La consigna era la de dejar el sombrero en casa y llevar un gorro rojo, símbolo de la libertad. Así debían hacerlo todos los invitados a los festejos la noche del 24 de mayo de 1813 por el tercer año del gobierno. La exigencia era tanto para hombres como para mujeres. De esa manera fueron al teatro provisional, ubicado donde hoy está el cruce de Reconquista y Perón, a la función donde se representó la tragedia de Julio César.
Las autoridades dispusieron que el aniversario se celebrase como una gran fiesta nacional “que ha de transmitir a nuestros hijos la memoria, y el ejemplo del más glorioso esfuerzo que pudo inspirar al pueblo americano la heroica virtud de patriotismo”.
El gobierno afirmó que “hoy hace tres años que dejó de ser un crimen nuestra existencia. Tres años de continua lucha nos han enseñado a ser insensibles a todo lo que no sea el amor a la libertad. Y si en medio de los mayores riesgos nuestra fiereza ha igualado al furor de los tiranos, ¿quién se atreverá a excitar en adelante la ira de un pueblo libre? (…) Habitantes de las Provincias Unidas, marchad con rapidez al templo de la gloria: él está abierto para vosotros, y mientras la justicia sea una virtud entre los hombres, esta será siempre la recompensa que obtengan los sinceros amigos de la igualdad.”
Se llamarían Fiestas Mayas. Así lo dispuso la Asamblea General Constituyente en la sesión del miércoles 5 de mayo de 1813 en la que se declaró al 25 de mayo fiesta cívica. Y como se dispuso tirar la ciudad por la ventana ya que se lo celebraría por primera vez, se designó a los diputados por Jujuy Pedro Pablo Vidal; José Ugarteche, por La Rioja y el entonces capitán Carlos María de Alvear, por Corrientes, a que presentasen un plan de actividades acorde a la ocasión.
En 1811 ya había habido festejos cuando se inauguró la pirámide de mayo. La Junta Grande entendió que algo había que hacer para el primer aniversario y le encomendó al Cabildo que pusiese manos a la obra. Decidieron erigir una columna a la que le quedó forma de obelisco.
Fue inaugurado a las apuradas el 25 de mayo, porque aún no le habían colocado los ornamentos y leyendas previstas, sobre las que no se ponían de acuerdo, aunque sí habían alcanzado a colocarle en la cúspide un globo decorativo. El día anterior habían comenzado las celebraciones. En los cuatro vértices del monumento fueron colocadas las banderas de los regimientos con asiento en la ciudad, y soldados de distintas unidades se turnaban para hacer guardia durante cuatro días, entre las 8 y las 20 horas. Por la noche, la pirámide y la plaza permanecieron iluminadas.
En 1813 había clima para el festejo. Manuel Belgrano había triunfado en Tucumán en septiembre de 1812 y en Salta en febrero de 1813 y desde el 31 de enero de ese año sesionaba la Asamblea General Constituyente, en un intento de ordenar institucionalmente al país.
Buenos Aires, una aldea grande
El centro de todo fue la plaza, que hoy es la de Mayo. Por 1810 era un baldío sin ningún árbol, que era cruzada en todas direcciones por transeúntes, jinetes y carruajes. En una punta el Fuerte, que pedía a gritos una renovación, estaba rodeado por un foso seco. Después de 1810 se quitó la horca, cercana a su entrada, y en el lugar se instaló un mercado al aire libre donde se vendía pescado fresco, perdices, mulitas y toda clase de aves. En la otra punta el Cabildo que funcionaba como casa de justicia, cárcel y casa consistorial. La plaza estaba divida al medio por la recova, construida en 1802, con diversos comercios y locales y por donde no era aconsejable transitar de noche.
Donde hoy está el Banco Hipotecario había un baldío llamado Hueco de Campana, donde se instalaría una carnicería; más allá, sobre la misma calle, los Altos de Escalada, una de las pocas residencias con primer piso y en cuya vereda se había instalado un puesto de venta de verdura. Al lado del cabildo estaba la sede del seminario y residencia del obispo y pegada la casa de Riglos, vivienda que años después le sería obsequiada a José de San Martín por sus victorias de Chacabuco y Maipú. Donde actualmente está el Banco Nación se había comenzado a levantar en 1804 un teatro, que medio siglo después no había sido terminado.
Según el empadronamiento que había encargado Mariano Moreno en agosto de 1810, vivían en la ciudad unos 45 mil habitantes, pero no se censó a los que vivían en los suburbios, y solo se hizo un cálculo aproximado de los que vivían en los rancheríos que se perdían en la pampa, que entonces estaba más próxima.
El 24 por la mañana se convocó a los vecinos a la plaza y el verdugo procedió a quemar los instrumentos de tortura que por años se habían usado y que la Asamblea había dispuesto destruir. Así lo había resuelto en la sesión del 19 de mayo. Era preciso deshacerse de ellos antes del 25, para tener una fiesta sin los resabios de cuando éramos colonia española. Si hasta se quitó la bandera de la antigua madre patria que flameaba en el fuerte.
