La cara de Isabella Eugénie Boyer resplandece a 93 metros de altura cuando hay sol radiante y, cuando el cielo azota, aguanta estoica la lluvia. Circundada por toneladas de agua a sus pies y, en las alturas, por miles de aviones y pájaros, ella enfoca su mirada inmortal hacia Europa. Son millones las personas que se acercan, cada año, para verla de cerca. Solamente en 2022, recibió en su hogar de piedra, a tres millones de visitantes.
¿De quién hablamos? De la Estatua de la Libertad y de la musa que habría inspirado su anguloso rostro. Son pocos los que saben que la modelo del famoso ícono de los Estados Unidos habría sido esta bella y millonaria mujer que murió hace 120 años, el 12 de mayo de 1904.
Nace un símbolo
Al sur de la isla de Manhattan se encuentra el monumento más emblemático de Nueva York cuyo nombre original fue: La Libertad iluminando al mundo. Justo en la desembocadura del río Hudson, sobre la isla de la Libertad, fue ubicada esta estatua de 225 toneladas de cobre, oro, acero y fundición de hierro, que alcanza desde su base los 93 metros. Se inauguró el 28 de octubre de 1886 y fue un regalo del gobierno francés a los norteamericanos por el centenario de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, aunque se terminó de emplazar diez años más tarde.
La idea de semejante regalo perteneció al jurista y político francés Eduardo Laboulaye quien le encargó a un joven escultor amigo suyo, Frédéric Auguste Bartholdi, el diseño. Los materiales para su confección fueron escogidos por el arquitecto francés Eugene Viollet-le-Duc. Bartholdi trabajó sobre la estructura interior de cobre que realizó nada menos que el ingeniero Alexandre Gustave Eiffel (el mismo de la torre parisina que lleva su nombre). Por diferentes tropiezos no llegaron a terminarla en tiempo y forma. Los primeros trabajos hechos en terracota no funcionaron bien. En 1871 Francia tuvo que ceder Alsacia a los alemanes y no se sintió apoyada por los norteamericanos. Por ello las cosas se dilataron y el emprendimiento se paralizó. Pero el símbolo de la libertad y la república siguió surcando las mentes de entonces y el proyecto volvió a arrancar un tiempo después. Una de las primeras copias de la estatua, de tan solo tres metros, terminó en la ciudad de Buenos Aires, en Barrancas de Belgrano, sobre la calle Pampa. Al pie de la misma dice: “Val d’Osne -8 Rue Voltaire”. Es la misma dirección del taller francés donde se hizo la mítica Estatua de la Libertad. Esta fue emplazada en nuestro parque once años antes que la de los Estados Unidos. Tan importante era la Argentina en ese entonces.
Pero volvamos a la estatua original. Bartholdi viajó a los Estados Unidos para escoger el lugar dónde se colocaría la gigante escultura. El sitio elegido fue la isla de Bedloe, rebautizada en 1956 como isla de la Libertad. Para eso tuvo que reunirse con el presidente del momento Ulysses Grant. La isla había sido una base militar y tuvieron que conseguir la aprobación del congreso. En 1874 la fundación de la Unión Franco-Estadounidense posibilitó la recolección de fondos para llevar a cabo esta mega obra. Tuvieron unos 100 mil donantes y, además, se llevaron a cabo todo tipo de espectáculos teatrales, deportivos, subastas y muestras de arte.
Las piedras de la base del monumento fueron llevadas a América del Norte desde las canteras de una aldea francesa llamada Euville. Las habían elegido porque son famosas por su resistencia a la erosión del agua.
Si bien Bartholdi creía que podría llegar a terminarla para la fecha clave del centenario, julio de 1876, eso estuvo lejos de concretarse. No habían comenzado a tiempo y, encima, en marzo de ese año, se rompió una mano de la escultura, lo que hizo que, otra vez, todo se postergara.
La cabeza y el brazo derecho ya estaban en los Estados Unidos cuando el resto de la estatua viajó desde Francia en 350 pedazos distribuidos en 214 cajas. La importante carga llegó a Ruan por tren, surcó el río Sena en un barco y partió del puerto de El Havre en la fragata francesa Isere que la trasladó hasta Nueva York. Arribó el 17 de junio de 1886. Fue rearmada y sus piezas se unieron con remaches de cobre. Diez años después, en octubre de 1886, se inauguró con la presencia del presidente noteamericano Grover Cleveland.
La corona de la estatua que alcanza los 46 metros (93 desde su pedestal) tiene siete puntas que simbolizan los siete continentes y los siete mares. En su cabeza hay 25 ventanas. En su mano derecha enarbola una antorcha que con su luz ilumina “a la humanidad” y en su mano izquierda lleva una tabla que remite a la ley. La parte donde está la llama es la que se encuentra recubierta con oro. A los pies del monumento descansan rotas las cadenas, simbolizando el triunfo de la libertad sobre el sometimiento y la tiranía.
Desde 1984 es considerada por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad y fue incluida entre las siete maravillas del mundo moderno. Su tamaño hace recordar al Coloso de Rodas, una maravilla del mundo antiguo.
