Cuando el almirante Guillermo Brown supo que Jacinto de Romarate, el experimentado marino español de 39 años, veterano de las invasiones inglesas, se disponía a defender la isla Martín García a toda costa, decidió hacerle frente. La isla, puerta de los ríos Paraná y Uruguay, era clave para encarar cualquier operación contra el enemigo y el irlandés vio la oportunidad de darle un golpe decisivo.
En noviembre de 1813 habían zarpado de Montevideo 19 buques españoles, cuatro de guerra, que transportaba 700 soldados al mando del coronel Domingo Estanislao Luaces, con la misión de hostilizar a las poblaciones ribereñas del río Uruguay y conseguir víveres, pero esta empresa no tuvo éxito. Hubo también un intento de atacar Buenos Aires con una decena de barcos, pero quedó solo en los planes.
Brown había pensado vivir en el Río de la Plata del comercio, no estaba en sus planes ser marino de guerra. Hasta le escribió a Juan Larrea que lo eximiera de ese compromiso, que su esposa estaba embarazada, y que seguramente encontrarían a hombres capaces para cumplir dicha tarea. Pero las circunstancias lo llevaron a ser el hombre más popular en estas tierras por las hazañas que protagonizaría.
Organizar una escuadra fue un verdadero dolor de cabeza para el gobierno, siempre con problemas económicos y políticos. Tenía a su favor que los españoles pasaban por una situación similar. Hacía meses que los oficiales realistas no recibían sus pagas, muchos vivían en casas de familia porque no había lugar para alojarlos, y hacía rato que los marineros tampoco cobraban.
El gobierno de Buenos Aires temía que España mandase una expedición para reforzar Montevideo, y por eso había que apurar las acciones.
En febrero de 1814, con la intermediación del norteamericano Guillermo Pío White, y con la decisión de Juan Larrea, ministro de hacienda, se compró un buque al que se bautizó con el nombre de Hércules, que costó 20 mil pesos fuertes. También se adquirió el mercante inglés Zephir, el bergantín Nancy, que ya había sido raleado, y la goleta norteamericana Juliet.
La Hércules era la nave insignia, identificada con una bandera blanca con una cruz azul en diagonal, comandada por el inglés Elías Smith; la Céfiro, capitaneada por el irlandés Santiago King; la Nancy, con el británico Ricardo Leech a la cabeza. Completaba la flota la Juliet, con el norteamericano teniente coronel Benjamin Seaver, la Fortuna, al mando del oriental Pablo Zufriátegui, el San Luis, liderada por el capitán inglés John Handel y la Carmen, con el capitán griego Samuel Spiro a su frente.
El director supremo Gervasio de Posadas nombró al irlandés teniente coronel del ejército, como se usaba entonces, y comandante de la marina, con un sueldo de ochenta pesos mensuales. El que protestó fue el norteamericano Seaver, quien cuestionó su autoridad y reclamaba ser el comandante de la escuadra.
Los buques enemigos lo esperaron en el sudoeste de la isla, con dos bergantines, una sumaca y una cañonera. Además Romarate mandó colocar un cañón en tierra. Especuló que los barcos patriotas, de gran calado, no pudieran operar en esas aguas.
El comienzo de las acciones no fue para nada promisorio. Luego de un frustrado intento por sorprender al enemigo por su retaguardia, al mediodía del 10 de marzo de 1814 la Julieta, seguido por la Hércules, la Céfiro y la Nancy inició el ataque.
La Julieta abrió fuego sobre la vanguardia realista y recibió cerradas descargas que mataron a Seaver y a muchos de los hombres, quedó varada y a tiro de los fusileros españoles que estaban en tierra y a merced de los buques españoles. La Hércules, nave insignia, cuyo práctico había muerto, había quedado encallada por su proa. Su capitán Smith fue uno de los que cayó en acción.
Durante diez horas, los españoles concentraron el fuego sobre este buque, que respondía con sus pocos cañones. Su cubierta estaba llena de muertos y heridos y su casco era un colador. Fueron en vano los pedidos del propio Brown que se movilizaba en un bote pidiéndoles a los otros barcos que fueran a socorrer a la Hércules, pero se mantuvieron a una prudente distancia. “Huyeron en la forma más cobarde posible”, escribiría al gobierno, aunque Francisco Seguí lo desmentiría en parte, contando que era imposible acercarse ya que los españoles lograron mantenerlos a raya con su potente artillería.
Vino la noche y al amanecer, cuando los españoles se aprestaban a atacar, subió la marea, la Hércules se pudo alejar y como se hundía, se la encalló en el banco de Las Palmas, donde le cambiaron las velas, le taparon los 82 agujeros en su casco con cueros secos de vaca, planchas de plomo y con lonas empapadas en brea, al punto que se la llamó “la fragata negra”. Se velaron los restos de los capitanes Smith, del francés Martín de Jaumé, del teniente inglés Roberto Stacy y de 44 tripulantes.
Brown planeó un nuevo ataque para el 14, que debía incluir un desembarco. Se decidió con el dato que le habían dado tres italianos y un portugués quienes le informaron que unos 700 españoles habían dejado la isla, y que consideraban que debía haber quedado defendida por pocos hombres.
El día anterior había llegado desde Colonia los refuerzos que el almirante había pedido, que estaban al mando del teniente Pedro Oroná, un porteño que había combatido en Las Piedras.
Brown recorrió barco por barco, arengando a las tripulaciones, hablándoles del honor, la gloria y del desastre que sería una derrota. A cada barco le dio nuevas instrucciones.
Las fuerzas quedaron al mando del capitán escocés Ricardo Baxter -quien había tomado el puesto de Seaver- y de Oroná. Se aproximaron a Martín García por la noche e iniciaron el ataque a las cuatro de la mañana del 15. Fue un desembarco de 150 hombres de infantería y marineros, que lo hicieron en dos grupos. Llegaron a la orilla a bordo de ocho lanchones y al pisar tierra, recibieron el fuego nutrido de los sorprendidos españoles, que dispararon guarnecidos en el bosque cercano.
Entre los atacantes había muchos irlandeses. Avanzaron con los acordes de la marcha “Saint Patrick’s Day in the morning”, que les dio ánimo. Los españoles, viéndose desbordados, huyeron. Algunos fueron alcanzados en el río y hubo un sangriento combate cuerpo a cuerpo. Se tomó el control de la isla.
Se colocó una batería en la cima de la colina para defender el lugar, y para ello Brown pidió al gobierno artillería, municiones y tropa, ya que evaluaba que desde Montevideo los españoles intentarían recapturarla.
Romarate escapó hacia el río Uruguay, mientras pedía auxilio a Montevideo. Brown, que tal vez no imaginaó que ese sería el comienzo de una larga historia de combates navales en los que sería protagonista, escribió al gobierno que la Hércules, aún averiada, le había enseñado al enemigo a respetar los barcos patriotas.