Para el anciano general argentino, el de las costumbres extrañas de las lejanas pampas que se empecinó en llevar a su granja de 140 acres, su hija Manuelita no era más que una ingrata. Se había casado y lo había dejado solo. La mujer, de 35 años, vivía desde octubre de 1852 con su esposo Máximo Terreno en South Hampstead, al norte de Londres. Se escribían semanalmente y dos veces al año junto a sus hijos Rodrigo Tomás y Manuel Máximo y a su marido recorría los 120 kilómetros para pasar unas semanas junto a su padre, Juan Manuel de Rosas, todo un gaucho argentino en pleno campo inglés.
Disputa con sus hijos
Para Rosas, era su única hija, ya que el varón, Juan Bautista, que también lo había acompañado en el exilio junto a su familia, en 1855 había resuelto volver a Buenos Aires. Tan contrariado estaba Rosas que no fue a despedirlo. No recibiría ninguna ayuda de su hijo, a quien le echaría en cara todo lo que le había dado en su momento.
Con su hija había sentido algo similar. Tomó como una traición su casamiento, al punto que no asistió a la boda y en cartas a allegados se lamentaba que “me ha dejado abandonado”, y también se le escuchó un “me ha faltado, me ha dado un pesar, se ha casado”. No entendía por qué lo hacía a esa edad, más cuando según él, le había prometido que no lo haría.
Rosas vivía al día y se alimentaba de lo que producía en la granja que alquilaba en Swanthling, a unos kilómetros de Southampton, sobre el camino a Londres. Se negaba o directamente ignoraba las invitaciones a recepciones porque no tenía qué ponerse. Había quedado en el pasado las visitas que intercambiaba con su amigo Lord Palmerston, a quien había nombrado su albacea y que ya había fallecido. Otros que solían visitarlo eran el cardenal Wiseman y el reverendo Mount.
Había dejado la casa que ocupaba en la ciudad en 1862 y esa granja se transformó en su residencia definitiva.
Un hombre del campo inglés
A las ocho de la mañana comenzaba su jornada de trabajo que interrumpía una hora al mediodía para almorzar. Iba acompañado de un niño negro quien le cebaba mate. Luego seguía hasta las cinco de la tarde, tiempo en que se ponía a escribir, preferentemente con lápiz. Tenía varios con la punta preparada, para no perder tiempo.
En Argentina le habían confiscado sus propiedades. La legislatura lo declaró en 1857 “reo de lesa patria”. No tenía contacto con su familia ni con su hermano Prudencio, que vivía holgadamente en un palacete en Sevilla. Se animó a escribirle a Justo José de Urquiza por su situación, y éste lo ayudó económicamente. Lo seguiría haciendo su viuda, cuando el entrerriano fue asesinado en 1870.
En el dormitorio de su granja guardaba papeles, documentos y libros que había logrado rescatar cuando dejó Buenos Aires. Decía que los ayudarían a defenderse de las acusaciones de sus enemigos.
Rosas siempre fue un personaje algo pintoresco para los lugareños. Lo recordaban montado a caballo y con esa extraña costumbre de tomar mate, hábito que logró imponer entre los ingleses del lugar. El idioma había empezado a estudiarlo junto a su hija Manuelita en el barco que lo llevó a Gran Bretaña y siguió con lecciones en el hotel que ocuparon en Southampton. Según Alberdi, quien lo conoció en esa época, dijo que lo hablaba mal pero de corrido.
A sus 83 años salía todas las mañanas al campo a trabajar, a pesar de sus problemas de gota. Había caído en cama por haber salido el sábado 10 de marzo y lo que fue en un comienzo un simple enfriamiento, se complicó.
Lo asistió su vecino y amigo, el doctor John Wiblin. Hicieron llamar a Manuelita, quien llegó lo antes posible. Su marido estaba en Buenos Aires. Ella no se separó de la cama del enfermo.
Se tranquilizó cuando el martes 13 su padre amaneció un poco mejor. Sin embargo, en las primeras horas del miércoles, su hija dormitaba junto a su cama y lo besó como acostumbraba. En ese momento, la joven notó que Rosas tenía la mano muy fría.
Sus últimas palabras
- ¿Cómo se siente, tatita?
- “No sé, m’ hija”.
Fueron sus últimas palabras. Rosas murió en su exilio inglés el 14 de marzo de 1877. En dos semanas iba a cumplir 84 años.
El lunes siguiente fueron los funerales en el cementerio local. El 24 el Southampton Times & Hampshire Express publicó una breve necrológica, que informaba que “su excelencia” el general Juan Manuel de Rosas había muerto de inflamación en los pulmones.
