentes: Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina; Estudios Económicos, de Juan B. Alberdi; Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina, de Juan B. Alberdi