Si bien existen diferentes hipótesis sobre la modelo en la que el escultor se inspiró, algunos sostienen que la cara remite a la diosa griega Hécate. Hay también quienes creen que Bartholdi podría haberse inspirado en su propia madre, pero la mayoría coincide en que el modelo físico utilizado por el escultor fue el rostro de Isabelle. ¿Quién fue Isabelle? Aquí vamos con su historia.
El candidato millonario
Isabelle Eugénie Boyer nació en París el 17 de diciembre de 1841. Era una de los seis hijos de Louis Noël Boyer, un pastelero nacido en África, y de la inglesa Pamela Lockwood.
El 13 de junio de 1863, con 22 años, la bella joven se casó en Nueva York -ya estando embarazada- con Isaac Merritt Singer, de 52. Singer no era cualquier hombre, era nada menos que el fundador de la compañía Singer Sewing Machine y quien había creado lo que se llamó en ese momento “el motor para coser”, el que había patentado en 1851.
El excéntrico millonario norteamericano, con su invento, había cambiado al mundo. Para 1860, la empresa Singer -que se transformaría en la primera empresa multinacional de los Estados Unidos- fabricaba 60.000 máquinas por año y exportaba un cuarto de ellas. Si bien no era la primera máquina de coser, resultó ser la más confiable: era capaz de dar 900 puntadas por minuto. Eso representaba veinte veces más de lo que cualquier experta costurera podría lograr. La mano de obra había dejado de ser un problema. Pero el casamiento de Isabelle con Isaac sí lo fue. Porque él estaba todavía casado con Mary Ann Sponsler y fue arrestado por practicar la bigamia.
En realidad, Singer venía de varios matrimonios, noviazgos simultáneos y romances escandalosos. Se había casado, a los 19 años, con Catherine María Haley de 15 años con quien tuvo dos hijos. Antes de divorciarse de ella comenzó un affaire con la joven Mary Ann Sponsleer con quien tuvo diez vástagos más. Ya era rico y había comprado una mansión en la Quinta Avenida de Manhattan cuando comenzó a engañarla con varias de sus empleadas con quienes tuvo otros siete hijos.
Cuando se atrevió a casarse con Isabella todo estalló, Mary Ann lo denunció por bígamo y logró que fuera arrestado. Obviamente Singer podía pagar una fianza para seguir en libertad y decidió escapar.
Lejos de las miradas desaprobadoras
Isabella lo siguió feliz. Ella y Singer vivieron en París y, cuando estalló la guerra franco-prusiana (entre 1870 y 1871), decidieron mudarse a Gran Bretaña. Evitaron volver a los Estados Unidos debido a que la alta sociedad neoyorquina arrugaba la nariz frente a las múltiples mujeres y la enorme cantidad de hijos del empresario. Dicen que terminó teniendo unos 24 hijos. Lo cierto es que el escándalo que generaba era tal que varios bancos le negaron créditos a su exitosa compañía.
En Paignton, Gran Bretaña, Isaac Singer compró una gran propiedad de siete hectáreas. Luego de hacer demoler las construcciones existentes, hizo construir una magnífica residencia a la que llamó Oldway Mansion. Singer no reparó en costos. El interior fue decorado con un extravagante estilo francés y, dentro, hasta hizo hacer un teatro. Quedó terminada en 1873.
La pareja se instaló allí con sus seis hijos: cuatro varones (Mortimer; Washington; Paris -él remodelaría la casona en el futuro- y Franklin) y dos mujeres (Winnaretta quien devino en princesa y mecenas de arte, e Isabelle, futura duquesa Decazes, quien terminó suicidándose por motivos desconocidos). Los jardines de la mansión también resultaron imponentes. Cascadas, grutas y plantas subtropicales fueron parte del exótico paisajismo. Pero poco pudo disfrutar de todo esto Singer: la muerte lo alcanzó a sus 66 años el 23 de julio de 1875. Dejó una fortuna de unos 14 millones de dólares (que equivalen a más de 400 millones de dólares actuales) y dos testamentos lo que provocó juicios, tensiones, peleas espantosas hasta que Isabella fue declarada su viuda legal y se transformó en una riquísima mujer requerida por todos. Una vez viuda, Isabelle decidió mudarse con sus seis hijos a París.
La viuda rica
Todos los sucesos importantes del mundo del arte pictórico y musical requerían su presencia. Así fue que entre inauguraciones y muestras conoció al artista Bartholdi, el creador de la Estatua de la Libertad y ocurrió lo que ya contamos. Él habría quedado impactado con las líneas de la cara de Isabelle. Quizá también por la historia que acarreaba, quién sabe. Lo cierto es que terminó por modelar, inspirado en ella, el rostro de cobre de la mujer que sostiene la antorcha más conocida del mundo.
Isabella se convirtió en la viuda más rica y más alegre. Se codeaba con la realeza y con los industriales de la época. En eso estaba cuando le presentaron a un carismático músico holandés, divorciado, llamado Víctor Reubsaet. Era cantante, pianista y violinista y tenía éxito internacional. Él no dejaría pasar semejante candidata… La conquistó enseguida. El 8 de enero de 1879 se casaron. Víctor tenía 35 años, Isabella 37.