El féretro de roble inglés macizo y lustre francés, cubierto por un paño negro que tenía una cruz blanca, fue acompañado por dos coches fúnebres. Fue una ceremonia corta, de la que participaron unos pocos allegados. Se cumplió su deseo, de que en su despedida al más allá solo se rezase una misa.
En Buenos Aires, al llegar la noticia, viejos federales salieron a manifestar, lo que dio lugar a que otros tantos viejos unitarios que habían sufrido la persecución rosista y el exilio, hicieran lo mismo y tuvieran como blanco el sepulcro de Juan Facundo Quiroga en La Recoleta, donde intentaron enlazar por el cuello a la Dolorosa, la escultura que coronaba la tumba. El gobierno prohibió a los familiares de Rosas rezar una misa en su memoria.
La disputa por las huellas de Rosas
En la madrugada del 3 de febrero de 1899 su caserón de Palermo fue dinamitado y el extenso parque que lo rodeaba pasó a llamarse Tres de Febrero, fecha que recordaba la batalla de Caseros. El 25 de mayo de 1900 un busto del ex presidente Sarmiento fue colocado en el centro de lo que había sido la residencia del ex gobernador de Buenos Aires.
Desde entonces, hubo varios intentos y proyectos de repatriar sus restos. El 30 de octubre de 1973 la misma legislatura que lo había condenado retiró los cargos, hubo un proyecto en el tercer gobierno de Juan Perón que por la muerte del líder justicialista se frustró. Recién en el comienzo del gobierno de Carlos Menem se concretó.
El 21 de septiembre de 1989, a las tres de la tarde, se realizó la exhumación. Presenciaron el desentierro su tataranieto Martín Silva Garretón y Manuel de Anchorena. El féretro estaba en un nicho de mampostería, debajo de los de su hija Manuelita y su yerno Máximo Terrero. El trabajo demoró horas y se usó una pala mecánica para excavar. Tenía la tapa deteriorada. La inexperta manipulación había provocado la destrucción de algunos huesos. Los restos se pasaron a otro ataúd y fueron llevados a la funeraria Mallum.
La vuelta de Rosas a la Argentina
El viernes 22 por la tarde el Boeing 707 de la Fuerza Aérea que llevaba los restos aterrizó en el aeropuerto francés de Orly, en el sector reservado a los jefes de Estado. Habían colocado una alfombra roja y banderas argentinas y francesas a media asta. El féretro de madera clara estaba cubierto por dos banderas, la azul y blanca federal y la celeste y blanca, la misma que hasta el 2 de abril de 1982 había flameado en la entrada de la embajada argentina en Londres. Acompañaban los restos miembros de la Comisión Nacional de Repatriación, con Julio Mera Figueroa a la cabeza. Un grupo de gremialistas que se encontraba en Europa depositaron un poncho punzó sobre el ataúd.
El 27 de septiembre se abrió el féretro ante la presencia de sus descendientes. Los huesos, desarticulados, eran de color castaño y muchos estaban casi destruidos. El cráneo estaba volcado hacia la derecha y la mandíbula aún aprisionaba una dentadura postiza. Era todo lo que quedaba del que durante un cuarto de siglo había gobernado con mano de hierro la Confederación Argentina. Se hallaron además un crucifijo de madera y un plato de porcelana, que podría haber sido usado para colocar agua bendita durante el velatorio.
De Francia, el vuelo hizo escala en las islas Canarias y en Recife. El 30 de septiembre por la mañana llegó a Rosario, donde se hizo un acto en el Monumento a la Bandera, con misa y con la presencia de descendientes directos. Allí Carlos Menem pronunció su primer discurso como presidente e hizo una apelación a la unidad nacional. “Al darle la bienvenida al Brigadier General don Juan Manuel de Rosas también estamos despidiendo a un país viejo, malgastado, anacrónico, absurdo (…) En la unidad nacional nadie está obligado a renunciar a sus ideas ni a su juicio histórico; en la unidad nacional nadie está obligado a claudicar en sus opiniones sobre nuestro pasado”.
En el buque de la Armada Murature fue llevado por el Paraná hacia Buenos Aires. Una parada de rigor fue en la Vuelta de Obligado, escenario del emblemático combate contra ingleses y franceses.
El 1 de octubre llegó al puerto de Buenos Aires y un multitudinario cortejo de jinetes vestidos a la usanza federal acompañó el féretro a su destino final, la bóveda de los Ortiz de Rozas en el cementerio de La Recoleta.
No se cumplió la premonición de José Mármol de que “ni el polvo de sus huesos esta tierra tendrá”. En noviembre de ese año se inauguró un monumento con su figura que mira fijo al busto de su acérrimo opositor, Sarmiento, levantado en medio de lo que era su caserón en Palermo. Y el ya viejo billete de veinte pesos llevó el rostro de ese anciano ermitaño, que vestía como gaucho y que se quejaba que sus hijos lo habían abandonado.