El virrey Santiago de Liniers tenía al español Pedro José Marco entre ojo y ojo. Llegó a prohibirle que los parroquianos de su concurridísimo café hablasen de cuestiones de Estado, que de lo contrario no tendría más remedio que clausurarlo. Además estaba convencido que ese próspero hombre de negocios estaba en conversaciones con “el miserable” de Francisco Javier, D ‘Elío, el gobernador militar de Montevideo, con quien estaba enfrentado.
Cuando el 1 de enero de 1809 estalló la conspiración de Martín de Alzaga para deponer a Santiago de Liniers, el café finalmente cayó en la volteada y fue clausurado por unos días, mientras que Marco fue a parar a la cárcel. Inútil fue convencer de que era imposible controlar lo que decían los parroquianos y que, en definitiva, eran delitos individuales.
Es que Liniers lo que buscaba no era solo cerrarlo, sino provocar que se mudase de la estratégica zona en el que estaba: calle de la Santísima Trinidad, hoy Bolívar, y San Carlos, Alsina, frente a la iglesia de San Ignacio.
Tenía su entrada por Santísima Trinidad y era más que un simple café, era el café clave de Buenos Aires donde muchas cosas pasaban.
Abrió el jueves 4 de junio de 1801, año en que hubo muchas novedades en estas tierras. El 1 de abril había salido el primer diario, llamado Telégrafo Mercantil de las Provincias Unidas del Río de la Plata, fundado por Antonio Cabello y Mesa y el 20 de mayo asumía como virrey Joaquín del Pino, reemplazando al marqués Gabriel de Avilés, a quien enviaron como virrey de Lima.
Billar y discusiones
Marco había invertido cerca de treinta mil pesos en montarlo. Cercano al Cabildo y de los regimientos, era un lugar obligado donde se podía jugar a las cartas, al billar, tomar algo y discutir de política. “Al café, al café” se autoconvocaba la gente a la hora de participar en alguna movida política.
En la puerta colgaba el cartel de “Villar, confitería y botillería”, sí, con “v” corta, como se usaba entonces.
A la hora de escribir su historia, lo han llamado el Café de San Marcos, Café de Marco o Marcos y hasta Mallcos. Por la atención y servicio se transformó en un café muy popular.
Apenas traspasada la entrada, el parroquiano se encontraba con un amplio salón, cuyas paredes estaban cubiertas con papel francés con motivos de paisajes de lugares exóticos o bien con escenas de obras literarias, como era el caso del Quijote. También disponía de dos espejos.
Al fondo una innovación: dos mesas de billar, en tiempos en que todos los cafés de la ciudad disponían de uno. Daba distinción y era un imán especialmente para la gente joven. Marco pagaba de impuesto dos pesos por mes por cada mesa de este juego.
El primero en introducir el billar en el Río de la Plata había sido Simón de Valdéz en el siglo XVII, un controvertido personaje quien por un tiempo se desempeñó como tesorero de la Real Hacienda y que había hecho fortuna con el contrabando y el comercio de esclavos.
Marco debía esforzarse porque el café del vasco Domingo Alcayaga no solo tenía una mesa sino que había armado una cancha de bolos, mientras que el local de Francisco Cabrera también le hacía competencia. También debía esmerarse para poder sacarle clientela al primer café que había abierto en la ciudad, el de los Catalanes, que funcionaba desde el 2 de enero de 1799, atendido por el italiano Miguel Delfino. La competencia era dura: el del Agustín Rocha había instalado una ruleta, donde la gente de los arrabales dejaba sus pocos pesos. En la orilla de enfrente, Montevideo, el primer café fue abierto por José Beltrán en 1792.
El de Marco poseía espacios para tertulias, un patio, cubierto por una lona para atajar el sol del verano, aljibe y un sótano, donde se mantenía fresca la bebida.
Transitar por la ciudad era un verdadero martirio, con calles de tierra sin arreglar y por las que era imposible cruzarlas cuando llovía. Por eso a partir del 1 de julio brindaba un servicio adicional: un coche de cuatro asientos podía ser alquilado cuando la lluvia impidiese al parroquiano volver a su casa.
