Fue el miércoles 30 de mayo: Córdoba ya no hablaba de otra cosa. Hubo sorpresa e indignación sobre lo que había ocurrido en la ciudad de Buenos Aires. Pero las noticias que llegaban se asemejaban a un teléfono descompuesto, en el que las versiones eran contradictorias, a veces sin principio o sin final de lo que había ocurrido en el cabildo especialmente el 22, cuando el pueblo debatió si debíamos seguir teniendo virrey o darnos una junta de gobierno.
Esa misma noche se realizó una reunión en la casa del gobernador intendente de Córdoba del Tucumán, Juan Gutiérrez de la Concha. Allí estuvieron Santiago de Liniers, quien le había entregado el mando a Cisneros el año anterior; el francés vivía en Alta Gracia inmerso en sus negocios y estaba de paso en la ciudad; el obispo Rodrigo de Orellana, Santiago Allende, coronel de milicias de la caballería del rey; los oidores Moscoso y Zamalloa, los alcaldes Piedra y Ortiz, el asesor Victorino Rodríguez, teniente asesor del gobierno de Córdoba, el deán Gregorio Funes y el tesorero real Joaquín Moreno.
No eran gente desconocida para el gobernador: pertenecían a su círculo de confianza, menos el deán Funes y los alcaldes que fueron convocados especialmente para que aportasen en lo que se discutiría.
Ellos sabían bien lo que ocurría gracias al mensaje que el ex virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros les había mandado a través de Melchor José Lavín, un entrerriano de 18 años que, en tiempo récord, había cubierto Buenos Aires y Córdoba por las postas donde sabía que obtendría caballos frescos para llegar cuanto antes.
Comentaron lo que se sabía y querían determinar qué hacer frente a lo que se venía. Quedaron en volver a reunirse.
El 4 de junio la tuvieron más clara: el correo procedente de Buenos Aires trajo los documentos y correspondencia que hablaban de que había un nuevo gobierno, con independencia de España pero que lo hacía en nombre del monarca. Leyeron los documentos del Cabildo de Buenos Aires, de la Junta y de la Audiencia, complementados con un montón de correspondencia particular.
Nuevamente esa noche hubo otra reunión en la casa del gobernador. Los asistentes tomaron decisiones: se desconocería esa junta, para lo cual contaban con el apoyo del ayuntamiento local y de la gente respetable de Córdoba.
Todos estuvieron de acuerdo menos Funes, quien aconsejó aceptar los hechos o, de últimas, que un cabildo abierto de la ciudad votase qué hacer. Liniers fue el más intransigente, descartando de plano semejante opción. En forma reservadísima, Liniers y Cisneros habían estado en contacto por medio de correspondencia llevada por gente de su confianza y conocía perfectamente qué ocurría y quienes eran los promotores del nuevo orden que había surgido.
Funes se levantó y abandonó la reunión. Durante 1809, cuando estuvo en Buenos Aires, se había relacionado con Belgrano, Castelli y Vieytes. El religioso tenía una vasta formación forjada en la Universidad de Córdoba y luego en la de Alcalá de Henares de España. Eligió aceptar al gobierno revolucionario.
El 5 de junio la gobernación de Córdoba comunicó que se había creado “abusivamente” una junta en Buenos Aires “sin más autoridad que la fuerza”, y que no se enviarían diputados, tal como establecía el acta firmada por la Primera Junta el 25 de mayo. El 6 se acordó oficialmente no reconocer a ninguna autoridad de Buenos Aires con el argumento de que, antes de tomar semejante decisión, se debió haber consultado a los pueblos del interior, incluso a los de Perú y Chile.
El 7, personalidades como Manuel Belgrano y Cornelio Saavedra le escribieron a Liniers para hacerlo desistir, explicarle que todo se hacía en nombre del rey Fernando VII, cuyos derechos estaban defendiendo. Por esos días llegó de Buenos Aires Mariano Irigoyen, cuñado del gobernador, enviado por la Junta para hacerlo entrar en razones. No hubo caso. Gutiérrez de la Concha estaba empecinado en obedecer a la Regencia instalada en Cádiz.
Cuando en Córdoba se enteraron de que en Buenos Aires se preparaba una expedición militar, que pasaría a la historia como Ejército Auxiliador, el cabildo local aconsejó que no partiese ya que todo estaba tranquilo en la provincia. De Buenos Aires le advirtieron a Gutiérrez de la Concha que reviese la medida porque, de lo contrario, “sería víctima de sus males”.
El 20 de junio Liniers recibió una carta confidencial de Cisneros en la que lo autorizaba a ponerse al frente de un movimiento contrarrevolucionario y le decía que debía coordinar las acciones con los españoles del Perú. El héroe de la Reconquista se metió de lleno en los planes, aunque amigos como su apoderado Francisco de Letamendi -socio de Sarratea, que era su suegro- le insistieron una y otra vez que no se involucrase, que todo terminaría mal.