A las ocho de la noche se produjo la quema de un gran castillo de fuegos artificiales, toda una novedad, que fue costeado por el Cabildo eclesiástico que nucleaba a la jerarquía de la iglesia católica.
El 25 hubo que levantarse temprano. Desde la madrugada la gente se agolpó en la plaza para presenciar la salida del sol, que anunciaría el primer día del tercer año de la Revolución de Mayo. Un cañonazo anunció la aparición del primer rayo.
Los festejos comenzaron con disparos de fusiles, que fueron replicados por los cañones del fuerte y por los barcos anclados en el Río de la Plata.
A las 9 todo el mundo se congregó en la catedral, que aún no había sido finalizada; no tenía aún las torres, tampoco retablo, y su frente era chato y estaba sin revocar. El canónigo Domingo Victorio de Achega rezó una misa eucarística de acción de gracias. Asistió el poder ejecutivo, los miembros del tribunal de justicia, el cuerpo municipal, autoridades militares y vecinos.
Luego del tedeum, todos fueron al recinto donde sesionaba desde el 31 de enero la Asamblea, con el propósito de rendirle homenaje.
Sorteos para los pobres
A las cuatro de la tarde el Cabildo “dio un testimonio muy solemne de su amor a la humanidad y de su compasión por la miseria inocente de sus conciudadanos”. Se armó un escenario en la plaza donde se acomodaron los funcionarios municipales encabezados por el gobernador intendente de Provincia, y se sortearon cuatro sumas de 300 pesos para los artesanos que no disponían de taller. Ellos fueron el carpintero José Ladino, el platero Hipólito Chacón, el herrero Restituto Quijano y el broncero Juan Acebedo; ocho sumas de 100 pesos para familias de escasos recursos: Marta Petrona Chambo, Martina Gabo, Josefa Cuenca, Lorenza Quirós y Flores, Paula Ocampo, Petrona Lara, Antonia Acosta y Fernández y Juana Vázquez; cuatro dotes de 500 pesos para Rudecinda Melgarejo, Severina Lima, Ana Abalos y María Cipriana Linera, todas niñas huérfanas y desamparadas, y seis sumas -a determinar por sus amos- para la libertad de los esclavos Mariano Obarrios, Pedro José Celestino, Evaristo Sarratea, Martina Lizaur, Dolores Arroyo y Bartola Rosario.
Las autoridades del gobierno, los diputados de la Asamblea, miembros del Cabildo y dignatarios eclesiásticos se dispusieron alrededor de la pirámide en una plaza donde, desde la madrugada, estaban esperando formadas las tropas de las distintas unidades militares, tal como consigna Beruti en sus Memorias Curiosas.
Todos, mezclados con los vecinos que colmaban el lugar, festejaban en medio de los repiques de las campanas de las iglesias, y hubo más disparos de fusiles y de cañones.
Esa noche, en la plaza, volvieron a quemar otros dos castillos, costeados por el Cabildo, se armaron arcos triunfales, de los que los vecinos colgaron leyendas poéticas; se organizaron juegos de sortijas, organizados por las alcaldías de barrios. Se celebraba en toda la ciudad.
Los festejos duraron tres días. Se armaron bailes tanto de día como de noche, que se hicieron en plazas, en las calles y en casas particulares. Desde los balcones del cabildo y de la casa consistorial las orquestas no paraban de tocar.
Durante esos días la ciudad permaneció iluminada, especialmente el Cabildo, la recova y la plaza con centenares de hachas, que eran manojos de mechas recubiertas de cera. Se habían dispuesto en cada vértice de la plaza, en la pirámide junto a faroles y candilejas. Ardían hasta la medianoche, cuando la gente se retiraba a sus casas.
El 26 por la noche la ciudad volvió a iluminarse, hubo más música, bailes y canciones patrióticas que se escuchaban por todos lados. El 27 volvió a repetirse todo y, de la nada, se organizó un baile en la sala capitular, que duró hasta las dos de la mañana.
El 28 por la noche se representó en el teatro Ciripo, una tragedia en verso escrita por Manuel de Lavardén, el primer dramaturgo del Río de la Plata. La obra fue representada por varios oficiales y por aficionados y la entrada fue gratuita hasta colmar la capacidad. En la velada estuvo toda Buenos Aires.
La sala estaba espléndidamente iluminada, con banderas que colgaban de los palcos. Un coro de niños, pertenecientes a la escuela de Rufino Sánchez, vestidos para la ocasión cantó la canción patriótica -lo que hoy conocemos como el Himno Nacional- mientras el público escuchaba de pie. El himno había sido escrito en una noche en vela por Vicente López y Planes, un abogado de 29 años recién cumplidos que tenía talento para las composiciones literarias. La Asamblea lo había aprobado dos semanas atrás. Al terminar hubo vivas, aplausos y gritería general.
Luego de Ciripo, se interpretaron algunos tramos de óperas, cantadas por aficionados. Cerraron un grupo de niños con una danza a la indiana.
Las Fiestas Mayas terminaron oficialmente el 31 cuando un grupo de jóvenes se lució con una corrida de toros en la plaza, espectáculo que se organizaba allí para las grandes ocasiones. Y la del 25 bien la merecía.