La carta
Era uno de los cafés donde mejor servicio tenía. Un mozo que generalmente atendía fumando servía vinos españoles, aguardiente, anís, chocolate, sangría, candial y agua de horchata, aunque la especialidad era café y leche, así se llamaba y tenía su propia ceremonia: el mozo traía un plato con azúcar, el parroquiano ponía encima el tazón, lo daba vuelta y el mozo agregaba el café y la leche hasta el borde mismo del recipiente.
Lo que no se servía era té, producto que solo se lo conseguía en boticas, ya que se le atribuía propiedades medicinales.
Marco tenía un socio, Antonio Gómez, que explotaba otro bar muy cerca de ahí, en Perú y Alsina. A este local, de menor vuelo, eran habitués los actores que trabajaban en el teatro de la Ranchería y los que asistían al mercado que estaba enfrente.
Al tiempo de haber abierto, Marco hizo refacciones gracias a la venta de los dos billares, uno al francés Raymond Aignasse y el otro a José Antonio Gordon, éste último antiguo empleado de Marco. Tiempo después volvió a comprar dos mesas. En lo de Aignasse se comía tan bien, que las familias enviaban a sus esclavos para que aprendiesen a cocinar. Durante la primera invasión inglesa, Aignasse era el que le preparaba la comida al general William Beresford y de allí salió la última comida para los condenados a muerte por el Motín de las Trenzas.
No existían entonces los locales que podían permanecer abiertos hasta muy tarde. Las horas hábiles de actividad comercial estaban regladas por sendos disparos del cañón del fuerte y, en más de una oportunidad, fue multado por expender bebidas fuera de los horarios permitidos.
Invasiones y política
Durante la primera invasión inglesa, desde sus techos se vigiló el cuartel de la Ranchería, entonces ocupado por los británicos y durante la segunda invasión, a pesar de haber quedado dentro del área donde se combatía casa por casa, no fue afectado, aunque sí se celebró la victoria.
En los sucesos de Mayo de 1810, fue adoptado como lugar de reunión de los criollos que buscaban el apartamiento del virrey y la conformación de una junta de gobierno. Por eso los españoles dejaron de concurrir y se reunían en la botica del catalán Francisco Marull, distante media cuadra sobre la vereda de enfrente, y a la que se conocía como “la botica del Colegio”. Ese negocio, que se transformó en uno de los primeros puntos de sociabilidad porteña y cuya tradición continuaría su sobrino Narciso.
Así fue como los morenistas tomaron al de Marco como su segundo hogar, lo que llevó al deán Gregorio Funes a decir que los que lo frecuentaban “eran muchachos perdidos sin obligaciones”.
Marco era un próspero hombre de negocios que tenía propiedades en la ciudad que alquilaba y durante los viajes de negocios que solía hacer a Río de Janeiro, ocupaba su lugar su socio Diego Larrea. Fue además el fiador del maestro mayor Francisco Cañete, quien estuvo a cargo de la construcción del Coliseo, frente a la plaza del fuerte y que también levantó la Pirámide de Mayo.
Que allí haya nacido la Sociedad Patriótica el 11 de marzo de 1811 por los morenistas que buscaban reagruparse para declarar la independencia, brinda la importancia que tenía este café y también se escucharon encendidas arengas en1812, durante el motín de Alzaga.
En los tiempos de Juan Manuel de Rosas, desde su puerta salió un aluvión de personas que, con diversos instrumentos, piano incluido, recorrió las calles de la ciudad con la finalidad de darle una serenata a Manuelita Rosas, la hija compasiva del señor de la Confederación.
La fiebre amarilla de comienzos de 1871 fue el fin del café. La implacable epidemia que no distinguía entre clases sociales, modificó la fisonomía de la ciudad. Muchas familias con recursos decidieron moverse hacia el norte y el café, que ya languidecía, debió cerrar, transformándose en un triste recuerdo, donde jóvenes que ahora eran ancianos evocaban aquellos tiempos en que, para ellos, el pasado había sido mejor.
Fuentes: Los Cafés de Buenos Aires, de Jorge Bossio: Noticias Históricas, de Ignacio Núñez; Buenos Aires setenta años atrás, de José A. Wilde; De fondas, cafés, restaurantes y hoteles en el antiguo Buenos Aires, de Vicente Gesualdo