Se establecieron en una gran propiedad sobre el número 27 de la Avenue Kléber, en París. Tenían una enorme entrada para varios carruajes y establos para alojar diez caballos. Víctor empezó a hacerse llamar Nicolás porque le gustaba más y le sonaba mejor, se dedicó a viajar por Europa entreteniendo a los ricos y nobles. Usufructuaba de los millones de su esposa. Aunque el padre de Víctor había sido un simple zapatero, él empezó a repetir que era descendiente de condes y marqueses, y se las arregló para obtener el título nobiliario de Duque de Camposelice que le otorgó el rey italiano Umberto I por su ayuda en las colonias italianas. Así fue que ella llegó a convertirse en Duquesa de Camposelice. El dúo era infaltable en todas las soirées de la aristocracia francesa y él empezó a coleccionar violines Stradivarius. Llegó a tener siete. Una verdadera fortuna en instrumentos.
La hija mayor
Los chicos de Isabella sintieron que a su padre lo habían reemplazado demasiado rápido. Además, Víctor era irascible y violento.
Winnaretta llegó a París, luego de la muerte de su padre, con diez años. Padecía a su padrastro. En su adolescencia se reconoció como lesbiana y terminó reclamando su parte de la herencia apenas alcanzó los 18 años, la edad necesaria para poder hacerlo. La herencia debió compartirla con sus 24 hermanos. Apenas le entregaron lo que serían hoy unos 20 millones de dólares, se compró una casa. Estudiaba piano y órgano y, pesar de ser homosexual, se casó dos veces con dos príncipes. La primera vez lo hizo para escapar de su casa familiar y eligió a Louis de Scey-Montbéliard, un claro interesado en su patrimonio. La noche de bodas ella se subió a una cómoda de la habitación, abrió su paraguas y le gritó furiosa: “Me tocás y te mato”. El matrimonio fue anulado cinco años más tarde por no haberse consumado.
La segunda vez que contrajo matrimonio fue en diciembre de 1893. Lo hizo siguiendo el consejo de un amigo: escogió a un señor treinta años mayor que ella y sin un centavo: el príncipe Edmond de Polignac quien también era un homosexual declarado. Vivieron sus vidas en total libertad y felicidad. Se adoraron. Ella terminó convertida en una importante mecenas musical. Dicen que ella fue, también, quien financió gran parte de las investigaciones de Marie Curie.
La pareja no disimulaba sus preferencias sexuales y ella tuvo varias amantes mujeres. Una vez, el marido de una de ellas fue hasta su puerta y la encaró a los gritos: “Si es el hombre que pretender ser, venga y bátase en duelo mañana conmigo”. El duelo nunca llegó a hacerse, pero eso acrecentó la leyenda de esta hija de Isabelle.
El otro hijo de los Singer que resultó muy conocido fue Paris. Él se encargó de remodelar, en 1904, aquella mansión que había edificado su padre y donde él había crecido. Con el tiempo se dedicó a los negocios inmobiliarios en Florida, Estados Unidos. De hecho, hay una isla que lleva su nombre. Se casó con una australiana con quien tuvo cinco hijos, pero siendo un Singer nada en su vida fue muy apegado a las normas de la época. Tuvo un tempestuoso romance con la célebre bailarina y coreógrafa Isadora Duncan. Paris la ayudó económicamente y, en 1910, tuvieron un hijo, Patrick. Desgraciadamente, este pequeño no vivió demasiado. Murió ahogado junto a su hermano mayor Deirdre y a su niñera, en un absurdo accidente en 1913. El auto en el que iban cayó al río Sena en el corazón de París. En otro auto, catorce años después, moriría también su madre Isadora, estrangulada por su propia chalina que se enredó en una de las ruedas traseras.
Camino a la eternidad
A Isabella no le faltaba dinero para conseguir lo que quería y darse la vida que jamás habría soñado si no fuera por Isaac Singer. Así que ser la modelo de la estatua también lo consideró un triunfo más para su vida. Había logrado todo lo que se había propuesto y escalado hasta lo más alto.
En 1887 Víctor enfermó gravemente y murió en París a los 43 años. Habían pasado ocho años juntos. Isabella tenía 46 años y conmocionada hizo edificar un impactante mausoleo en su honor en los jardines de la Iglesia de Saint-Georges en Pennedepie, cerca de su adorada casa veraniega.
Ella no era de hacer duelos largos, siguió viajando por el mundo y, en 1891, se casó una vez más con 50 años. El elegido fue el coleccionista de arte Paul Sohège.
El 12 de mayo de 1904 Isabelle estaba en su casa de París, en el número 22 de la avenida Bois de Boulogne, en el barrio XVI, cuando le llegó la hora de partir. Había tenido mucha vida para pocos años según el parámetro de longevidad actual. Isabella Eugenia Boyer murió con 62, sin haberse privado de nada. La verdad es que lo tuvo todo porque, gracias a Bartholdi, hasta la eternidad le fue otorgada. Su mirada sigue hasta hoy, desde lo alto, perforando el aire y atravesando los tiempos.