La idea de Gutiérrez de la Concha era armar un ejército considerable, que diera batalla en un terreno en su provincia y que, si las cosas no salían de acuerdo a lo planeado, dirigirse hacia el norte para encontrarse en Jujuy con las fuerzas españolas que supuestamente vendrían del Perú. Los cordobeses eran optimistas: Montevideo y Paraguay eran resistentes a la Primera Junta; había otras provincias que posiblemente se plegarían a la resistencia y si Córdoba triunfaba seguramente los pueblos se encolumnarían y la victoria sería segura.
El 30 de junio, Liniers mandó a su hijo Luis a Montevideo para coordinar la conformación de un ejército y Gutiérrez de la Concha fue autorizado por el Cabildo local a usar fondos públicos para sumar hombres y armas.
Cuando el 25 de julio se supo que se aproximaba el ejército que había partido de Buenos Aires el 25 de junio al mando del coronel Francisco Ortiz de Ocampo, comandante del cuerpo de Arribeños, de Córdoba mandaron un centenar de hombres, algunos armados con fusil y otros con lanzas, al mando del coronel Santiago de Allende. Debían hacer correr la voz entre los soldados del ejército porteño que a cada soldado que desertase se le daría 50 pesos y que la suma sería mayor si lograse incendiar alguna de las carretas que transportaban la pólvora y armamento. En el mismo sentido, De la Concha le entregó a un individuo ocho mil pesos para que se infiltrase en la tropa y que se le daría otros 50 mil si lograba amotinar a los oficiales y tropa.
En pocas semanas Liniers logró reunir a una milicia de unos mil hombres de caballería, a los que se entrenó en el manejo de las armas de fuego. Como la infantería era escasísima, se la destinó a custodiar la ciudad y se juntaron 14 cañones tomados del fuerte de San Carlos.
Las órdenes de Ocampo eran claras: el ejército debía permanecer en Córdoba hasta que se reconociese a la Junta de Gobierno, debía velar por la elección de representantes y tenía vía libre para reprimir cualquier intento de resistencia, que debía ser sofocado.
Las primeras órdenes fueron la de apresar a los cabecillas y remitirlos engrillados a Buenos Aires, pero el 28 de julio un despacho reservado establecía la pena de muerte para Liniers, Gutiérrez de la Concha, Orellana, Rodríguez, Allende y Moreno. Ni el obispo se salvaba. Y que se los debía ejecutar en el lugar donde fueran apresados. La sentencia fue firmada por todos los miembros de la Junta, menos Manuel Alberti, que se abstuvo de hacerlo por su condición de cura.
En Córdoba todo era desorganización. Por un lado, mucha gente no estaba convencida de alcanzar el éxito, que se sumaba a la prédica del Deán Funes y su gente para aceptar a la Primera Junta. Los miembros del Cabildo comenzaron a dudar sobre qué hacer.
Finalmente, el 31 de julio, Liniers dispuso partir hacia el norte, con sus socios conspiradores y con las fuerzas reunidas. No bien abandonó la ciudad, el Cabildo cordobés envió un emisario al Ejército Auxiliador, anunciándoles que serían recibidos con los brazos abiertos. Cuando Francisco de Ocampo e Hipólito Vieytes entraron a la ciudad, lo hicieron en medio de aclamaciones, de vivas y de repiques de las campanas de las iglesias. Sin disparar un solo tiro había terminado la rebelión cordobesa.
Juan Martín de Pueyrredón fue nombrado gobernador interino y el 19 el Deán Funes fue elegido diputado al congreso que debía reunirse en Buenos Aires.
El fin de Liniers
En su huida para encontrarse con los jefes realistas en el Alto Perú, el antiguo virrey desconocía que muchos de sus oficiales tenían la misión de retrasar la marcha de la caravana, que sufría deserción tras deserción a pesar de que se ofrecía dinero. Terminó acompañado por una compañía de Blandengues de la Frontera.
Entre Totoral y Tulumba, a 200 km al norte de la ciudad de Córdoba, el resto de los soldados dejaron solos a sus jefes. En secreto, una partida de patriotas seguía en sigilo a la desmembrada columna, y advirtió a las postas de no asistir con caballos de refresco a los fugitivos. Para aligerar la marcha, los pocos seguidores de Liniers incendiaron un carro con municiones y clavaron los cañones. El 4 de agosto Liniers, entre San Pedro y Río Seco, se enteró de que las fuerzas enviadas por Buenos Aires habían entrado a Córdoba y que se había mandado una partida de 75 hombres para detenerlo.
Consideró que lo mejor era dividirse. Despidió a los oficiales, dejaron los lentos carruajes y montaron a caballo. Liniers, con su ayudante Lavín y el canónigo Llanos tomó hacia la sierra; el obispo Rodrigo de Orellana con su capellán Jiménez se dirigió a la casa del cura Juan José Espinosa, y el resto continuó por el camino de las postas. Pero los patriotas, enterados de este plan, ya habían enviado distintas partidas para detenerlos.
En la noche del 6, cerca de la villa del Chañar, atraparon a Liniers en un monte mientras descansaba. Le ataron las manos por la espalda con tal presión, que le hicieron sangrar las yemas de los dedos. Luego, se lo despojó de dinero, joyas y le robaron su equipaje. A la mañana siguiente, en el campamento del ejército, se encontró con los demás prófugos: Gutiérrez de la Concha; Victorino Rodríguez; Santiago Allende, coronel de milicias de la caballería del rey y el oficial real Joaquín Moreno, que habían sido capturados cerca de las sierras de Ambargasta, mientras que el obispo Rodrigo de Orellana había sido detenido a ocho leguas del lugar. Los 30 mil pesos que llevaba Moreno, desaparecieron.
“Iré yo mismo si fuese necesario”
Cuando Mariano Moreno se enteró de que Ortiz de Ocampo decidió por su cuenta llevar a los prisioneros a Buenos Aires, estalló de furia. Fusilar al héroe de la Reconquista en Buenos Aires era imposible. Le escribió a Castelli que cumpliese la orden de ejecutarlo donde lo encontrase y que si no se animaba, él iría personalmente.
Entre el 11 y 12 de agosto, la partida con los prisioneros estaban por Totoral. Iban prácticamente desnudos, víctimas de los saqueos y del continuo maltrato que recibían de la tropa, mientras los jefes hacían la vista gorda. Aun así, algunos vecinos se arriesgaron y les acercaron algo de comida y tabaco cuando la vigilancia se relajaba.
El 16, al obispo Orellana se le permitió dar misa. Todos los prisioneros comulgaron. El sábado 25 hicieron noche en la posta Esquina de Lobatón, casi en el límite con Santa Fe. El obispo les dijo que al día siguiente, domingo, oirían misa y comulgarían en la capilla de Cruz Alta. Entonces Juan José Castelli y Domingo French, que venían de Buenos Aires al frente de una partida de 50 húsares y con un escribano, tomaron el mando.
Al mediodía, a dos leguas de Cabeza de Tigre, actualmente ubicado en las afueras del pueblo de Los Surgentes, el teniente coronel de Húsares Juan Ramón Balcarce ordenó que los prisioneros fuesen llevados en coche a un monte, conocido como De los Papagayos, y también como Chañarcillo, un lugar como a cuatro leguas de Cruz Alta, un campo ondulante de talas y chañares.
Con las manos atadas a la espalda les leyeron la sentencia de muerte. Entre gritos, súplicas y protestas, Castelli les informó que sus bienes serían confiscados para el fisco. Les dijo que tenían tres horas para prepararse para morir. Liniers intentó hablar, pero fue tapado por los ruegos del obispo Orellana, que se salvaría de la muerte; el prelado solo conseguiría una hora más. Orellana sería confinado en Luján y regresaría a Córdoba en 1812 luego de ser exonerado por el Primer Triunvirato.
Eran las 2 y media de la tarde. Tan solo cuatro años y 14 días antes, Liniers era aclamado en Buenos Aires como el héroe de la Reconquista y ahora estaba de rodillas frente al pelotón de fusilamiento rezándole a la virgen del Rosario. Con su ropa hecha jirones, en un descampado del monte cordobés, junto a sus compañeros de desventuras, se negó a que le vendasen los ojos para esperar a la muerte.
El pelotón se ubicó a cuatro pasos de ellos. Cada uno tenía su blanco. Fue Balcarce quien dio la orden de apuntar y esperó dos segundos eternos para dar la orden de fuego.
Liniers no murió de inmediato. Ningún proyectil le dio ni en el pecho ni en la cabeza. Fue rematado con un pistoletazo por French, quien en 1808 había sido ascendido a teniente coronel de infantería por el propio héroe fusilado por su desempeño en la lucha contra el invasor inglés. Los ajusticiados fueron enterrados en una zanja abierta al costado de la iglesia de Cruz Alta. Al día siguiente el cura colocó una sola cruz con las iniciales L. R. C. M. A., que respondían al orden en que los ubicó. Décadas después sus cenizas fueron llevadas a España.
Así terminaba el último capítulo de la rebelión cordobesa a una revolución que demostró estar dispuesta a todo.